Enviado por Peter Amsterdam
octubre 16, 2012
Ya vimos que tanto el «pecado original» como los pecados que cometemos todos los días, afectan nuestro status legal ante Dios. Todo pecado que cometemos es una ofensa contra Su santidad; independientemente de lo grave o venial que sea, somos transgresores, y por ende, culpables ante Dios. En ese sentido, pues, todo pecado es igualmente grave.
Sin embargo, en otro sentido, aunque todos nuestros pecados nos hacen legalmente culpables ante Dios, algunos son peores que otros dependiendo de las consecuencias de los mismos. Eso se debe a que algunos deshonran a Dios en mayor medida o pueden perjudicarnos más a nosotros mismos o a otras personas y tener consecuencias más dañinas o amplias.
Jesús dio a entender que algunos pecados son más graves que otros cuando le dijo a Pilato que el que lo había traicionado tenía mayor pecado.
Respondió Jesús: «Ninguna autoridad tendrías contra Mí si no te fuera dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha entregado, mayor pecado tiene».[1]
Judas tenía un mayor conocimiento de la verdad que Pilato. Por ende le era atribuible una mayor responsabilidad y su pecado era mayor.
Otro ejemplo de distintos grados de pecado se encuentra en el libro de Ezequiel, en un pasaje en que Dios le habla de los pecados que se van cometiendo en el templo y al describirlos, cada uno de ellos escalonadamente resulta ser es peor que el anterior.
Me dijo entonces: «Hijo de hombre, ¿no ves lo que estos hacen, las grandes abominaciones que la casa de Israel hace aquí para alejarme de Mi santuario? [...] Pero vuélvete, y verás aún mayores abominaciones». […] Me dijo luego: «Entra, y ve las malvadas abominaciones que estos hacen allí». Entré, pues, y miré, y vi toda forma de reptiles y bestias abominables, y todos los ídolos de la casa de Israel, que estaban pintados por toda la pared en derredor. Y delante de ellos había setenta hombres de entre los ancianos de la casa de Israel [...], cada uno con su incensario en su mano; y subía una nube espesa de incienso. Me dijo: «Hijo de hombre, ¿has visto las cosas que los ancianos de la casa de Israel hacen en tinieblas [...]? Porque dicen ellos: “El Señor no nos ve. El Señor ha abandonado la tierra”». Me dijo después: «Vuélvete, verás que estos hacen aún mayores abominaciones». Me llevó a la entrada de la puerta de la casa del Señor, que está al norte [...]; y vi a unas mujeres que estaban allí sentadas llorando a Tamuz [deidad sumeria de la primavera y la floración]. Luego me dijo: «¿No ves, hijo de hombre? Vuélvete, verás aún mayores abominaciones que estas». Me llevó al atrio de adentro de la casa del Señor, y vi que junto a la entrada del templo del Señor, entre la entrada y el altar, había unos veinticinco hombres, con sus espaldas vueltas al templo del Señor y con sus rostros hacia el oriente, y adoraban al sol, postrándose hacia el oriente.[2]
La Biblia también manifiesta la diferencia que existe entre los pecados que cometemos de forma deliberada y desafiante —con pleno conocimiento de estar obrando mal— y aquellos en que incurrimos por ignorancia o sin tener conciencia de que lo que hacemos es pecado. Describe los primeros como actos que se realizan con soberbia o con desafío; a los segundos los califica de involuntarios. En el Antiguo Testamento, los pecados cometidos con soberbia eran reprendidos con severidad, mientras que los que se hacían indeliberadamente podían ser perdonados mediante la ofrenda de un sacrificio.
Pero la persona que haga algo con soberbia, sea el natural o el extranjero, ultraja al Señor; esa persona será eliminada de en medio de su pueblo.[3]
Diles: Cuando alguna persona peque involuntariamente contra alguno de los mandamientos del Señor sobre cosas que no se han de hacer, y hace alguna de ellas [...] ofrecerá al Señor por el pecado que ha cometido, un becerro sin defecto, como expiación.[4]
Las Escrituras establecen una diferencia entre el pecado deliberado, cometido sin remordimiento ni arrepentimiento, y los pecados que se cometen involuntariamente y sin premeditación —ya sea por negligencia o en momentos de debilidad y fragilidad humana— de los que uno se arrepiente y por los que pide perdón a Dios.
El teólogo Wayne Grudem explica:
Es fácil ver que ciertos pecados tienen consecuencias mucho más graves para nosotros mismos, para los demás y para nuestra relación con el Creador. Si yo codiciara el auto de mi vecino, eso sería un pecado ante Dios. En cambio, si esa codicia me lleva a robarle el auto, se trataría de un pecado mucho más grave. Si además, durante el robo me pongo a pelear con mi vecino y lo lesiono, o hago daño a otra persona conduciéndolo imprudentemente, el pecado sería más grave aún. [...] Nuestra conclusión es, entonces, que en términos de consecuencias y en términos de la medida de desagrado que le ocasionen a Dios, algunos pecados sin duda son peores que otros.[5]
Louis Berkhof escribió:
Los pecados cometidos a propósito, con plena conciencia de mal que se hace, y con deliberación, son peores y más imputables que los que derivan de la ignorancia, de una concepción errónea de algo o de la debilidad de carácter. Con todo, estos últimos también son pecados efectivamente y nos inculpan ante Dios.[6]
Los cristianos no estamos condenados a causa de nuestros pecados, pues la muerte de Jesús en la cruz propició que se nos perdonasen los pecados. Sin embargo, eso no significa que no pequemos, que pecar no tenga importancia o que no vayamos a sufrir las consecuencias de nuestros pecados en esta vida, por el daño que producen en nuestra relación con Dios o el que causan a otras personas o a nosotros mismos.
En el caso de nosotros, los cristianos, el pecado no afecta nuestro status legal ante Dios. Somos salvos, somos hijos Suyos por adopción, miembros de Su familia, y eso no podemos perderlo; no somos condenados.
Ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús.[7]
No obstante, el pecado desagrada a Dios. Él no deja de amarnos, al igual que nosotros no dejamos de amar a nuestros hijos cuando desobedecen o se portan mal. Puede que sintamos un distanciamiento de ellos cuando desobedecen adrede y que tengamos que aplicarles alguna disciplina; sin embargo, no dejan de ser nuestros hijos ni dejamos de amarlos. Es similar a lo que siente Dios en relación a nosotros cuando pecamos. Si bien no deja de ser nuestro Padre ni deja de amarnos, nuestra relación con Él en alguna medida sufre un poco y se produce un distanciamiento con Él.
Cuando los niños desobedecen o se portan mal, sus padres esperan que se disculpen y hagan algo por remediarlo cuando la circunstancia lo amerite. Aunque la mala conducta puede tener sus consecuencias, el que el niño reconozca que ha obrado mal y se disculpe contribuye a reparar el daño producido en la relación entre él y su padre o madre. Lo mismo vale para nuestra relación con Dios. Él espera que cuando pequemos le pidamos perdón. Dado que Jesús ya pagó por todos nuestros pecados, pedir perdón no incide en nuestra salvación; es más bien una forma de reparar el daño que nuestros pecados producen en nuestra relación con Dios. Cuando Sus discípulos le pidieron que les enseñara a orar, Jesús les refirió el «Padre Nuestro», que incluye la frase:
Danos hoy el pan nuestro de cada día. Y perdónanos nuestros pecados.[8]
Jesús dijo a Sus primeros discípulos que rogaran al Padre que les perdonara sus pecados; nosotros, Sus discípulos actuales, debemos hacer lo mismo.
La Escritura también nos enseña que el amor que Dios tiene por nosotros, Sus hijos, lo lleva a disciplinarnos por nuestro propio bien a fin de que participemos de Su santidad.
El Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, no hijos. Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos? Y aquellos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero este para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad. Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que por medio de ella han sido ejercitados.[9]
Los cristianos debemos abrigar el deseo de crecer en la fe y cultivar nuestra relación con el Señor. El pecado obstaculiza nuestro crecimiento espiritual y perjudica nuestra relación con Dios, lo que nos afecta negativamente en esta vida y también tiene posibles repercusiones en la otra.
El tema central no es nuestra culpabilidad legal, pues eso ya lo dirimieron la muerte y resurrección de Jesús. Ya se nos ha otorgado la vida eterna por medio de Cristo.
De cierto, de cierto os digo: El que oye Mi palabra y cree al que me envió tiene vida eterna, y no vendrá a condenación, sino que ha pasado de muerte a vida.[10]
Sin embargo, la vida que llevamos en la tierra tiene incidencia en nuestra vida en el más allá, como lo demuestran las Escrituras al referir que compareceremos ante el tribunal de Cristo.
Es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo.[11]
Todos compareceremos ante el tribunal de Cristo, pues escrito está: «Vivo yo, dice el Señor, que ante Mí se doblará toda rodilla, y toda lengua confesará a Dios». De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí.[12]
La Biblia nos enseña que hay grados de recompensas para quienes son salvos y que la vida que llevamos incide en esas recompensas.
Si alguien edifica sobre este fundamento con oro, plata y piedras preciosas, o con madera, heno y hojarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta, porque el día la pondrá al descubierto, pues por el fuego será revelada. La obra de cada uno, sea la que sea, el fuego la probará. Si permanece la obra de alguno que sobreedificó, él recibirá recompensa. Si la obra de alguno se quema, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque así como por fuego.[13]
Se presentó, pues, el primero de ellos y dijo: «Señor, tu capital ha producido diez veces más». El rey le contestó: «Está muy bien. Has sido un buen administrador. Y porque has sido fiel en lo poco, yo te encomiendo el gobierno de diez ciudades». Después se presentó el segundo criado y dijo: «Señor, tu capital ha producido cinco veces más». También a este le contestó el rey: «Igualmente a ti te encomiendo el gobierno de cinco ciudades».[14]
La vida que llevamos con arreglo a la voluntad de Dios, nuestra relación con Él, los momentos en que decidimos pecar o abstenernos de hacerlo, el fruto que damos... todo eso tiene efecto en nuestra vida actual y también en la venidera. Como cristianos, pues, debemos vigilar bien nuestros pensamientos y acciones para tratar de vivir como Dios espera de nosotros. No estamos ni estaremos nunca libres de pecado, pero sí podemos esforzarnos por no pecar y podemos pedir a Dios periódicamente que nos perdone cuando lo hacemos.
Reconciliarnos con Dios por medio de Jesús, recibir el perdón de nuestros pecados, ser redimidos, es el obsequio más grandioso que podamos recibir, un obsequio personal directamente de la mano de Dios. No solo transforma nuestra vida hoy, sino para la eternidad. Es un don que cada uno de nosotros ha recibido y que se nos ha pedido que transmitamos a los demás. Es la buena nueva que se nos ha encomendado que anunciemos a los demás para que ellos también puedan verse libres de los grilletes del pecado y convertirse en hijos de Dios, el eterno y misericordioso Dios, lleno de gracia y amor.
[1] Juan 19:11.
[2] Ezequiel 8:6, 9–16.
[3] Números 15:30–31.
[4] Levítico 4:2–3.
[5] Grudem, Wayne: Teología sistemática: Una introducción a la doctrina bíblica, Vida, 2007.
[6] Berkhof, Louis: Teología sistemática, Libros Desafío, 1998.
[7] Romanos 8:1.
[8] Lucas 11:3–4 (NBLH).
[9] Hebreos 12:6–11.
[10] Juan 5:24.
[11] 2 Corintios 5:10.
[12] Romanos 14:10–12.
[13] 1 Corintios 3:12–15.
[14] Lucas 19:16–19 (BLPH).
Traducción: Felipe Mathews y Gabriel García V.
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