Disciplinas espirituales: La confesión

Enviado por Peter Amsterdam

julio 15, 2014

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[The Spiritual Disciplines: Confession]

Un conocido proverbio escocés afirma que «la confesión es saludable para el alma», y así es. Cuando procuramos profundizar nuestra relación con el Señor para vivir una vida centrada en Dios, confesar nuestros pecados desempeña un papel importante.

La disciplina espiritual de la confesión está relacionada con los pecados que cometemos después de habernos salvado. Cuando aceptamos a Jesús como Salvador nuestros pecados quedan perdonados y por ende quedamos justificados ante Dios y tenemos certeza de nuestra salvación[1]. En Su gran amor por la humanidad, Dios dispuso una vía para reconciliarnos con Él. Esa vía es el sacrificio de Su Hijo, Jesús, que dio Su vida para que pudiésemos nacer de nuevo como integrantes de la familia de Dios. La salvación cambió nuestra relación con Él. Ahora es nuestro Padre[2]. Somos parte de Su familia por la eternidad.

Sin embargo nacer de nuevo no significa que ya no pecamos o que cuando lo hacemos nuestros pecados no tienen consecuencias. El pecado tiene efectos negativos en nuestra vida y en la de los demás, y sobre todo, en el daño que hace a nuestra relación personal con Dios. El pecado abre una brecha en nuestra relación con nuestro Padre. La confesión repara esa brecha. La rectificación requiere un esfuerzo de nuestra parte. Es similar al esfuerzo que debemos hacer para restaurar una relación con otra persona a quien hemos herido u ofendido.

La disciplina de la confesión es el medio para contrarrestar el efecto que tienen nuestros pecados en nuestra relación con Dios. Si no reparamos periódicamente el daño confesando nuestros pecados, corremos el riesgo de endurecernos en nuestro corazón y espíritu y de que nuestra relación con Él se vuelva más distante. Como escribió Juan MacArthur:

He visto a cristianos —justificados, perdonados y que gozan de seguridad eterna— que sin embargo se han endurecido, se han vuelto impenitentes e insensibles al pecado. A causa de ello carecen de gozo porque no tienen una relación íntima y amorosa con Dios. Mediante una barricada de pecados no confesados se han alienado de ese gozo y relación con Dios[3].

En el Padrenuestro, Jesús nos insta a pedir al Padre que perdone nuestros pecados[4]. No nos dice que recemos repetidamente por justificación, pues eso lo obtuvimos al salvarnos[5]. En cambio, nos muestra una forma de restaurar nuestra relación personal con Dios cuando esta se ha quebrado o se ha visto afectada por nuestros pecados. Cuando el rey David pecó gravosamente, su relación con Dios se quebró y su pecado lo distanció de Él. Su oración fue la siguiente:

No me alejes de Tu presencia ni me quites Tu santo Espíritu[6]. Le pide a Dios que lo restaure: Devuélveme la alegría de Tu salvación[7].

Confesar nuestros pecados y pedir a Dios que nos perdone es el camino a esa restauración. Cuando venimos delante de Él y admitimos que hemos pecado, cuando le pedimos perdón y mostramos arrepentimiento de corazón, la brecha queda reparada y se restaura la relación afectada. Somos limpiados de nuestra injusticia y estamos en condiciones de volver a comulgar con la justicia, que es Dios mismo.

Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad[8].

No debemos ver la confesión como algo negativo o desagradable, pues la consecuencia positiva de confesar nuestras transgresiones es el perdón. Dios desea perdonarnos y la confesión es la vía por la que recibimos Su misericordia y compasión. Su perdón nos refresca el espíritu al renovarse nuestra relación, amor y amistad con Él.

Lo que significa la confesión

El término griego que significa pecado es hamartia (se pronuncia jamartia), que significa errar el blanco, obrar mal o desviarse. Como cristianos no queremos desviarnos del camino de la rectitud o errar el blanco. Nuestro objetivo en la travesía de la vida es andar cerca de Jesús y no apartarnos de Él. Cuando pecamos, nos desviamos. Confesar nos devuelve al camino. La confesión es una expresión de nuestro amor y deseo de tener una relación estrecha con Él y permanecer unidos a Él.

En el Nuevo Testamento el término que hace referencia a confesar nuestros pecados es homologeo (se pronuncia tal como se escribe), que proviene de una combinación de los términos homos —que significa «lo mismo»— y lego, que significa «hablar». Dicho de otro modo, significa decir lo mismo, convenir. Cuando confesamos nuestros pecados decimos lo mismo que Dios acerca del pecado. Convenimos con Él en la condena al pecado y reconocemos que al pecar hemos actuado en contra de Dios personalmente, en contra de Su Palabra y Su naturaleza. Admitimos que pecar está mal y que hemos actuado de manera que lo ofende. Implica reconocer que llamamos a estas cosas por el mismo nombre por el que las llama Él: envidia, celos, lujuria, odio, engaño, codicia, ira, glotonería, adulterio, etc.[9]

Entraña reconocer que esas acciones repugnan a Dios y que al hacerlas menoscabamos nuestra relación con Él. Convenimos en que por causa de los pecados del hombre, incluidos los nuestros, Jesús sufrió la tortura y la muerte en la cruz. Confesar es reconocer que esas cosas están mal, que las hemos hecho, que hemos ofendido a Dios, que nos arrepentimos y que necesitamos Su perdón. Expresa también que comprendemos que cuando confesamos nuestros pecados, en Su amor y misericordia, Dios nos perdona.

Charles Spurgeon señaló que como hijo de Dios no venimos delante de Él a confesar como lo hace un inculpado o criminal ante un juez. Más bien, como hijos Suyos, acudimos a nuestro Padre amoroso, quien desea perdonarnos.

Hay una distinción clara entre confesar un pecado como inculpado y hacerlo como un niño. El regazo del Padre es el lugar para las confesiones penitentes. Aunque hemos sido purificados de una vez por todas, es preciso que nuestros pies sean lavados de la suciedad que contraemos en nuestro diario andar como hijos de Dios[10].

Al confesar nuestros pecados reconocemos y admitimos nuestra culpa. Afirmamos que independientemente de la persona a quien hemos herido, hemos pecado contra Dios, ante quien debemos dar cuenta, que nos pesa profundamente haberlo hecho y que procuramos Su perdón.

La confesión consiste en reconocer nuestros pecados específicos y reclamarlos como propios. La siguiente anécdota lo expresa muy elocuentemente:

Un consejero trataba de ayudar a un hombre que se presentó durante una reunión de evangelización.

—Soy cristiano —dijo el hombre— pero hay pecado en mi vida y necesito ayuda».

El consejero le señaló 1 Juan 1:9 y sugirió que el hombre confesara sus pecados ante Dios.

—Padre —comenzó diciendo el hombre— si hemos obrado mal...

—¡Un momento! —interrumpió el consejero—. ¡No me meta a mí en su pecado, hermano! No es «si» ni «hemos». Más le vale ponerse al día con Dios[11].

Dado que el objetivo es recobrar nuestra relación con Dios, resulta beneficioso confesar pecados específicos además de nuestros pecados y debilidades generales.

Naturalmente, parte de la confesión es el arrepentimiento, que significa cambiar de idea, mudar nuestra perspectiva y propósito. Implica entender que el pecado no es solamente una debilidad o un aspecto de nuestra vida en el que debemos mejorar, sino que hemos actuado en forma contraria a Dios y Su naturaleza, cosa que le desagrada y genera un distanciamiento en nuestra relación con Él, además de afectarnos a nosotros negativamente. El arrepentimiento significa volvernos del pecado y acercarnos a Dios, de forma similar al hijo pródigo, que regresó de un país lejano a la casa del padre. Entraña arrepentirse de haber pecado y comprometerse a cambiar.

Que abandone el malvado su camino, y el perverso sus pensamientos. Que se vuelva al Señor, a nuestro Dios, que es generoso para perdonar, y de Él recibirá misericordia[12].

Cada uno de nosotros peca con frecuencia. No deseamos hacerlo, generalmente no nos proponemos hacerlo, pero lo hacemos. Y mientras algunos pecados son más graves que otros, todo pecado es espiritualmente perjudicial. Como disciplina la confesión forma parte del proceso de contrarrestar ese perjuicio.

¿Con qué frecuencia debemos confesar?

No hay ninguna regla fija sobre la frecuencia con que debemos confesar nuestros pecados al Señor, aunque cabe pensar que conviene hacerlo con regularidad. Antes de acudir al Señor para confesar nuestros pecados, resulta beneficioso tomar tiempo para hacer examen de conciencia, meditar y orar acerca de las formas en que hemos pecado y de los pecados específicos que podemos recordar. El objetivo no es arrancar de raíz cada pequeño detalle de cada posible pecado en que hayamos incurrido, sino tomarse un rato para orar e invitar al Señor a obrar en nuestro corazón para que nos indique en qué aspectos necesitamos Su perdón[13].

Si invitamos al Espíritu Santo a ayudarnos a sondear nuestro corazón, es probable que tomemos conciencia de pecados específicos que desearíamos confesar. No solo los pecados por comisión, sino también los de omisión, es decir, aquellas ocasiones en que debimos haber hecho algo y no lo hicimos. Tal vez tomemos mayor conciencia de los pecados del corazón (como la codicia, el orgullo, la ira, etc.), que son menos evidentes que los pecados más visibles que cometemos. El propósito de la confesión es estrechar nuestra relación con Dios; tomar tiempo para orar, meditar y abrir nuestro corazón a Dios haciendo examen de conciencia forma parte de la disciplina.

¿Ante quién debemos confesar?

Las Escrituras nos instan a confesar nuestros pecados a Dios. Te confesé mi pecado, y no te oculté mi maldad. Me dije: «Voy a confesar mis transgresiones al Señor», y Tú perdonaste mi maldad y mi pecado[14]. Quien encubre su pecado jamás prospera; quien lo confiesa y lo deja, halla perdón[15]. Confesamos ante el Señor porque en última instancia es contra Él que pecamos. Eso no significa que no debamos pedir perdón a quienes hemos ofendido; sí es preciso que lo hagamos y que además enmendemos el error si la situación lo amerita.

Además de confesar nuestros pecados a Dios, las Escrituras también hablan de confesar ante los demás.

Por eso, confiésense unos a otros sus pecados, y oren unos por otros, para que sean sanados. La oración del justo es poderosa y eficaz[16]. A quienes ustedes perdonen los pecados, les quedarán perdonados[17].

Algunos cristianos —los católicos, los ortodoxos y algunos anglicanos— siguen las instrucciones de confesar sus pecados a los demás dentro del sacramento de la confesión (también denominado sacramento de penitencia o sacramento de reconciliación) cuando confiesan ante el sacerdote. En general, en la fe protestante la confesión se hace únicamente ante Dios en la privacidad del tiempo personal de oración. En algunos servicios protestantes el pastor llama a un tiempo de silencio para dar lugar a que los fieles confiesen sus pecados al Señor en privado.

Si bien confesar nuestros pecados es generalmente un asunto entre el individuo y Dios, como hemos visto en los versículos anteriores, hay ocasiones en que se nos manda confesar nuestros pecados los unos a los otros. Martín Lutero dijo que aunque las Escrituras no lo exigen, «la confesión en secreto» a otro cristiano «es útil y hasta necesaria». Juan Calvino también recomendó la confesión en privado a cualquier creyente que «se sienta afligido por el pecado si no logra liberarse sin ayuda»[18].

Hay ocasiones en que un individuo confiesa sus pecados al Señor pero siente que con eso no basta; no tiene paz de que su confesión haya restaurado su relación con el Creador. En una situación de ese tipo puede resultar beneficioso confesar el pecado ante un hermano o hermana en el Señor, alguien de confianza. En instancias así Dios nos ha dado a nuestros hermanos y hermanas para que ocupen el lugar de Cristo y nos hagan realidad la presencia y el perdón del Señor[19]. A veces es necesario confesar el pecado verbalmente a un cristiano de confianza y que este rece una oración efectiva para plasmar el convencimiento de que ha sido perdonado, lo que le ayudará a recobrar la paz en el corazón, la mente y el espíritu.

Lógicamente una confesión de ese tipo no puede hacerse a cualquiera, pues no todos los hermanos y hermanas tienen la empatía necesaria ni la comprensión para oírla. Además, no siempre se puede confiar en que cualquier cristiano sabrá mantener esa información absolutamente confidencial. Richard Foster nos da algunas pautas sobre lo que se requiere de una persona para escuchar una confesión:

Otros quedan descalificados porque se horrorizarían al revelárseles ciertos pecados. Otros más, al no entender la naturaleza y valor de la confesión la subestimarían pensando que «no es para tanto». Afortunadamente muchas personas sí entienden y estarían encantadas de ministrar de esa forma. A esas personas las podemos encontrar pidiéndole a Dios que nos las revele. También se las puede identificar observando a la gente para ver quién da muestras de una fe viva en el poder de Dios para perdonar y exhibe el gozo del Señor en su corazón. Los atributos clave son la madurez espiritual, compasión, sentido común, discreción y un sano sentido del humor. Muchos pastores —aunque no todos— pueden servir de esa forma. En muchos casos las personas más propicias para escuchar una confesión son gente común, que no tiene título ni puesto alguno[20].

Para escuchar una confesión

Escuchar una confesión de otro cristiano es un asunto sagrado. Un hermano o hermana acude a alguien en obediencia a las Escrituras y confiando en que lo escucharás con amor y compasión. Para poder escuchar una confesión como es debido, es preciso hacerlo con una postura profundamente humilde. Todos los pecados son aborrecibles ante Dios y dado que todos pecamos, nadie está en condiciones de juzgar o menospreciar a quien hace una confesión.

El individuo que se confiesa bien puede sentir un gran dolor y pesar por sus pecados, o tal vez lo haga en obediencia a las Escrituras o porque desea agradar al Señor. Se merece todo nuestro respeto y amor. Si no somos capaces de ofrecerle eso o de mantener la confidencialidad de la información que nos revele, si nos inquieta la posibilidad de traicionar su confianza, no deberíamos acceder a escucharla.

Foster ofrece los siguientes consejos a quienes se disponen a escuchar una confesión:[21]

Como cristianos, uno de nuestros objetivos es cultivar una relación profunda y duradera con Dios por medio de Jesús. Dado que el pecado nos separa de Dios, queremos evitar incurrir en él; sin embargo, como seres humanos que somos, es imposible quedar completamente libres del pecado. A causa de ello, confesar nuestros pecados y obtener el perdón del Señor es clave para mantener la relación que deseamos tener con Él. La confesión es la vía que Dios dispone para eliminar los efectos del pecado en nuestra relación con Él. Dios desea perdonarnos y quiere que estemos dispuestos a procurar ese perdón.

Cuando acudimos al Señor para confesar nuestros pecados, puede que lo hagamos con pesar, tristeza y contrición, pero después podemos partir con una gran alegría. La alegría de haber sido perdonados, de que nuestra relación ha quedado restaurada y la carga de nuestros pecados no nos impide estar en Su presencia. La confesión nos lleva a la celebración. Nuestros pecados son perdonados, nuestra vida se ve transformada. En resumidas cuentas, «la confesión es buena para el alma».


Nota:

A menos que se indique otra cosa, todos los versículos proceden de la Santa Biblia, versión Reina-Valera 95 (RVR 95), © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso. Todos los derechos reservados.


[1] Para más información sobre el concepto de la justificación, ver: Lo esencial: La salvación. Resultados: justificación, adopción y regeneración.

[2] Cuando se cumplió el plazo, Dios envió a Su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin de que fuéramos adoptados como hijos. Ustedes ya son hijos. Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de Su Hijo, que clama: «¡Abba! ¡Padre!» Así que ya no eres esclavo sino hijo; y como eres hijo, Dios te ha hecho también heredero (Gálatas 4:4–7 NVI).

[3] Juan MacArthur Jr., Alone with God (Wheaton, IL: Victor Books, 1995), 104–106.

[4] Lucas 11:4 NVI

[5] En consecuencia, ya que hemos sido justificados mediante la fe, tenemos paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo (Romanos 5:1). Por lo tanto,  ya no hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús (Romanos 8:1 NVI).

[6] Salmo 51:11 NVI

[7] Salmo 51:12 NVI

[8] 1 Juan 1:9 NVI

[9] David Walls y Max Anders, Holman New Testament Commentary: I & II Peter, I, II & III John, Jude (Nashville, TN: Broadman & Holman Publishers, 1999), 166.

[10] C. H. Spurgeon, Morning and Evening: Daily Readings (Texto completo y no resumido; Nueva edición moderna), (Peabody, MA: Hendrickson Publishers, 2006).

[11] W. W. Wiersbe, The Bible Exposition Commentary, Vol. 2 (Wheaton, IL: Victor Books, 1996), 481–485.

[12] Isaías 55:7 NVI

[13] Richard J. Foster, Celebration of Discipline (New York: HarperOne, 1998), 151.

[14] Salmo 32:5 NVI

[15] Proverbios 28:13 NVI

[16] Santiago 5:16 NVI

[17] Juan 20:23. DHH

[18] W. A. Elwell and B. J. Beitzel in Baker Encyclopedia of the Bible (Grand Rapids, MI: Baker Book House, 1988).

[19] Foster, Celebration of Discipline, 147.

[20] Ibid., 153.

[21] Ibid., 155–56.

[22] Juan 20:23.

 

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