Mujeres piadosas: En los Evangelios, 1ª parte

mayo 10, 2016

Enviado por Peter Amsterdam

[Women of Faith: In the Gospels, Part 1]

(Este texto forma parte de una serie de cuatro artículos que examinan el papel de la mujer en el Nuevo Testamento, a fin de arrojar luz sobre su significativa participación en los orígenes del cristianismo y su importante rol en la iglesia de hoy en día.)

Los Evangelios cuentan que Jesús se relacionaba con gente de todas las esferas de la sociedad: varones y mujeres, jóvenes y ancianos, ricos y pobres, sanos y enfermos, religiosos y no religiosos. Como Él era el Hijo de Dios, Su modo de tratar a los demás, lo que les decía y lo que hacía con ellos eran un reflejo de la actitud del Padre.

Por ejemplo, cuando leemos que Jesús anunció que el Espíritu del Señor lo había ungido para dar buenas nuevas a los pobres[1], o que le dijo al joven rico que vendiera todo lo que tenía y se lo diera a los pobres[2], o que le dijo a uno que lo convidó a cenar que debería invitar a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos[3], entendemos que las palabras y actos de Jesús reflejaban el interés de Dios por los pobres.

De la misma manera, al leer en los Evangelios cómo se relacionaba Jesús con las mujeres nos damos cuenta de cuál era Su actitud —y por tanto la de Dios— hacia ellas. Vemos cómo les hablaba, las sanaba, se compadecía de ellas, les enseñaba y les revelaba aspectos de Su naturaleza. En las parábolas las puso como buenos ejemplos. Ellas fueron testigos de Su muerte y las primeras en descubrir el sepulcro vacío después de Su resurrección. Al examinar el rol social de las mujeres en la Palestina del siglo I, la diferencia entre la actitud de Jesús frente a ellas y la cultura de Su época es bien notable.

Un breve vistazo al papel de la mujer en todo el mundo romano/mediterráneo de la época —y en particular en Israel— muestra lo mucho que se salía de la norma el trato que daba Jesús a las mujeres. El mundo mediterráneo de aquel entonces era patriarcal, que significa literalmente que la autoridad la ejercía el padre. En un sistema social, el patriarcado es la preeminencia reconocida de los varones sobre las mujeres y el control de las mujeres por los hombres en la vida privada, el hogar, el matrimonio, las instituciones religiosas y la sociedad en general. Si bien el hombre del Mediterráneo participaba en la vida pública cuando hacía negocios, intervenía en política y socializaba en espacios públicos de encuentro, el papel de la mujer estaba limitado a la esfera privada. Ella estaba mayormente relegada al hogar[4].

De manera similar, en la sociedad judía la mujer tenía una categoría inferior al hombre. Los textos judíos de la época ofrecen una visión constantemente negativa de las mujeres en todo aspecto. Se les exigía que fueran sumisas a los hombres. Los hombres judíos hacían una oración en la que daban gracias a Dios por no haber nacido gentiles, esclavos ni mujeres. En los escritos de los rabinos quedaba bien claro que a las mujeres se las consideraba más sensuales y menos racionales que los hombres. Las mujeres eran consideradas seductoras; por consiguiente, los hombres evitaban el contacto social y las conversaciones con ellas fuera del matrimonio.

Aunque las Escrituras enseñaban que todos los israelitas debían escuchar la Ley[5], las mujeres solían recibir una mínima instrucción religiosa. Su papel en el culto quedaba restringido por el hecho de que no podían entrar en el atrio interior del templo, ni podían ser sacerdotisas. Tampoco podían ser rabinas. Sus principales actividades eran domésticas. Los hombres consideraban que ellas tenían poco que aportar a la vida pública o religiosa.

A las mujeres se las trataba en mayor o menor grado como inferiores dependiendo hasta cierto punto del lugar. Filón, un escritor judío que vivió en tiempos de Jesús, describió a las mujeres judías de Alejandría y dijo que las tenían recluidas: «Nunca se acercan siquiera a la puerta del patio. En cuanto a las doncellas, están confinadas en los aposentos interiores (los de las mujeres) y evitan por pudor la mirada de los hombres, incluso de sus parientes más cercanos»[6]. Si bien en Jerusalén, la capital del antiguo Israel, muchas mujeres —aunque no todas— llevaban una vida igual de restringida, las casadas de las zonas rurales de Palestina podían moverse en público con más libertad, ya que a menudo tenían que ayudar a su marido con las labores agrícolas y los negocios. De todos modos, no era habitual que un hombre se dirigiera a una mujer que no conociera, y las mujeres no debían trabajar ni viajar solas.

Citando antiguos textos judíos que describían la vida de las mujeres judías de la época, el escritor Joachim Jeremias dijo:

Los deberes de la esposa consistían en primer lugar en atender a las necesidades de la casa. Debía moler el grano, hacer pan, lavar, cocinar, amamantar a los hijos, hacer la cama de su marido y, en paga de su sustento, trabajar la lana hilando y tejiendo. También tenía el deber de prepararle la copa a su esposo y lavarle la cara, las manos y los pies. Estas prescripciones muestran la relación servil que tenía para con él; y los derechos de él no terminaban allí. Podía reivindicar todo lo que su mujer encontrara (en eso se parecía a una esclava gentil), así como toda ganancia derivada del trabajo manual que ella hiciera, y tenía derecho a anular los votos de su esposa. La mujer estaba obligada a obedecer a su marido como si él fuera su amo[7].

Continúa diciendo:

La mujer, igual que el esclavo no judío y el niño menor de edad, tiene sobre ella a un hombre como amo, lo cual limita también su participación en el culto divino. Por ello, desde el punto de vista religioso es inferior al hombre. […] Tenemos, pues, la impresión de que también el judaísmo de la época de Jesús tenía en muy poca consideración a la mujer. [Se la mantenía] lo más alejada posible del mundo exterior y sometida a la potestad del padre o del esposo, y desde el punto de vista religioso se la consideraba inferior al hombre[8].

Al leer cómo se relacionaba e interactuaba Jesús con las mujeres en los Evangelios, está claro que Él tenía una perspectiva muy distinta. Las veía como personas completas, dignas, valiosas y espirituales. Se nota por cómo las sanaba y por cómo perdonó y aceptó a mujeres consideradas ritualmente impuras y socialmente indeseables.

Un ejemplo de curación fue cuando sanó a la suegra de Pedro en sábado:

Él se acercó, la tomó de la mano y la levantó; e inmediatamente se le pasó la fiebre y los servía[9].

Puede que una intervención de esas características en favor de la suegra de un discípulo no nos parezca nada extraordinario hoy en día, pero tal como señala el escritor Ben Witherington:

Aunque había precedentes de rabinos que habían tomado la mano de un hombre y lo habían curado milagrosamente, no hay ninguno de un rabino que hiciera eso por una mujer, y desde luego no en sábado si el acto podía esperar hasta la puesta del sol[10].

Jairo, jefe de una sinagoga y padre de una niña agonizante, le suplicó a Jesús que fuera a su casa. De camino, alguien les salió al encuentro y les dijo que la niña había muerto. Jesús fue de todos modos hasta la casa, tomó la mano de la chiquilla y le dijo: «“¡Muchacha, levántate!” Entonces su espíritu volvió, e inmediatamente se levantó»[11]. Hasta a una niña consideraba Jesús valiosa. Para curarla no vaciló en transgredir la ley mosaica, ya que tocar a un muerto lo volvía a uno ritualmente impuro. Aun así, Jesús la tocó.

Mientras se dirigía a la casa de Jairo, ocurrió otra curación:

Una mujer enferma de flujo de sangre desde hacía doce años se le acercó por detrás y tocó el borde de Su manto, porque se decía a sí misma: «Con solo tocar Su manto, seré salva». Pero Jesús, volviéndose y mirándola, dijo: «Ten ánimo, hija; tu fe te ha salvado». Y la mujer fue salva desde aquella hora[12].

De nuevo, Jesús manifiesta amor y compasión a una mujer saltándose a la torera la Ley. Una mujer que padeciera de hemorragias era considerada ritualmente impura, y al ser tocado por ella, Jesús, estrictamente hablando, se contaminó. No obstante, puso la curación de la mujer por encima de las reglas de purificación ritual.

En otra ocasión, mientras Jesús enseñaba en una sinagoga en sábado, vio a «una mujer que desde hacía dieciocho años tenía espíritu de enfermedad».

«Y andaba encorvada y en ninguna manera se podía enderezar»[13]. Jesús le dijo: «“Mujer, eres libre de tu enfermedad”. Puso las manos sobre ella, y ella se enderezó al momento y glorificaba a Dios»[14].

El jefe de la sinagoga se indignó por que Jesús la hubiera sanado en sábado y declaró:

Seis días hay en que se debe trabajar; en estos, pues, venid y sed sanados, y no en sábado[15].

Jesús respondió llamándolo hipócrita y señalando que la gente en sábado hacía el trabajo de desatar a sus burros y llevarlos a beber. Y agregó:

Y a esta hija de Abraham, que Satanás había atado dieciocho años, ¿no se le debía desatar de esta ligadura en sábado?[16]

Jesús la llamó «hija de Abraham». En ningún otro lugar de las Escrituras se emplea esa expresión. Tampoco en la literatura rabínica. Al llamarla hija de Abraham, Jesús adaptó la expresión usual «hijo de Abraham» y dejó sentado que ella, siendo mujer, era descendiente de Abraham, el padre del pueblo judío, y debía ser tratada como tal. Debía ser considerada una persona completa y valorada como tal; mientras que la típica interpretación de las leyes con respecto al sábado, como se deduce por la reprensión del jefe de la sinagoga, venía a ser que un simple animal de carga valía más. Jesús no solo curó a la mujer, sino que además le devolvió su dignidad. Al darle el título de hija de Abraham, Jesús dio a entender el concepto más amplio de que una mujer, una hija de Abraham, se merecía tanto Su interés y curación como cualquier hombre judío y tenía pleno derecho al legado religioso de su pueblo[17].

Al acercarse a la ciudad de Naín, Jesús se topó con el cortejo fúnebre del único hijo de una viuda. Al ver llorar a la madre, Jesús «se compadeció de ella y le dijo: “No llores”. Acercándose, tocó el féretro; y los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: “Joven, a ti te digo, levántate”. Entonces se incorporó el que había muerto y comenzó a hablar. Y lo dio a su madre»[18]. Ahí se ve cómo se preocupó Jesús por la madre afligida y el gesto de misericordia que realizó en favor de ella. Al restituirle a su hijo, Jesús no solo le devolvió la alegría, sino que también le garantizó un medio de sustento. Es un ejemplo de cómo se preocupa Jesús —y por ende Su Padre— por las mujeres que han perdido a su marido o a sus hijos.

Jesús no solo se relacionaba respetuosamente con las mujeres judías; lo mismo hacía con las extranjeras, como se aprecia en Su encuentro con la samaritana junto al pozo de Jacob. En un viaje de Judea a Galilea, al pasar por Samaria llegó a una ciudad llamada Sicar y se detuvo hacia el mediodía en las afueras mientras Sus discípulos entraban en la ciudad para conseguir algo de comida. Así fue como se sentó junto a un pozo situado en un campo que Jacob le había dado a su hijo José. Entonces se acercó una samaritana para sacar agua del pozo, y Jesús le pidió que le diera de beber. La mujer se sorprendió ante la petición de Jesús por dos motivos: porque Él era un varón (y en aquel tiempo los hombres no solían hablar con mujeres que no conocieran) y porque era judío, ya que los judíos no se trataban con samaritanos[19].

Jesús tuvo un diálogo con la mujer y en el curso del mismo le reveló que sabía que había estado casada múltiples veces y que el hombre con el que vivía no era su marido. Continuando la conversación, le anunció que Él era el Mesías. Cuando regresaron los discípulos, la mujer corrió a la ciudad y le habló a todo el mundo de Jesús:

«Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será este el Cristo?»[20] Y dice que «muchos de los samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por la palabra de la mujer, que daba testimonio […]. Vinieron los samaritanos a Él y le rogaron que se quedara con ellos, y se quedó allí dos días. Muchos más creyeron por la palabra de Él»[21].

Jesús habló con una mujer extranjera, samaritana —a pesar de que los judíos tenían fuertes prejuicios contra los samaritanos—, que vivía con un hombre que no era su esposo. Por consiguiente, era doblemente impura: porque era samaritana y porque era adúltera. Aun así, Jesús no solo habló con ella, sino que además le reveló que Él era el Mesías. Ella después dio testimonio de Él y llevó fruto. Esa descripción de los actos de Jesús nos indica que una mujer —y no solo una mujer, sino una mujer no judía, ritualmente impura y pecaminosa— es apta para dar a conocer el mensaje de Dios.

Al leer la narración de la visita que hizo Jesús a Marta y María nos damos cuenta de que las mujeres no solo son aptas para divulgar el mensaje, como en el caso de la samaritana, sino que pueden ser también discípulas. Cuando Jesús fue a Betania, Marta lo recibió en su casa. Marta «tenía una hermana que se llamaba María, la cual, sentándose a los pies de Jesús, oía Su palabra»[22]. Eso molestó a Marta, que estaba preparando la comida y esperaba que María la ayudara. Jesús le dijo: «Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero solo una cosa es necesaria, y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada»[23].

En Su respuesta, Jesús no subvaloró los esfuerzos de Marta por ser hospitalaria, ni atacó el papel tradicional de la mujer con los quehaceres domésticos, sino que defendió el derecho intelectual y espiritual de María a aprender de Él, y declaró que ese aprendizaje era lo más esencial para cualquier persona que quisiera servirlo[24]. La interpretación de la frase que explica que María, «sentándose a los pies de Jesús, oía Su palabra» es que es una forma de decir que María hacía lo propio de un discípulo. Pablo empleó esa misma expresión cuando contó que antes de su conversión había sido seguidor/discípulo del maestro judío Gamaliel. «Soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero criado en esta ciudad, instruido a los pies de Gamaliel»[25]. A María se la presenta como una discípula que se sienta a aprender a los pies de su maestro. Jesús dice que ella ha escogido «la buena parte», dando a entender que María y otras mujeres que hagan lo mismo se han ganado un lugar entre los discípulos, con los que están de igual a igual.

En Mateo consta que Jesús preguntó a Sus discípulos: «“Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?” Respondiendo Simón Pedro, dijo: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”»[26]. Se considera que esa es una frase clave de los Evangelios, ya que Pedro, en representación de todos los discípulos, declara entender quién es Jesús. En el Evangelio de Juan, cuando Jesús va a Betania porque Lázaro, el hermano de Marta y María, ha muerto, Marta sale a Su encuentro y, en el curso de la conversación, Jesús le dice que Lázaro resucitará. Ella responde: «Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día final»[27]. Al decir eso, expresa la doctrina habitual que enseñaban los fariseos sobre la resurrección de los muertos. Jesús le contesta revelándole algo sobre Sí mismo y Su naturaleza:

«Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en Mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en Mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?»[28] Marta responde: «Sí, Señor; yo he creído que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo»[29].

Cuando Jesús le revela que Él es la resurrección y la vida, Marta responde con una declaración de fe tan contundente como la de Pedro, y que al igual que la de Pedro ha resonado a lo largo de los siglos.

El hecho de que una declaración tan profunda de Jesús sobre Sí mismo estuviera dirigida a Marta y que ella diera una respuesta tan sincera y definitiva como creyente indica que Él estaba dispuesto a instruir a las mujeres en los caminos y misterios de la fe y que ellas son capaces de responder con mucha fe. En pocas palabras, que pueden ser discípulas hechas y derechas[30].

Hasta ahora hemos visto que Jesús manifestó amor y compasión a las mujeres sanándolas o sanando a sus seres queridos. Otra cosa es que no le preocupaba mucho volverse ritualmente impuro tocando a alguien que estaba contaminado por motivo de enfermedad, menstruación, pecado o muerte. Se saltó a la torera la ley mosaica curando a mujeres en sábado y reprendió a un dirigente religioso por poner objeciones a que sanara en sábado a una hija de Abraham. Enseñó a María como se instruye a un discípulo, y cuando le reveló a Marta algo espectacular sobre Sí mismo y Su naturaleza, ella respondió con una declaración de fe similar a la del apóstol Pedro. Esas palabras y acciones de Jesús demuestran que para Él y para Su Padre las mujeres son personas completas e iguales.

En el siguiente artículo hablaremos de las mujeres que aparecen en las parábolas, de las que viajaban con Jesús como discípulas y de las que estuvieron presentes en Su crucifixión y fueron las primeras testigos de Su resurrección.


Nota

Todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.


[1] Lucas 4:18.

[2] Lucas 18:22.

[3] Lucas 14:13,14.

[4] Stanley J. Grenz y Denise Muir Kjesbo, Women in the Church (Downers Grove: InterVarsity Press, 1995), 72.

[5] Deuteronomio 31:12; Josué 8:35.

[6] Joachim Jeremias, Jerusalén en tiempos de Jesús (Madrid: Ediciones Cristiandad, 1977), 372.

[7] Ibíd., 380.

[8] Ibíd., 386,387.

[9] Marcos 1:31.

[10] Ben Witherington III, Women in the Ministry of Jesus (Cambridge: Cambridge University Press, 1983), 67.

[11] Lucas 8:54,55.

[12] Mateo 9:20–22.

[13] Lucas 13:11.

[14] Lucas 13:12,13.

[15] Lucas 13:14.

[16] Lucas 13:16.

[17] Witherington, Women in the Ministry of Jesus, 72.

[18] Lucas 7:13–15.

[19] Juan 4:9.

[20] Juan 4:29.

[21] Juan 4:39–41.

[22] Lucas 10:39.

[23] Lucas 10:41,42.

[24] Witherington, Women in the Ministry of Jesus, 101.

[25] Hechos 22:3.

[26] Mateo 16:15,16.

[27] Juan 11:24.

[28] Juan 11:25,26.

[29] Juan 11:27.

[30] Witherington, Women in the Ministry of Jesus. 109.