Enviado por Peter Amsterdam
agosto 21, 2012
En los artículos sobre la humanidad hemos hablado de que Dios creó seres singulares para habitar la tierra: seres hechos a Su imagen y semejanza. Hemos visto que los humanos guardan muchas similitudes con Dios: cuentan con espíritu, son personales, tienen una mente racional, libre albedrío y creatividad. Dios nos infundió íntimamente el aliento de vida. Los humanos fuimos creados con menos atributos que los ángeles y se nos dio dominio sobre la tierra. Sin duda que somos una creación especial, lo que queda demostrado no solamente por la singularidad con que Dios nos creó, sino por el hecho de que envió a Su Hijo a morir por nosotros para que pudiéramos reconciliarnos con Él y vivir con Él eternamente.
Si reflexionamos en que los humanos fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios, podamos entender el sobrecogimiento del rey David cuando dijo: Te alabaré, porque formidables y maravillosas son Tus obras; estoy maravillado y mi alma lo sabe muy bien.[1]
Dado que somos seres racionales, un interrogante que nos asalta es ¿por qué hizo Dios a unos seres tan singulares como los humanos? ¿Por qué fuimos creados y qué finalidad cumplimos?
Las Escrituras no son muy profusas en referencias a lo que motivó a Dios a crear al hombre; sin embargo, lo que dice es tan sencillo como profundo: que Dios creó al hombre para Su gloria.
A todos los llamados de Mi nombre, que para gloria Mía los he creado, los formé y los hice.[2]
Esa simple afirmación nos dice que la finalidad de nuestra vida es glorificar a Dios.
El catecismo de Westminster lo plantea de la siguiente forma:
Pregunta:¿Cuál es el objetivo supremo del hombre?
Respuesta: El objetivo supremo del hombre es glorificar a Dios y gozar de Él para siempre.
J. I. Packer ofrece el siguiente comentario sobre la cita anterior:
Debemos reconocer que Él está en el núcleo de todo y que existimos para Su gloria; es decir que existimos para Él y no Él para nosotros. La única forma de acceder al gozo y satisfacción que nos reporta el ser cristianos es proponiéndonos glorificarlo como el que lo trasciende todo.[3]
En su Catequismo de la Iglesia de Ginebra, Juan Calvino escribió:
Maestro: ¿Cuál es la finalidad suprema de la vida humana?
Académico: Conocer a Dios, quien creó al hombre.
Maestro: ¿Qué argumentos presentas para afirmar eso?
Académico: Que Él nos creó y nos puso en el mundo para ser glorificado en nosotros. Y no cabe duda de que debemos dedicar nuestra vida —de la que Él mismo es el principio— para Su gloria.
Al referirse a la creación final del hombre por parte de Dios, Dietrich Bonhoeffer expresa el propósito de dicho acto de creación:
El hombre es la obra suprema de la autoglorificación de Dios. El mundo fue creado para Dios y exclusivamente para Su honor, y el hombre es el más preciado receptáculo, el espejo mismo del Creador. Todo sucede enteramente para gloria y honor de Dios, el Creador.[4]
¿Qué significa glorificar a Dios?
Para empezar, el término gloria tiene dos usos generalizados en la Biblia. Uno dice relación con la gloria intrínseca de Dios, que es la luz resplandeciente que rodea Su presencia al manifestarse Él en Su creación. Se emplea como expresión externa de Su excelencia.[5]
J. Rodman Williams lo expresa de la siguiente forma:
¿Qué es, entonces, la gloria de Dios? Tal vez la mejor respuesta es que la gloria divina es el esplendor radiante y la formidable majestad de Dios mismo; [...] el efluvio [emanación, irradiación] del esplendor y majestad que se emite en cada aspecto del Ser Divino y en cada una de Sus acciones. [...] En relación con el Ser Divino, la gloria de Dios es semejante a una aureola [nimbo o halo de esplendor] que emana de Él y lo envuelve.[6]
Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento se hace referencia a dicha luz.
¡Bendice,alma mía, al Señor! Señor, Dios mío, mucho te has engrandecido; te has vestido de gloria y de magnificencia: el que se cubre de luz como de vestidura, que extiende los cielos como una cortina.[7]
El sol nunca más te servirá de luz para el día ni el resplandor de la luna te alumbrará, sino que el Señor te será por luz eterna y el Dios tuyo será tu esplendor. No se pondrá jamás tu sol ni menguará tu luna, porque el Señor te será por luz eterna.[8]
Y alzando los querubines sus alas, se elevaron de la tierra ante mis ojos. Cuando ellos salieron, también las ruedas se elevaron al lado de ellos, y se detuvieron a la entrada de la puerta oriental de la casa del Señor; y la gloria del Dios de Israel estaba por encima, sobre ellos.[9]
Se les presentó un ángel del Señor y la gloria del Señor los rodeó de resplandor, y tuvieron gran temor.[10]
Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte alto. Allí se transfiguró delante de ellos, y resplandeció Su rostro como el sol, y Sus vestidos se hicieron blancos como la luz.[11]
En ella no vi templo, porque el Señor Dios Todopoderoso es su templo, y el Cordero.[12]
Esa luz de la gloria divina es exclusivamente propiedad de Dios.
Mi honra no la daré a otro.[13]
Los principales términos hebreos traducidos del Antiguo Testamento con la palabra gloria significan honra, abundancia, dignidad, valía, reverencia, resplandor, emisión de luz, majestuosidad, esplendor y belleza.
En el Nuevo Testamento la principal palabra traducida como gloria en referencia a Dios es doxa, que significa esplendor, brillantez, magnificencia, excelencia, primacía, dignidad, majestuosidad, algo propio de Dios, la soberanía que ostenta como rey y autoridad suprema, majestad en el sentido de perfección absoluta de la deidad, la excelencia interior o personal absolutamente perfecta de Cristo, una condición en exceso gloriosa, un estado de exaltación superlativo.
Esos términos y significados son los que se emplean en la Escritura para describir la sublimidad de la gloria de Dios.
La segunda acepción general que se da al término gloria es la de honor o reputación excelente.[14] En los casos en que se emplea de esa forma no se refiere a la gloría intrínseca de Dios, sino que más bien describe la honra que se le debe. Este es el sentido en que se emplea cuando alude a que los seres humanos fueron creados para glorificar a Dios.
La Palabra dice que todo lo que hagamos debemos hacerlo para la gloria de Dios. También nos instruye que glorifiquemos a Dios en cuerpo y en espíritu.
Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios.[15]
Habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios.[16]
La esencia del hombre se compone de lo material y lo inmaterial, que juntos conforman la persona cabal. Cuando la Escritura nos dice que debemos glorificar a Dios en cuerpo y espíritu, puede entenderse como una pauta para glorificarlo con todo nuestro ser —tanto interna como externamente, tanto en lo físico como en lo espiritual— en todo lo que hacemos y somos. Significa que nuestras acciones, nuestra interacción con los demás, así como también nuestro ser y todos los aspectos de nuestro fuero interno o espiritualidad deben glorificarlo.
¿En qué sentidos podemos hacer esto? Abordemos algunos.
En nuestro fuero interno o vida interior podemos tener profunda conciencia de Dios y de todo lo que es y ha hecho. Podemos recordar Sus atributos, Su poder y Su amor. Podemos contemplar la majestuosa creación en toda su belleza y magnificencia. Podemos apreciar profundamente la bondad que ha manifestado a toda la humanidad y reconocer que Él ama a cada persona. Podemos quedarnos anonadados de la gracia y misericordia que nos ha concedido por medio de la salvación. Podemos regocijarnos de que hemos sido adoptados en Su familia por medio del sufrimiento y la muerte de Cristo en la cruz. Podemos acoger con profunda humildad el hecho de que el Espíritu Santo more dentro de nosotros.
Podemos entender que es un ser personal y que nos ha creado a nosotros también con esa característica para que podamos mantener una relación con Él. Podemos cultivar y estrechar constantemente esa relación. Podemos amarlo, expresarle nuestra gratitud, comunicarnos con Él en oración y escucharlo por los diversos medios con que Él se comunica con nosotros.
Podemos alabarlo. Por definición, los términos hebreo y griego que se tradujeron como alabanza, en esencia nos indican que concedamos a Dios la alabanza que exigen Sus cualidades, hechos y atributos; que lo bendigamos y adoremos, que le expresemos nuestra gratitud, aprecio y elogio. Podemos manifestar regularmente nuestra admiración, agradecimiento, respeto reverencial, reconocimiento y amor al presentarnos delante de Él con humildad y con conciencia de que estamos ante un Dios sublime, magnífico y amoroso.
Podemos tomar conciencia de que en Su Palabra Dios nos ha hablado acerca de Sí mismo; nos ha dicho que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Nos ha explicado cómo es, qué ha hecho y cómo podemos reconciliarnos con Él, cómo recibirlo, cómo hacer para que Su Espíritu more en nosotros. Por medio de Su Palabra nos enseñó a conocerlo y amarlo, a confiar en Él, y nos reveló lo que le agrada. Nos manifestó Su amor, Su fidelidad y Su desvelo por nosotros. Por ende, podemos conocerlo, amarlo, depender de Él y dar crédito a Su Palabra, confiando en ella y obedeciéndola.
En nuestro fuero interno, en nuestro espíritu, podemos glorificar a Dios recordando en todo momento quién es y lo que significa: que es el Ser Supremo que nos creó, que sabe todo sobre nosotros y sobre todo lo demás; y que a pesar de lo majestuoso que es, nos ama y ansía tener una relación personal con nosotros. Cuando le preguntaron a Jesús cuál era el mandamiento más importante —o dicho de otro modo, cuál es la misión más importante que tenemos los seres humanos en la vida—, respondió:
Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas.[17]
Se nos manda amar a Dios y por ende glorificarlo desde nuestra vida interior, con nuestra alma/espíritu, con nuestra mente racional y con todas nuestras fuerzas.
Matthew Henry, comentarista de asuntos bíblicos, escribió:
Debemos amar a Dios con todo el corazón, debemos contemplarlo como lo más sublime, que encierra en Sí mismo la afabilidad, perfección y excelencia infinitas; como Aquel con quien tenemos la mayor de las obligaciones, tanto en gratitud como en interés.
Refiriéndose a nuestro cometido Dios de glorificar, J. I. Packer señala:
La oscilación entre ver en Dios la gloria y darle la gloria es la auténtica realización de la naturaleza humana en su esencia, que además proporciona gozo supremo tanto al hombre como a Dios (Sofonías 3:14–17).[18]
En nuestra vida exterior podemos glorificar a Dios por medio de nuestras actos.
Lo glorificamos cuando observamos lo que nos manda Su Palabra, cuando vivimos con arreglo a ella y llevamos a efecto los preceptos bíblicos en nuestras acciones cotidianas.
Dado que somos seres personales que mantienen una relación con Dios, también podemos seguirlo pidiéndole en oración que nos guíe y cumpliendo con lo que nos indique. Cada uno de nosotros es diferente y el Señor es capaz de darnos a cada uno instrucciones personalizadas. Lo honramos al pedirle que nos guíe y al seguir Sus indicaciones por fe.
Damos gloria a Dios llevando una vida que refleje Su amor y los preceptos de Su Palabra. Esta nos señala que hagamos brillar nuestra luz delante de los demás para que vean lo que hacemos y cómo vivimos, y puedan sentir Su amor y glorificarlo por ello. Los demás observan las relaciones sanas que mantenemos con ellos y la vida que llevamos en consonancia con los preceptos de Su Palabra, y eso influye en ellos para bien.
También glorificamos a Dios ante los demás al testificar, al contar nuestro testimonio personal, al explicarles cómo ha obrado Dios en nuestra vida y nuestro corazón, al repartir folletos o dar clases o informar a la gente por cualquier medio sobre Dios y el amor que alberga por cada persona.
Lo glorificamos cuando ayudamos a quienes padecen necesidad, a las viudas y los huérfanos, a los carenciados, a los pobres; cuando damos de nosotros mismos de manera que se refleje el amor e interés que tiene Dios por los demás.
Cuando rezamos y le pedimos ayuda —ya sea para nosotros mismos o para otras personas—, cuando invocamos Sus promesas y nos afirmamos sobre ellas, cuando le pedimos que nos guíe, también damos gloria a Dios. Con ello reconocemos que Él se interesa y se preocupa por nosotros y damos fe de la verdad de Su Palabra y la confiabilidad de Sus promesas. Reconocemos nuestra necesidad y declaramos por medio de nuestras oraciones que confiamos en que las escuchará y las responderá. Lo honramos al confesarle nuestros pecados y reconocer que hemos obrado mal y que necesitamos que nos perdone.
Glorificamos a Dios cuando amamos al prójimo como a nosotros mismos;[19] cuando tratamos a los demás como querríamos que nos trataran a nosotros;[20] cuando amamos de hecho y en verdad;[21] y cuando amamos, obedecemos y rendimos culto a Dios y hacemos lo que nos manda, pues eso es el todo del hombre.[22]
Todas las actividades de la vida también deben realizarse con el objeto de tributar a Dios reverencia y honra y proporcionarle placer, que equivale a glorificarlo en sentido práctico (1 Corintios 10:31).[23]
Entender que Dios nos creó para que lo glorificáramos debería instarnos a hacer todo lo posible por llevar una vida que le dé esa gloria. Sin embargo, vivir una vida que glorifique a Dios no es un ejercicio que favorece solo a unas de las partes; no significa que todos los beneficios le tocan a Él. Hay bendiciones que recibirán tanto en esta vida como en la otra quienes lo glorifiquen.
Me mostrarás la senda de la vida; en Tu presencia hay plenitud de gozo, delicias a Tu diestra para siempre.[24]
El que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo sino hacedor de la obra, este será bienaventurado en lo que hace.[25]
Bienaventurado todo aquel que teme al Señor, que anda en Sus caminos. Cuando comas el trabajo de tus manos, bienaventurado serás y te irá bien.[26]
Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.[27]
Yo [Jesús] he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia.[28]
Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene poder sobre estos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con Él mil años.[29]
El Señor desea que llevemos una vida que lo glorifique, que cuente con Su bendición y que a su vez otorgue bendición a los demás. Comprendiendo eso, los cristianos tenemos ocasión de cumplir el propósito de nuestro Creador en esta vida y vivir con Él eternamente en plenitud y felicidad, siempre dándole la gloria que se merece.
«Señor, digno eres de recibir la gloria, la honra y el poder, porque Tú creaste todas las cosas, y por Tu voluntad existen y fueron creadas».[30]
[1] Salmo 139:14.
[2] Isaías 43:7.
[3] Entrevista con J. I. Packer, Founders Ministries.
[4] Dietrich Bonhoeffer, Dietrich Bonhoeffer Works, Vol. 3, Creation and Fall (Minneapolis: Fortress Press, 1997), p. 72.
[5] Wayne Grudem, Systematic Theology, An Introduction to Biblical Doctrine (Grand Rapids: InterVarsity Press, 2000), p. 221.
[6] J. Rodman Williams, Renewal Theology, Systematic Theology from a Charismatic Perspective, Vol. 1 (Grand Rapids: Zondervan, 1996), p. 180.
[7] Salmo 104:1,2.
[8] Isaías 60:19,20.
[9] Ezequiel 10:19.
[10] Lucas 2:9.
[11] Mateo 17:1,2.
[12] Apocalipsis 21:23.
[13] Isaías 48:11.
[14] Wayne Grudem, Systematic Theology, An Introduction to Biblical Doctrine (Grand Rapids: InterVarsity Press, 2000), p. 200.
[15] 1 Corintios 10:31.
[16] 1 Corintios 6:20.
[17] Marcos 12:30.
[18] J. I. Packer, Glory, del libro Concise Theology (Carol Stream: Tyndale House Publishers, 1993), p. 59.
[19] Jesús le dijo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas» (Mateo 22:37–40).
[20] Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos, pues esto es la Ley y los Profetas. (Mateo 7:12).
Pórtense con los demás como quieren que los demás se porten con ustedes. (Lucas 6:31, BLPH).
[21] Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad (1 Juan 3:18).
[22] El fin de todo el discurso que has oído es: Teme a Dios y guarda Sus mandamientos, porque esto es el todo del hombre (Eclesiastés 12:13).
[23] J. I. Packer, Glory, del libro Concise Theology (Carol Stream: Tyndale House Publishers, 1993), p. 60.
[24] Salmo 16:11.
[25] Santiago 1:25.
[26] Salmo 128:1,2.
[27] Mateo 6:6.
[28] Juan 10:10.
[29] Apocalipsis 20:6.
[30] Apocalipsis 4:11.
Traducción: Felipe Mathews y Gabriel García V.
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