Enviado por Peter Amsterdam
septiembre 14, 2010
Hace poco vi un programa de la televisión británica, ambientado en la primera parte de la Segunda Guerra Mundial. Los nazis habían derrotado a Francia y Gran Bretaña esperaba una invasión inminente. A algunos, la incertidumbre, el temor del futuro y la sensación de que debían cuidar de los suyos, los condujo a actuar de manera que no lo harían en su vida normal cotidiana. Mostraron menos interés por los demás, muchos acapararon provisiones, otros robaron, ¡y otros llegaron a cometer asesinatos!
Otras personas, en contraste, reaccionaron de manera diametralmente distinta. No fueron heroicas por sus hazañas; fueron heroicas por pequeños actos desinteresados. Enfrentaron las dificultades con dignidad. Se ayudaron unos a otros. Se unieron como una comunidad, procuraron el bienestar de sus vecinos y compartieron lo que tenían con quienes pasaban necesidad.
Ver el contraste entre esas dos clases de respuestas hizo que me percatara cabalmente de los desafíos que enfrentamos en épocas difíciles o de incertidumbre, como muchos de nosotros ahora mismo. En épocas de desorientación, cuando cambia el statu quo, cuando todo parece desordenado, es natural que la gente se preocupe por sí misma. Aunque no todos reaccionan de la misma forma, en el caso de algunas personas el instinto humano, egoísta, de preservación, desempeña un papel prominente.
Cuando todo lo que nos rodea es inestable, es natural que nos sintamos desestabilizados. Cuando lo que considerábamos suelo firme empieza a sentirse como arena movediza, el temor puede ser llamativo; nos llega con fuerza un temor al futuro, temor de los cambios actuales o que están por ocurrir. Si dejamos que el temor sea más fuerte que la fe, tiende a disminuir nuestra confianza en el cuidado que brinda Dios. Una vez que ocurre, entonces cobra mayor importancia la sensación de que nosotros debemos tomar el control de los eventos y encargarnos de la situación. Eso no es forzosamente malo, pues por instinto tenemos el impulso de pelear o huir. Ante un peligro respondemos de manera automática con actos de supervivencia. Nos protegeremos a nosotros y a nuestros seres queridos, como deberíamos hacerlo.
El desafío que enfrentamos, sin embargo, es dar con el justo medio entre la naturaleza humana y la naturaleza espiritual. Los cristianos somos nuevas criaturas que tienen más que solo naturaleza humana.[1] El Espíritu de Dios habita en nosotros.[2] Estamos en Jesús y Él está en nosotros.[3] Así pues, nuestras respuestas a las circunstancias y eventos deben ser influenciadas por lo que hay en nuestro interior. Aunque nuestro impulso natural sea el instinto de conservación, el Espíritu puede atenuar esa reacción, de modo que nuestra respuesta sea equilibrada y compatible con la naturaleza de Cristo.[4]
Eso no es fácil, pues nuestra naturaleza humana es tan... bueno, humana. Es nuestra reacción automática. Preocuparnos por alguien o su necesidad, situación o lucha no es lo primero para nosotros. Debido a eso, existe el peligro de minimizar o de ignorar las necesidades de alguien en favor de las nuestras. Cuando esto ocurre, corremos el peligro de dañar a los demás y a nosotros mismos.
Si nos abrimos camino hacia los planes que nos interesan sin tener consideración por quienes nos rodean, lo más probable es que tomaremos decisiones que perjudiquen a otros. Las promesas y los compromisos que hemos hecho quedarán al margen e iremos en pos de lo que sea mejor para nosotros, incluso con el riesgo de perjudicar a otros. Las consecuencias pueden ser amistades dañadas, desilusión, resentimiento y rencor. Los que queden tras nuestro egoísmo sufrirán, debido a que nuestra naturaleza humana invalidó el Espíritu de Dios en nuestro interior.
Cuando eso ocurre, no solo sufren otras personas, nosotros también sufrimos. No forzosamente de forma visible; por lo menos no sucede de inmediato. Sin embargo, nos daña. He leído que si a alguien no le agrada el producto de una empresa, por lo general se lo dirán a otras 50 personas en el curso de su vida. En nuestra vida cristiana, nosotros somos el producto. Si hemos dañado la confianza que alguien depositó en nosotros, debido a que los han perjudicado nuestros actos de supervivencia, es posible que nunca vuelvan a confiar en nosotros plenamente. Y es posible, incluso probable, que van a transmitir a otros esa desconfianza.
Los perjudica a ellos y los perjudica a ustedes.
Satisfacer sus necesidades y las de sus seres queridos no está mal. Sin embargo, como discípulos de Jesús, que están llenos del Espíritu de Jesús, debemos dejar de concentrarnos solo en nuestras necesidades y ver también las de otros. Debemos encontrar el justo medio.
Filipenses 2:4-5 dice: «Cada uno debe velar no sólo por sus propios intereses sino también por los intereses de los demás. La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús». (NVI)
[1] Si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas. (2 Corintios 5:17 RV 1995).
[2] ¿Acaso no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios está en vosotros? (1 Corintios 3:16 RV 1995).
[3] Permaneced en Mí, y Yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en Mí. (Juan 15:4 RV 1995).
[4] El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley. (Gálatas 5:22–23 RV 1995).
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