Enviado por María Fontaine
noviembre 4, 2011
Es humano juzgar a la gente y situaciones por lo que ven nuestros ojos. Por eso Jesús tuvo que recomendarnos: «No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio»[1]. En otros términos, Jesús nos dice que no juzguemos basándonos en lo que vemos superficialmente o en lo que ven nuestros ojos o lo que oyen nuestros oídos, sino que juzguemos o tomemos decisiones al discernir lo que en realidad es correcto según auténticos valores. Sin embargo, solo podemos hacerlo si estamos sintonizados con la fuente del justo juicio: Dios, el juez justo. A fin de estar en sintonía, tenemos que buscar Su ayuda y Su perspectiva.
Reconozco que muchas veces no juzgo con justo juicio cuando no acudo al Señor y a Su Palabra para que me dé Su perspectiva y me diga cómo ve la situación. A veces he visto mis errores cara a cara como consecuencia de enterarme que alguien falla o tiene éxito en este tema. Si alguien falla, veo lo triste de la situación y me estimula a superarme. Si tiene éxito, veo el camino que me falta por recorrer y también me mueve a mejorar.
Una anécdota que llegó a mis oídos me hizo evaluar mi modo de obrar con respecto a este tema. Tony Campolo contó una experiencia de una amiga suya, que la motivó a ver a la gente de otra forma.
En Navidad, esa amiga iba a Nordstrom, una prestigiosa tienda de departamentos en los EE.UU. en la que se encuentran artículos costosos. No gastaba mucho dinero allí, pero le gustaba mirar, como hace la mayoría de las mujeres. Le encantaban las decoraciones navideñas, ¡y también la música y soñar!
Miraba algunos de los vestidos de la tienda, los más finos y más costosos, cuando notó la presencia de una mujer pobre que salía del ascensor. Tenía la ropa sucia, llevaba las medias enrolladas en los tobillos, y en la mano, una bolsa de las que se llevan al gimnasio. Era evidente que aquella señora indigente estaba fuera de lugar en la tienda y que no podría comprar nada. La mayoría de los vestidos tenían un precio de más de mil dólares y esa señora de ningún modo parecía tener esa cantidad.
La amiga de Tony esperaba que en cualquier momento llegara un vigilante y que sacara a aquella señora de la tienda. En cambio, una vendedora elegante se acercó y le preguntó:
—¿En qué puedo servirle, señora?
—Quiero comprar un vestido —contestó la mujer sin hogar.
—¿Qué clase de vestido? —preguntó la vendedora, en tono cortés y refinado.
—Un vestido de fiesta.
—Ha llegado al lugar indicado. Sígame. Creo que tenemos algunos de los mejores vestidos de fiesta.
La vendedora pasó más de diez minutos mostrándole vestidos que le quedaban bien por el color de sus ojos y ayudándola a ver los que le sentaban mejor según su cutis y preferencia. Luego de elegir tres vestidos que las dos decidieron que serían buenas elecciones, llevó a la señora al probador.
La amiga de Tony observaba con asombro el intercambio. Se dirigió con prisa al probador y entró a una cabina contigua. Luego, acercó una oreja a la pared para escuchar mejor lo que las mujeres hablaban.
Después de diez minutos en los que se probó los vestidos con la ayuda de la vendedora, la señora sin hogar dijo de repente:
—Cambié de opinión. Hoy no voy a comprar un vestido.
—Está bien —respondió con delicadeza la vendedora—. Aquí tiene mi tarjeta. Si vuelve a la tienda de departamentos Nordstrom, espero que pregunte por mí. Será un honor atenderla de nuevo[2].
Campolo señala que es una bella ilustración de cómo Jesús reaccionaría si fuera un vendedor de Nordstrom. Estoy completamente de acuerdo. En mi caso, sin embargo, me pregunté: Si yo hubiera sido esa vendedora, ¿cómo habría reaccionado? ¿Qué tan bueno es mi desempeño al no juzgar por las apariencias ni manifestar parcialidad a quienes se ven o actúan de determinada forma? ¿En qué fundamento mi decisión al decidir a quién hablar acerca del Señor, o incluso quién necesita mis oraciones privadas? ¿Llego a la conclusión de que alguien se ve demasiado pudiente o intimidante? O bien, ¿se ve demasiado pobre o que sería poco probable que llegara a ser discípulo? ¿O se ve demasiado severo o malo, o demasiado cínico o desconfiado? O tal vez se ve feliz, como si no necesitara nada.
No puedo hablar por ustedes, pero muy a menudo y casi sin darme cuenta, juzgo automáticamente según las apariencias. Admiro mucho a esa vendedora que, con un gran nivel profesional, hizo su trabajo al máximo de su habilidad, sin permitir que la apariencia de un cliente influyera en su comportamiento.
Me hizo pensar: Si la gente de carreras laicas puede exhibir esa profesionalidad y ser así de amable con los demás, ¿cuánto más nosotros deberíamos sentirnos motivados a hacerlo? A cada uno de nosotros Jesús nos ama incluso en nuestro peor estado y «menos decoroso». Nos tiende la mano y nos habla con amor al corazón. No podemos encasillarlo ni suponer que sabemos en quien obra el Señor en ese momento cuando decidimos si vamos a relacionarnos con una persona o a hablarle de Su amor. Alguien dijo en una oportunidad: «La madurez espiritual no debería regirse por la cantidad de conocimientos que tengamos, sino por nuestro amor»[3].
Aquella mujer indigente merecía el mismo respeto que todo ser humano. Fue creada a la imagen de Dios, al igual que cualquier otra persona. Solo porque alguien no se comporte o no se vea como esperamos, no significa que a los ojos de Dios no tenga un gran valor. Tengamos en cuenta a Saulo de Tarso, un fariseo con pretensiones de superioridad moral, lleno de odio e ira.
Además, me dio la impresión de que la vendedora podría haber llevado a cabo su tarea de manera profesional, con amabilidad e interés, sin la más mínima invitación para que la señora volviera a verla. Sin embargo, dejó abierta la oportunidad para encuentros futuros.
Jesús quiere que tengamos esa misma actitud referente a la opinión que tengamos de los demás. No deberíamos descartar a nadie solo porque hoy no parece receptivo al mensaje. Aunque su comportamiento no indique que tiene necesidad ni parezca interesado, todos necesitan a Jesús. Todos tienen posibilidades. A veces, es solo cuestión de tiempo.
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