El autoestopista que cambió una nación

Enviado por María Fontaine

mayo 10, 2014

Los eventos escritos por Dios en la Biblia son tan numerosos que suelen omitir los pensamientos y afectos de las personas cuyas vidas fueron plasmadas en sus páginas. Pero el estudio de sus vivencias y de las elecciones que hicieron nos ofrece una vislumbre de lo que pensaron y sintieron. Tal es el caso de Felipe, uno de los primeros evangelistas. Podemos ver los acontecimientos en su vida, descritos en Hechos 8:26-40, desde varios puntos de vista, y el siguiente fue uno de los que se me ocurrió mientras meditaba en ese pasaje de las Escrituras.

Corría el año 34 después de Cristo. El martirio de Esteban había producido una escalada de persecución y había obligado a muchos cristianos a abandonar Jerusalén. Entre los que habían huido a la contigua ciudad de Samaria se encontraba Felipe. A pesar de la malquerencia entre judíos y samaritanos, Felipe recordaba a la mujer samaritana que Jesús había conocido junto al pozo. El deseo de conocer la verdad aún era visible en los ojos de los habitantes de la ciudad a quienes aquella mujer había convencido de venir y ver a Jesús[1].

Felipe les habló a los habitantes de Samaria sobre el Mesías y las maravillas y milagros que había presenciado. Muchos llevaron a los enfermos y afligidos por espíritus malignos y le rogaron que orara por ellos. Los milagros que ocurrieron motivaron a muchos a convertirse en seguidores de Jesús. Cuando las noticias de lo ocurrido en Samaria llegaron a Jerusalén, otros discípulos se unieron a él para ayudar en esa nueva obra.

Pero a mi parecer, Felipe estaba a punto de experimentar una alegría aún mayor que el regocijo de las multitudes. El Señor le pidió a Felipe que dejara atrás los emocionantes sucesos en Samaria y se embarcara en una nueva misión.

Una vez más, Felipe demostró que la actividad de mayor prevalencia en su vida era seguir a Jesús y hacer discípulos. Tomó sus bártulos y salió de viaje. Casi puedo imaginar la conversación entre Felipe y la Persona que más amaba en el mundo. Habría sido algo así:

—Señor, ¿a dónde quieres que me dirija? He escuchado que en las playas de Jopa hace un clima estupendo —silencio como única respuesta—. Está bien. ¿Qué me dices de Cesarea? Es un largo viaje, pero estoy dispuesto a hacer lo que sea.

Las ciudades y países al sur de Jerusalén aún desconocían del Evangelio de Jesús, por lo que la respuesta del Señor obligó a Felipe a dar un paso de fe aún mayor que el de dirigirse a Samaria.

—Quiero que te dirijas a Jerusalén y tomes el camino que conduce a Gaza —fue la respuesta del Señor[2].

Aquellas instrucciones apuntaban a una misión desconocida, pero Felipe había decidido obedecer. Lo más probable es que esperara dirigirse a un emocionante campo de misión donde predicaría ante grandes multitudes y haría milagros aún más portentosos. A fin de cuentas, había seguido las instrucciones del Señor de ir a Samaria y todo había salido de maravilla.

De modo que Felipe se hizo al camino. Pero las horas se convirtieron en días. Lo más probable es que Felipe se preguntara de dónde saldrían las multitudes a las que llevaría el Evangelio. Finalmente, en la distancia de aquel paraje desolado y bajo el ardiente sol, divisó a un par de personas que descansaban a la sombra de una formación rocosa. Pero al acercarse, suspiró. No se trataba más que de un pequeño carruaje.

—¿Es este el motivo por el que me has traído hasta aquí, Señor? ¿He transitado por caminos desérticos y bajo un sol abrasador para encontrar un pequeño carruaje? Cualquiera podría haberle dado testimonio de Ti. No creo que una persona necesite muchos milagros.

A medida que se acercaba, pudo ver claramente a un distinguido caballero africano de ricas vestiduras sentado junto a su adormilado chofer. Los elegantes caballos golpeaban la tierra con impaciencia.

El caballero estaba inmerso en el estudio de un pergamino. Al acercarse, Felipe cayó en la cuenta de que el pergamino le era familiar. Conocía de memoria las palabras que el hombre recitaba en voz alta: «Como oveja a la muerte fue llevado; y como cordero mudo delante del que lo trasquila, así no abrió Su boca»[3].

El hombre se encontraba tan inmerso en la lectura que ni reparó en la presencia de Felipe junto al carruaje.

—Supongo que te preguntarás el significado de esas palabras, ¿verdad? —indagó Felipe.

El sorprendido etíope clavó la mirada en el hombre que al parecer había aparecido de la nada. Pero sus palabras le causaron gran curiosidad y lo invitó a acompañarlo en el carruaje hacia su destino en Gaza.

Al cabo de poco los dos conversaban animadamente. El eunuco etíope le hacía preguntas a Felipe mientras estudiaba el pergamino y consideraba las explicaciones de su nuevo tutor. Felipe le habló con emoción de sus vivencias con el Mesías: los muchos milagros, el amor incondicional, las sabias palabras llenas de sencillez, la muerte y resurrección de Jesús.

No queda sino imaginar al hombre de Etiopía proclamar con sorpresa:

—He estudiado estas palabras antes y su significado había sido un misterio hasta ahora. Sin embargo, han cobrado vida gracias a un hombre que ni siquiera es erudito. ¿Qué debo hacer para poseer la llave que abrirá la puerta a tantas verdades? ¿Cómo descubro lo que solo Jesús puede revelarme: la respuesta a todos mis interrogantes?

Felipe le explicó que el primer paso consistía en creer en Jesús y que la mejor manera de declarar su fe era mediante el bautizo. En ese momento pasaban junto a un lago o estanque y el etíope solicitó ser bautizado.

Ahora bien, cuando una misión ha concluido conviene tener la perspicacia de saberlo. Las palabras de Felipe habían avivado el fuego del cristianismo en el corazón del eunuco, que resultó ser un importante asesor de la reina de Etiopía. El eunuco ya tenía en su posesión las Escrituras. El apóstol Felipe había encendido la llama de la fe y el conocimiento, y el etíope estaba dispuesto a propagarla a todos los que quisieran participar de su nuevo entendimiento.

En ese momento el Señor culminó la experiencia del eunuco con la confirmación de que había ocurrido un milagro. Cuando Felipe y el etíope salían del agua, el apóstol sencillamente se evaporó. Se encontraban en un terreno desértico y árido donde se divisaban con claridad kilómetros a la redonda. ¡El apóstol sencillamente había desaparecido!

La Historia confirma que al parecer los esfuerzos de aquel etíope cimentaron una de las primeras ramas del cristianismo en África. Lo que es más, continúa hasta el día de hoy.

Felipe se encontró en la ciudad que hoy en día se conoce como Azoto, a cientos de kilómetros del lugar donde conoció al etíope. Cabe imaginar que se preguntara si la experiencia no había sido más que un sueño o espejismo producto del calor. Pero no podía negar que su deseo de seguir a Jesús y brindar a otros lo necesario para convertirse en Sus discípulos era la fuerza más importante de su vida.

La Biblia recuenta que Felipe —en vez de volver a Samaria— continuó recorriendo diversas ciudades para hablarles a otros del Mesías. Hechos históricos indican que el peregrinaje de Felipe lo llevó hasta Asia Menor o lo que hoy en día se conoce como la parte asiática de Turquía, donde continuó haciendo discípulos y enseñándoles a predicar el Evangelio.

No cabe duda que descubrió el ilimitado potencial de hacer discípulos donde sea que dirija el Señor. En ocasiones mediante la enseñanza paciente y tranquila, mientras que en otras —como en el caso del etíope— en la culminación de la obra del Espíritu de Dios en la vida de una persona.

Jesús fue un hombre de acción. Su Espíritu en nosotros nos mueve a divulgar Su mensaje por el mundo y guiar a otros a Él y enseñarles a comunicar el mensaje de Su vida.

Nunca sabremos lo que nos deparará cada día ni qué acciones iniciarán una reacción en cadena de almas ganadas, discípulos conquistados y vidas transformadas a medida que continuamos haciendo nuestra parte para enseñar a otros.


Felipe y el eunuco de Etiopía

 26 Un ángel del Señor habló a Felipe, diciendo: Levántate y ve hacia el sur, por el camino que desciende de Jerusalén a Gaza, el cual es desierto.

 27 Entonces él se levantó y fue. Y sucedió que un etíope, eunuco, funcionario de Candace reina de los etíopes, el cual estaba sobre todos sus tesoros, y había venido a Jerusalén para adorar,

 28 volvía sentado en su carro, y leyendo al profeta Isaías.

 29 Y el Espíritu dijo a Felipe: Acércate y júntate a ese carro.

 30 Acudiendo Felipe, le oyó que leía al profeta Isaías, y dijo: Pero ¿entiendes lo que lees?

 31 Él dijo: ¿Y cómo podré, si alguien no me enseñare? Y rogó a Felipe que subiese y se sentara con él.

 32 El pasaje de la Escritura que leía era este: «Como oveja a la muerte fue llevado; y como cordero mudo delante del que lo trasquila, así no abrió Su boca.

 33 »En Su humillación no se le hizo justicia; más Su generación, ¿quién la contará? Porque fue quitada de la tierra Su vida.»

 34 Respondiendo el eunuco, dijo a Felipe: Te ruego que me digas: ¿de quién dice el profeta esto; de sí mismo, o de algún otro?

 35 Entonces Felipe, abriendo su boca, y comenzando desde esta escritura, le anunció el evangelio de Jesús.

 36 Y yendo por el camino, llegaron a cierta agua, y dijo el eunuco: Aquí hay agua, ¿qué impide que yo sea bautizado?

 37 Felipe dijo: Si crees de todo corazón, bien puedes. Y respondiendo, dijo: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios.

 38 Y mandó parar el carro; y descendieron ambos al agua, Felipe y el eunuco, y le bautizó.

 39 Cuando subieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe; y el eunuco no le vio más, y siguió gozoso su camino.

 40 Pero Felipe se encontró en Azoto; y pasando, anunciaba el evangelio en todas las ciudades, hasta que llegó a Cesarea.

(Hechos 8:26-40; RV 1960)


[1] Juan 4:4-42.

[2] Hechos 8:26.

[3] Isaías 53:7.

Traducción: Sam de la Vega y Antonia López.

 

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