Enviado por María Fontaine
junio 28, 2014
Cuando aceptamos el desafío de ser deliberadamente embajadores de Jesús y cumplir la misión que Él ha encomendado a cada uno de nosotros, podemos esperar que no nos quedaremos cruzados de brazos y sin empleo. Cuando aceptamos la oferta del Señor de acompañarlo en Su misión de transformación, podemos estar seguros de que ocurrirán cosas buenas. Descubriremos que el Señor hará lo necesario a fin de crear oportunidades para que testifiquemos y también hará que nos sintamos satisfechos y nos dará alegría al ser una bendición para otras personas.
Por motivos de salud no puedo salir mucho. Así pues, el Señor literalmente trajo a alguien a mi puerta y me dijo: «Lo he traído aquí para que lo ayudes a conocerme de una manera más profunda, a fin de que pueda entender Mi gran amor por él». Jesús conocía el corazón de ese joven mucho antes de que yo lo viera, y en el momento que a Él le pareció perfecto, Dios le dio respuestas a algunas preguntas profundas que le preocupaban.
Todo comenzó hace varios meses, cuando un hombre que nos ha hecho algunos trabajitos ocasionalmente trajo a su sobrino, a quien llamaremos José. José estaba de visita en casa de su tío mientras arreglaba asuntos de su trabajo. Como su estadía se prolongó inesperadamente, y tenía poco que hacer mientras esperaba, había venido a nuestra casa para ayudar a su tío en su trabajo.
De inmediato me agradó aquel joven simpático de 25 años. Esperaba verlo al día siguiente, pero no se presentó. Lo vi de nuevo después de que transcurrió más de un mes. Esa vez, el Señor me dijo en concreto que quería que encontrara la forma no solo de testificar a José, sino de hablar con él de temas más profundos, y que no dejara eso para después, pues a veces tengo tendencia a postergar, con tantas cosas que debo atender.
En vista de esa clara instrucción, después de hablar brevemente con José y mencionar algo acerca de que Dios es muy bueno con nosotros o algo parecido para que supiera que soy una persona que tiene fe, le dije que si él alguna vez quería hablar de algo, me encantaría que viniera de visita. Respondió que le encantaría, y eso me confirmó que el Señor abría la puerta para que diera otro paso y le comunicara mi fe. Así pues, acordamos que unos días después pasaría por nuestra casa.
Así comenzó una serie de visitas que fueron muy satisfactorias para mí y, como José expresó más adelante, valiosas para él. Esas doce horas a lo largo de un período de dos semanas resultaron ser una experiencia espléndida, pues llegué a conocer algo de las alegrías, dolor, búsqueda y necesidad de respuestas que estuvieron ocultas en el corazón de José. Él sinceramente trataba de obedecer a Dios. Quedé impresionada al ver que José había elegido ver la mano de Dios en lo que le había ocurrido y que procuraba entender a dónde lo dirigía Dios por medio de sus experiencias. Lo que necesitaba era un entendimiento más profundo de la verdad, y el ánimo y la motivación para avanzar en su relación con el Señor.
Permítanme contarles algunos puntos destacados de las charlas con José. Lo haré al reconstruir algunas de nuestras conversaciones guiándome por mis notas y lo que recuerdo. Al principio habló con vacilación, pero en cada visita se sintió más cómodo. Con el tiempo, empezaron a surgir muchas preguntas y sensaciones profundas, algunas que José nunca le había comunicado a nadie.
Acompañados de una pequeña merienda, empezamos a conversar y a conocernos.
José contó:
—Mi infancia fue muy difícil. Mi padre era alcohólico y no estaba mucho en casa. Al final, se fue para siempre. Mi madre no parecía preocuparse mucho por nosotros, los niños. Fui el único varón. Tengo cuatro hermanas. Y cuando tenía cinco o seis años, tuve que empezar a trabajar a fin de tener dinero para comer. Aunque sí iba al colegio, también tenía que trabajar, y a menudo era muy difícil que tuviéramos lo suficiente para comer. Además, en el colegio la situación no era muy agradable, porque casi siempre estaba cansado, y con frecuencia se burlaban de mí por ser tan pobre.
Cuando le pregunté a José qué religión tuvo al crecer, respondió:
—Era católico, pero no disponía de mucho tiempo para la religión. De adulto seguí siendo católico, pero dejé de asistir a la iglesia cuando me casé, pues mi esposa no tiene ninguna religión. Sin embargo, tengo fe en Dios, procuro obrar bien y ayudar a la gente. Cuando tenía catorce años, mi familia se mudó a otra ciudad. Desde entonces, he tenido diversos empleos y he pagado mis estudios de seis años en la universidad. Mi vida ha sido solo trabajo, estudios, trabajo, estudios, tratando de mantenerme al día y ganar el dinero suficiente para salir adelante, pagar mis clases y casarme. Sin embargo, al estar fuera de casa por los últimos meses, he tenido mucho tiempo libre. Esta es la primera oportunidad que he tenido de pensar mucho.
Cuando habló de su matrimonio, resultó claro que tenía interrogantes acerca de cómo debía ser esa unión. Dado que al parecer jamás había estado en una situación en la que viera de cerca un matrimonio sólido y feliz, había en él un vacío para recibir ayuda con respecto a ese tema. Así pues, hablamos de los elementos de un matrimonio exitoso, duradero: reconocer que el matrimonio requiere trabajo y atención, no marcha solo; un gran compromiso de seguir casados, aun en las épocas difíciles; no tener expectativas poco realistas de cómo debe ser el marido o la esposa basándose en lo aprendido de la televisión o las películas; estar dispuestos a hacer concesiones; la necesidad de ser muy pródigos con el aprecio y muy parcos con la crítica; la importancia de la buena comunicación; la necesidad de procurar que haya una sensación de seguridad, amistad y confianza; darse cuenta de que, aunque habrá problemas, se pueden superar; trabajar para crear una atmósfera de respeto entre los dos; la necesidad de que haya una base de apoyo de fe fuera del matrimonio, es decir, amigos creyentes que los apoyen y oren con ustedes y que tal vez los asesoren o guíen cuando sea necesario.
Eso y la mayor parte de lo que hablamos en las conversaciones siguientes, en cierto modo parecía ser nuevo para él. Estaba ansioso de escuchar lo que yo le decía. En mi caso, quedé fascinada cuando me contó sus experiencias y vi que la mano de Dios obraba en su vida. Esa primera charla fue una oportunidad para que hablara de sí mismo, que contara lo que quisiera, y para que yo tratara de entender cómo podría ayudarlo más.
Aunque él sabía poco de temas doctrinales, de su propia religión u otra, era muy perspicaz acerca de temas espirituales que a otras personas a veces les cuesta digerir. No le costaba creer, por ejemplo, en milagros y en la comunicación con Dios. A menudo eso ocurre con quienes han sido educados en el catolicismo.
Cuando terminó aquel primer encuentro, me preguntaba si él se interesaría en volver. Sin embargo, antes de que pudiera mencionar el tema, sugirió que tal vez podríamos volver a conversar pronto.
Había dedicado tiempo con anticipación para pensar y orar sobre los temas que José me había mencionado y para preguntar al Señor qué debía hacer a continuación. Descubrí, sin embargo, que no tenía que mencionar nada; el Señor ya lo había arreglado. José se había preparado y tenía temas de los que quería hablar. Esa vez, al poco rato la conversación llegó al tema de los pobres.
—Creo que es importante que hagamos todo lo que esté a nuestro alcance a fin de ayudar a otros —propuso José.
Confirmé sus ideas sobre ese tema. Le dije que creo que siempre hay algo que podemos dar a los demás, lo más importante es pedir a Dios —por medio de la oración—, que ayude a esas personas. Sin embargo, aunque la oración es sumamente importante, la gente también necesita recibir de nosotros algo que pueda ver y sentir. Necesita que nuestro amor y preocupación se manifiesten de maneras tangibles. Se puede hacer mucho, por poco que sea lo que tenemos.
Había pedido al Señor que me diera las claves específicas para llegar al corazón de José. Todavía no estaba segura del motivo por el que el Señor puso en mi camino a aquel joven en particular, y quería estar en sintonía con las necesidades y preguntas que pudiera tener. Descubrí que a veces, cuando se busca una clave que haga surgir los temas más importantes, se deben hacer algunas preguntas generales y poner atención a la respuesta. Así que le pregunté:
—A tu juicio, ¿cuál es el propósito de los seres humanos en esta Tierra? A fin de cuentas, ¿para qué estamos aquí?
Hizo una pausa antes de responder. Era evidente que reflexionaba. Luego, con voz pausada y triste, respondió:
—La verdad es que no lo sé. Eso me pregunto cada noche antes de ir a la cama.
Mientras intentaba abrir la puerta que conducía a lo que necesitaba José, ¡él prácticamente la derribaba desde dentro!
—Al principio pensé que casarme con quien ahora es mi esposa era mi misión en la vida…
Su voz se fue apagando. En aquel silencio momentáneo, en el que estuvo pensativo, se notaba que José se había dado cuenta que había algo más que eso.
Continué con una idea relacionada a mi pregunta anterior:
—¿Recuerdas algo que has hecho y que te ha dado una alegría grande y duradera, en contraste con una felicidad momentánea? ¿Algún momento en que te pareció que habías logrado algo, o que habías hecho algo de lo que verdaderamente te sientes orgulloso o que es duradero? ¿Quizá algo que te hizo entender mejor por qué estás aquí y de qué se trata la vida? La unión con tu esposa podría ser parte de eso.
Se quedó un rato en silencio, reflexionando en esa idea. Luego exclamó:
—¡Sí, es verdad! ¡Ahora lo entiendo! Mi esposa es profesora de enseñanza media. Da clases de agricultura. Y desde que estamos juntos, ella ha llegado a entender a sus alumnos, sus necesidades y problemas de una manera más profunda que antes, pues siempre hablamos de cada uno de sus alumnos y ella me pide consejo.
Continuó con entusiasmo:
—Además, trabajé cuatro años en una gasolinera y traté de ayudar a la gente de alguna forma. El jefe me apreciaba porque siempre ayudaba a las ancianas y trataba de facilitarles las cosas a todos. Algunos me contaban que iban a esa gasolinera solo porque yo trabajaba allí. Al parecer le caía bien a mucha gente. En mi cumpleaños varios clientes habituales me daban tarjetas de cumpleaños y me felicitaban. No sé cómo sabían que era mi cumpleaños, pero me sentía bien al ver que apreciaban mis esfuerzos por ayudarlos. Creo que siempre busco formas de ayudar a la gente. Disfruto haciéndolo. Había una pequeña tienda junto a la gasolinera. El encargado de la tienda me daba los sándwiches que quedaban del día anterior en las máquinas. Al salir del trabajo iba al parque y buscaba a quienes parecían pasar hambre y les daba los sándwiches.
Al entender más el corazón de José, vi más razones por las que Dios me había permitido estar en contacto con él. Aquel joven, sumamente ocupado con su trabajo y estudios, igual encontraba tiempo para hacer algo por los pobres y las personas sin hogar. Su corazón compasivo lo había conducido a ayudar a otros, aunque tuviera que hacerlo solo.
José continuó:
—Cuando estaba en la universidad conocí a algunas familias de inmigrantes pobres que necesitaban aprender el nuevo idioma, así que me ofrecí a enseñarles. Me alegré de ayudar a quienes de otro modo no habrían recibido la asistencia que necesitaban.
Comenté:
—José, creo que tal vez ya cumples una parte importante de tu propósito en la vida al ser amable, generoso, bondadoso, preocupado y atento a las necesidades de la gente; lo que pasa es que no te has dado cuenta de la importancia que tiene lo que haces. Eso es lo que te hace más feliz, cuando haces algo que vale la pena, que marca una diferencia en la vida de alguien. El tiempo y energía que dedicas a otras personas las hace mejorar, porque les da una señal de que alguien se interesa, y por lo tanto, que puede ser que Dios se interesa. Además, haces muy feliz a tu Padre celestial al hacer aquello para lo que te ha creado. ¿Sabías que los dos mandamientos que Jesús dijo eran los más importantes, y que están registrados en la Biblia, son amar a Dios de todo corazón, con toda el alma, la mente y las fuerzas, y amar a tu prójimo como a ti mismo?
»Así pues, cuando conoces a alguien y tratas de ayudarlo, haces lo que hizo Jesús. La Biblia nos dice que “anduvo haciendo el bien”[1]. Jesús nos dijo claramente cuál era Su misión en la vida —y la que debería ser la nuestra— cuando dijo: “Como el Padre me ha enviado, así también Yo los envío”[2]. Jesús fue enviado a este mundo para amar a todas las personas, y Él nos pide que lo ayudemos en esa tarea.
»¿Por qué Dios pone ayudar a otros como máxima prioridad? Me parece que se debe a que una de las mayores necesidades que tiene la gente es que alguien la ayude a llevar sus cargas, sus pesos. La mayoría de la gente siente la necesidad de recibir amor y atención, de que se le valore por ser quien es. Quiere que otros manifiesten aprobación y respeto. Cuando ofrecemos todo eso, ¡hacemos algo importante por la gente! ¡Y por Dios!
»Dios es muy amoroso, quiere que todas Sus criaturas sientan Su amor. Por medio de Sus hijos quiere manifestar ese amor por ellas. Si tienes la disposición de ser Su representante, de valerte de tus manos y pies para manifestar amor y compasión a los demás, Él está muy feliz y trabajará conjuntamente contigo. Hará todo lo posible para mejorar tus esfuerzos.»
José parecía asimilar todo eso con aire pensativo, como si jamás lo hubiera visto de esa manera. Luego, contó:
—Un día, me encontraba en la gasolinera y llegó una señora a la que siempre ayudo a poner gasolina en su auto para que esa tarea le resulte más fácil; ella me esperó quince minutos. Puso un anillo en mi mano; creo que era su anillo de boda. Se había enterado que me iba a casar y dijo que quería darme las gracias entregándome ese anillo para mi esposa. Comprendí que aunque en este mundo hay mucho de malo, hacer algo bondadoso parecía sacar a relucir la bondad en otras personas y motivarlas a hacer un poco más de bien.
Continuó:
—Cuando me dedicaba a los estudios y el trabajo, ofrecía ayuda a unos ancianos. Les cortaba el césped y hacía diversos trabajitos en su casa. Estaban muy solos y necesitaban que alguien conversara con ellos, y yo estaba feliz de hacerlo. Más adelante, me sentí muy bien, pues ellos ofrecieron darme referencias para mi búsqueda de empleo. Lo que dijeron fue tan conmovedor que se me saltaron las lágrimas. Apreciaron muchísimo lo que había hecho por ellos.
Además de su espíritu servicial y bondadoso, José parecía tener un don que acentuaba su tierna solicitud. Le dije:
—José, me parece que Dios te ha dado el don de la empatía. Eso es lo que te ayuda a ser comprensivo y reflexivo. Te ayuda a entender a la gente de una manera profunda. Es un don estupendo, y la gente es muy bendecida por ello. Sin embargo, cuando muchas personas te buscan y te cuentan sus problemas, penas y dolores, eso puede ser un peso muy grande para ti. Supongo que llevar toda esa carga, además de tus problemas y dolor, a veces puede hacer que sufras un colapso.
José asintió y siguió escuchando con atención. Añadí:
—Por eso es muy importante que tengas una relación fuerte, cercana y personal con Dios, el mejor portador de cargas, quien te ayudará a llevar esos pesos. Desempeñas un papel muy importante, sirves a las personas al escucharlas, entenderlas y ser generoso con ellas. Esa es la parte que tú desempeñas. La parte que hace Dios es lo que tú no puedes hacer: cambiar una situación. Tu parte consiste en ayudarlas, comprenderlas y señalarles el camino hacia Jesús; y como Él tiene un gran amor y un poder sobrenatural, puede darles consuelo, ayuda y mejorar su situación. Puedes hablar con Jesús acerca de todas esas personas y orar por ellas; entonces, Él las ayudará de modo que se sientan menos solas, o menos enfermas o menos cargadas con esos problemas. Así trabajas conjuntamente con Él.
Daba la impresión de que José asimilaba todo eso como si tocara algo que estuviera reprimido en su interior. Le dije:
—Todo eso es una carga muy grande para que la lleve una sola persona… Siempre cuentas con el apoyo de Jesús. Quiere ser tu mejor amigo. Puedes hablar con Él de lo que sea. Él se interesa y quiere saber todo de ti y de las necesidades de otros, porque entonces puede ayudarte a llevar la carga. Mientras más te esfuerces por comunicarte con Él, la carga se volverá menos pesada. Él puede indicarte qué decir y hacer. Luego, podrás hacer más, y con menos preocupación y presión.
El tiempo voló y cuando José se disponía a partir se veía pensativo. Esa vez, al ofrecerle que volviéramos a conversar, no hubo vacilación sino una expectativa clara en el tono de su voz cuando preguntó:
—¿Cuándo conversamos de nuevo?
Esa noche, el Señor me dijo: «Lo que José más necesita es darse cuenta de que quiero escucharlo, que me intereso por él. Sé cuáles son sus cargas y estoy dispuesto a llevarlas. Una vez que se dé cuenta de que puede acudir a Mí y que lo apoyaré, que estoy más cerca que un hermano, rápidamente nuestra relación se volverá más profunda. El que lo escuches lo ayuda a darse cuenta de que Yo lo escucho.»
Estén pendientes. En la segunda parte de este artículo se revela un dolor secreto de José.
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