Enviado por Peter Amsterdam
septiembre 17, 2013
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El hacer Tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y Tu ley está en medio de mi corazón[1].
Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por Ti, oh Dios, el alma mía[2].
Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento[3].
Este es el amor a Dios, que guardemos Sus mandamientos; y Sus mandamientos no son gravosos[4].
El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio. No hay ley que condene estas cosas[5].
El primer valor fundamental de La Familia Internacional es pasión por Dios. Está expresado así:
Pasión por Dios. Amamos a Dios de corazón, con nuestra alma, nuestra mente y nuestras fuerzas. Ansiamos tener una relación personal e íntima con Jesús, emular cada vez más Sus atributos y vivir Su amor.
Empleamos palabras para comunicar pensamientos y sentimientos. Es importante escoger las palabras adecuadas para expresar nuestros valores. Si además entendemos lo que quieren decir esas palabras, nos resultará más fácil verbalizar e interiorizar el significado de esos valores. Examinemos la frase pasión por Dios.
Pasión por Dios es una afirmación muy potente. Una de las definiciones de pasión es entusiasmo intenso o afición vehemente a algo. Por eso, cuando decimos que estamos apasionados por Dios declaramos abrigar un intenso entusiasmo por Dios, una afición vehemente a Él.
Algunos sinónimos de pasión son emoción, celo, deleite, fervor, deseo, hambre, sed, ilusión, convicción, impulso. Cuando decimos que estamos apasionados por Dios nos referimos a que tenemos anhelo, hambre, sed y apetito de Dios, a que sentimos un entusiasmo por Él que nos motiva, un ardor, una emoción y, por supuesto, amor.
Cuando le preguntaron a Jesús: «De todos los mandamientos, ¿cuál es el más importante?», en Su respuesta se percibe mucha intensidad. Dijo: «Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas»[6]. Esa es una declaración sumamente apasionada. Los cristianos estamos llamados a amar a Dios con todo nuestro ser, con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerzas. Se nos insta a manifestar un amor abundante, profundo y cabal, un amor total que implica darlo todo, el 100% y más.
Ansiamos disfrutar de una estrecha relación personal con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios tiene un carácter relacional. Se comunica, ama, interactúa con nosotros; y en la medida en que respondemos, llegamos a conocerlo mejor.
Decimos que Dios tiene una naturaleza relacional porque es trino —tres personas en una—: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Existen en relación mutua. Dios es un ser relacional y, como tal, busca relacionarse con nosotros. Habiendo sido creados a Su imagen, nosotros también somos seres relacionales.
La hermosa relación que tuvo Dios con Adán y Eva en el Edén sufrió menoscabo luego que optaran por pecar. Una vez que el pecado entró al mundo, Dios —que es santo— ya no podía mantener la misma relación personal con los seres humanos. El pecado dañó la relación que teníamos con Dios y nos separó de Él. Por eso Él hizo posible la salvación por medio de Jesús. Quiere recomponer la relación que se quebró a raíz del pecado; quiere que volvamos a gozar del vínculo que teníamos con Él. Anhela relacionarse con nosotros, porque nos ama.
Tan apasionado es Dios en Su deseo de trabar relación con nosotros que envió a Su único Hijo, Jesús, con la misión de que sacrificara Su vida en la cruz y así salvara la brecha que existía entre Él y la humanidad. Tal es la magnitud del amor que abriga por nosotros. Así de intenso es Su deseo de relacionarse con nosotros. Él ama apasionadamente a la humanidad. Te ama a ti con pasión. Nos ama apasionadamente a todos. Y con esa misma pasión nosotros ansiamos relacionarnos con Él, tal como dice el versículo: «Nosotros lo amamos a Él porque Él nos amó primero»[7]. Podríamos parafrasear ese concepto y decir que lo amamos con pasión porque Él nos amó primero con pasión. Nosotros reflejamos Su misma pasión.
Para comunicar el profundo amor y la pasión que siente por nosotros, Dios empleó en la Biblia un lenguaje y una simbología en la que se revela a Sí mismo como casado con nosotros. Dijo: «El que te hizo es tu esposo; Su nombre es el Señor Todopoderoso»; «para quedar casados a Jesús, que después de morir resucitó; de este modo, podremos dar una cosecha agradable a Dios»; «como el gozo del esposo con la esposa, así se gozará contigo el Dios tuyo»[8]. Estas y otras metáforas conyugales describen la pasión que Dios siente por nosotros. Reflejan la apasionada unión de corazón, mente y espíritu que Él desea que haya con cada uno de nosotros.
San Agustín declaró: «Enamorarse de Dios es el mayor idilio que existe; buscarlo, la mayor de las aventuras; encontrarlo, el mayor logro del ser humano».
El amor que le tenemos concita en nosotros el deseo de forjar una profunda relación con Él. Además, es necesario que pongamos empeño en fortalecer esa relación. Así pues, hemos asumido el compromiso de dedicar ratos a comunicarnos con Él por medio de la oración, leer Su Palabra, escuchar cuando nos habla y prestar atención a lo que nos dice. Él es parte integral de nuestra vida, y lo que nos diga tiene importancia.
Conforme cultivamos nuestra relación con Él, llegamos a conocerlo mejor y nos vamos pareciendo más a Él. Empezamos a comprender lo que le gusta y lo que no. Nos esforzamos por hacer las cosas que le agradan y, a medida que lo hacemos, nos vamos transformando. Nuestra relación con Él nos cambia. Así es el amor, ¿no es cierto?
Yo amo entrañablemente a mi esposa, y como sé que le disgusta que deje ropa tirada en el suelo, no lo hago. Aunque mi reacción natural sea lanzar mi ropa a un rincón de la alcoba, por el amor que siento por ella he dejado de hacerlo. Valoro la relación que tenemos, y como sé que se pone contenta cuando no tiro la ropa al suelo, he cambiado mi conducta por ella. El amor que le tengo y el que ella me tiene a mí han cambiado mi manera de actuar. De igual manera, a medida que vamos profundizando en nuestro conocimiento del Señor y va aumentando el amor que le profesamos, modificamos nuestro comportamiento, nuestras actitudes y nuestras acciones, porque lo amamos y valoramos la relación que tenemos con Él.
Al entender la pasión que siente Dios por nosotros, nos volvemos conscientes de Su deseo de entablar también relación con otras personas. Cuando caemos en la cuenta de la pasión con que ama a quienes no lo conocen aún, sentimos el impulso de hacer todo lo posible por contarles a los demás que existe un Ser que los ama profundamente y quiere formar parte de su vida. La pasión divina se convierte entonces en nuestra misión.
David, nuestro fundador, lo expresó en términos muy contundentes:
¿Tienes la misma pasión arrolladora que motivó al apóstol Pablo, a todos los apóstoles y mártires y a todo gran hombre o mujer de fe, esa compasión irresistible que debe motivar a todo hijo de Dios en todo lo que haga y diga, dondequiera que se encuentre, con quien sea que esté? El gran y fanático apóstol Pablo lo condensó en estas célebres palabras que han brotado del corazón de todo cristiano auténtico en toda buena obra que haya realizado y por las cuales está dispuesto a morir: «El amor de Cristo me apremia» (2 Corintios 5:14, NBJ)[9].
Es el amor que abrigamos por Cristo y por Dios el que nos impulsa, nos obliga, nos urge, nos compele y nos insta a:
Como seguidores de Cristo, una de nuestras metas es imitarlo. Queremos adoptar Su manera de ser y Sus atributos. A medida que nuestra relación con Él se va desarrollando, nos volvemos mejores, manifestamos sanas actitudes, seguimos una buena ética, nos conducimos con integridad, vivimos Sus palabras. Cuando nos volvemos más como Él, Él brilla a través de nosotros; y entonces, cuando los demás nos ven emularlo, ven algo de Dios, aunque no sean conscientes de ello.
¿Cómo podemos cultivar una relación íntima con Dios? He aquí algunas pautas:
Tal pasión no es pasiva. Apasionarse por algo significa actuar. La pasión supone acción.
Los que sentimos pasión por Dios actuamos en consecuencia. Sacamos tiempo para Él, aunque eso signifique madrugar más o renunciar a alguna actividad agradable. Optamos por las cosas que contribuyen a estrechar nuestra amistad con Él. Si deseas esa pasión, pide a Dios diariamente que te la infunda. Es una oración que Él se deleita en responder.
Y recordemos que toma tiempo cultivar un amor profundo. Nuestro amor a Dios y nuestra confianza en Él van cobrando fuerza a medida que percibimos en nuestra vida diaria Su fidelidad, Sus gestos de amor y bendición, Su provisión para nuestras necesidades y particularmente Su gracia y reconfortante poder en los momentos de prueba y aflicción.
Muchos se consideran desapasionados en cuanto a su relación con Dios. No sienten una pasión física o emocional, lo que los puede llevar a pensar que su grado de apasionamiento es insuficiente. En nuestra vida espiritual, no todos experimentamos sensaciones intensas o eufóricas; hay quienes tienen esa inclinación y hay quienes no la tienen. No es preciso abrigar sentimientos apasionados para saber que uno ama profundamente a Dios o para aceptar Su llamamiento. Los sentimientos no son una buena vara para medir la pasión. No se trata de sentir algo por dentro. Lo importante es que nuestra pasión nos mueva a actuar, que nos inste a dar pasos por Él, que nos energice para ser mensajeros de las Buenas Nuevas entre quienes nos rodean.
No nos compliquemos, pues, tratando de determinar si tenemos o no pasión. Conforme vayamos cultivando una estrecha relación con Dios —un vínculo de amistad e intimidad—, nuestra pasión aumentará; y en la medida en que aumente, haremos espontáneamente las cosas que Él nos pide. Nuestra pasión se hará manifiesta en nuestra determinación o firme propósito de seguirlo, como algunos de los grandes misioneros de Dios que resolvieron jugarse su vida y su ministerio confiando en las promesas de Dios, sin hacer caso de los sentimientos.
Les reproduzco enseguida un párrafo muy conmovedor de Wesley Duewel sobre este punto:
Todas las demás pasiones se agregan a nuestra pasión por Jesús o emanan de ella. La pasión por las almas nace de la pasión por Cristo. La pasión por las misiones se edifica sobre la pasión por Cristo. El peligro más grave para un cristiano, sea cual fuere el rol que desempeñe, es la falta de pasión por Cristo. La ruta más directa para renovarse personalmente y lograr mayor eficacia es una nueva y devoradora pasión por Jesús. ¡Señor, danos esa pasión, cueste lo que cueste![10]
Terminaré con una bella súplica de Amy Carmichael en la que pide pasión:
Dame amor que bien me encamine
y fe que ante nada se incline,
esperanza que no se trunque,
pasión que como llama alumbre.
No quiero ser vano terrón;
para Tu fuego hazme carbón.
Aunque tan solo tengas una chispa de fe, un amago de deseo de acercarte a Dios, Él puede soplar sobre esas ascuas parpadeantes que hay en tu corazón y avivarlas hasta que estallen en ¡una hermosa llama deslumbrante que refleje el calor y la pasión del poderoso amor de Dios!
¡Que crezca en todos nosotros nuestra pasión por Dios!
[1] Salmo 40:8.
[2] Salmo 42:1,2.
[3] Mateo 22:37,38.
[4] 1 Juan 5:3.
[5] Gálatas 5:22,23 (NVI).
[6] Marcos 12:28–30 (NVI).
[7] 1 Juan 4:19.
[8] Isaías 54:5 (NVI); paráfrasis de Romanos 7:4 (DHH); Isaías 62:5.
[9] Tomado de «Sé entusiasta: Fuego para hablar de Dios», Conéctate, año 1, nº2.
[10] Ardiendo para Dios, Editorial Unilit, 1995.
Leído por Gabriel García Valdivieso. Traducción: Gabriel García V. y Jorge Solá.
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