Más como Jesús: Introducción y contexto (1ª parte)

enero 5, 2016

Enviado por Peter Amsterdam

[More Like Jesus: Introduction and Background (Part 1)]

De todas las canciones que conozco, una de mis preferidas es Más como Jesús. Cada vez que la oigo o la canto, me trae a la memoria un aspecto fundamental de lo que es vivir mi fe. Se trata de una breve oración que abarca una parte importante de nuestra vida de fe como cristianos: el desarrollo en nosotros de los rasgos de Cristo.

Llévate mi iniquidad,
mi orgullo y mi vanidad.
Ayúdame a entenderte,
enséñame a quererte.
Quítame la hipocresía,
y dame una fe sencilla.
Haz que Tu Palabra
me penetre el alma.
Saca el mundo de mi corazón
para seguirte sin distracción.
Llévate mis penas,
rompe mis cadenas.

Estribillo:

Ser más como Tú, más como Tú, Jesús.
Yo quiero ser más, necesito ser más como Tú.

(Letra: Mylon Lefevre, adaptada por Sam Halbert.)

¡Qué palabras tan bellas! Creo que todos queremos ser más como Jesús, ansiamos que en nosotros haya más de Su bondad y santidad y menos de las cargas y pesos que nos estorban. Por mucho que a los cristianos nos hayan perdonado nuestros pecados por haber aceptado el sacrificio de Jesús, no es que automáticamente dejemos de pecar, de sentir en nuestra vida los efectos del pecado o de afectar al prójimo con nuestros pecados. Nuestra salvación, la reconciliación con Dios que obtenemos gracias al sacrificio de Jesús en la cruz, no solo determina nuestra vida en el más allá; también debería transformar nuestra vida actual, todos los días.

Es precisamente en el curso de esa transformación cotidiana para volvernos más como Cristo que comenzamos a entender hasta cierto punto la vida que Dios concibió en un principio para la humanidad, antes de que el pecado se introdujera en el mundo. Por medio de esa transformación vamos estableciendo con nuestro Creador la clase de relación que Él siempre quiso que tuviéramos, y disfrutamos de más alegría, paz, felicidad y satisfacción porque lo comprendemos más a fondo y gozamos de una relación más plena con Él.

Nuestro objetivo general como cristianos consiste en vivir como pueblo de Dios, como las nuevas criaturas que dicen las Escrituras que somos. «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas»[1]. En esta serie de artículos estudiaremos algunas maneras de conducirnos como Cristo y volvernos más como Él, repasando el ejemplo que Él nos dio y lo que Él y Sus primeros seguidores enseñaron sobre lo que significa vivir como nuevas criaturas en Cristo.

La serie Más como Jesús estará constituida por varios artículos, cada uno sobre una virtud cristiana o rasgo de Cristo que conviene que imitemos.

Para entender mejor el concepto de ser más como Jesús conviene repasar algunos pasajes del Antiguo Testamento, de los evangelios y de las epístolas. El hecho de relacionar entre sí ciertos puntos de referencia que hay en diversas partes de las Escrituras puede conducir a una mayor comprensión de la importancia de emular a Cristo.

El Antiguo Testamento[2]

Una de las principales líneas argumentales que hay a lo largo del Antiguo Testamento es la idea de que la relación de Dios con la humanidad tiene las características de un pacto[3].

Las Escrituras explican que el Creador de todas las cosas estableció un pacto con la humanidad que Él había creado. Así es como lo expresan:

Creó Dios al hombre a Su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Los bendijo Dios y les dijo: «Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sometedla; ejerced potestad sobre los peces del mar, las aves de los cielos y todas las bestias que se mueven sobre la tierra». Después dijo Dios: «Mirad, os he dado toda planta que da semilla, que está sobre toda la tierra, así como todo árbol en que hay fruto y da semilla. De todo esto podréis comer. Pero a toda bestia de la tierra, a todas las aves de los cielos y a todo lo que tiene vida y se arrastra sobre la tierra, les doy toda planta verde para comer». Y fue así[4].

Posteriormente, Dios renovó Su alianza universal con la humanidad diciéndole a Noé:

«Yo establezco Mi pacto con vosotros, y con vuestros descendientes después de vosotros; con todo ser viviente que está con vosotros: aves, animales y toda bestia de la tierra que está con vosotros, desde todos los que salieron del arca hasta todo animal de la tierra. Estableceré Mi pacto con vosotros, y no volveré a exterminar a todos los seres vivos con aguas de diluvio, ni habrá más diluvio para destruir la tierra»[5].

Dios estableció una alianza especial con Abraham al decirle que por medio de él crearía una gran nación y que en él serían benditas todas las familias de la Tierra.

El Señor había dicho a Abram: «Vete de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Haré de ti una nación grande, te bendeciré, engrandeceré tu nombre y serás bendición. Bendeciré a los que te bendigan, y a los que te maldigan maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra»[6].

«Este es Mi pacto contigo: serás padre de muchedumbre de gentes. No te llamarás más Abram, sino que tu nombre será Abraham, porque te he puesto por padre de muchedumbre de gentes»[7].

Siglos más tarde, Dios libró de la esclavitud y de la opresión en Egipto a los descendientes de Abraham, y a raíz de eso se convirtieron en el pueblo de la alianza[8]. Como participantes en un pacto con Dios, los hebreos tenían que hacer ciertas cosas para cumplir su parte del acuerdo. El argumento general del resto del Antiguo Testamento es que Dios fue en todo momento fiel a la alianza a pesar de que Israel la incumplió una y otra vez.

Como los israelitas habían hecho una alianza con un Dios santo, también ellos debían ser santos. Habían sido llamados a ser una «asamblea sagrada»[9]. La santidad exigía obediencia a Dios, obediencia prestada por amor y gratitud.

«Amarás al Señor, tu Dios, de todo tu corazón, de toda tu alma y con todas tus fuerzas»[10]. «Mañana, cuando te pregunte tu hijo: “¿Qué significan los testimonios, estatutos y decretos que el Señor nuestro Dios os mandó?”, dirás a tu hijo: “Nosotros éramos siervos del faraón en Egipto, y el Señor nos sacó de Egipto con mano poderosa. El Señor hizo delante de nuestros ojos señales y milagros grandes y terribles en Egipto, contra el faraón y contra toda su casa”»[11].

Para el pueblo judío, la rectitud incluía obediencia, y esa obediencia significaba apartarse de lo que se consideraba contaminado, no rendir culto a otros dioses, consagrarse a Dios y ponerse a Su servicio. Además de centrar su vida en el cumplimiento de los mandatos de Dios, debían vivir como una comunidad de fe.

El escritor Stanley Grenz explica:

Ser el pueblo santo de Dios no era solo orientar cada uno su vida hacia Dios. Tener una alianza con Dios exigía que Israel fuera una comunidad santa, un pueblo consciente de que su participación en el pacto debía traducirse en la adecuada conducta hacia los demás. Esa manera santa de vivir se extendía a todas las dimensiones de las interacciones humanas, incluso aspectos tan diversos como la vida familiar y el comercio. La santidad exigía velar por los menos afortunados; fijaba límites a la venganza[12]; hasta exigía que se cuidara bien a los animales[13]. […] La santidad no estaba principalmente centrada en la obediencia ciega a una serie de leyes impuestas desde fuera como un fin en sí mismo, sino que significaba tomarse en serio las obligaciones implícitas de haber recibido el don de la gracia divina[14].

Tener una alianza con Dios implicaba tomar como modelo de vida a Dios y Su manera de tratar a Israel. Mediante las palabras que dirigió a los israelitas, Él les reveló Su personalidad. Aprendieron que era fiel, santo, justo y misericordioso. Se describió a Sí mismo en estos términos: «¡El Señor! ¡El Señor! Dios fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira y grande en misericordia y verdad, que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado»[15]. El profeta Miqueas dijo: «Hombre, Él te ha declarado lo que es bueno, lo que pide el Señor de ti: solamente hacer justicia, amar misericordia y humillarte ante tu Dios»[16].

Dios reveló Su personalidad al pueblo de la alianza con la intención de que ellos lo imitaran. También ellos debían ser santos, justos, misericordiosos, amorosos y perdonadores.

Los evangelios

El pueblo hebreo esperaba que llegara el tiempo en que, tal como anunciaban las Escrituras, Dios obrara en su favor. Dios cumplió esa expectativa enviando a Jesús, y por medio de Su vida, muerte y resurrección instituyó una nueva alianza.

[Jesús] tomó el pan y dio gracias, y lo partió y les dio, diciendo: «Esto es Mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de Mí». De igual manera, después de haber cenado, tomó la copa, diciendo: «Esta copa es el nuevo pacto en Mi sangre, que por vosotros se derrama»[17].

Esa nueva alianza estaba predicha en el libro de Jeremías:

«Vienen días, dice el Señor, en los cuales haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día en que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron Mi pacto, aunque fui Yo un marido para ellos, dice el Señor. Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Pondré Mi ley en su mente y la escribiré en su corazón; Yo seré su Dios y ellos serán Mi pueblo. […] Porque perdonaré la maldad de ellos y no me acordaré más de su pecado»[18].

En tiempos de Jesús, los fariseos sostenían que para ser recto y santo era imprescindible observar de manera estricta la Ley comunicada por Dios y que el pueblo de Dios estaba constituido por los que la cumplían rígidamente. Se centraban en el cumplimiento de la letra de la Ley sin prestar la debida atención a los principios subyacentes de amor, misericordia, perdón, etc. Creían agradar a Dios observando las reglas de devoción judías y cumpliendo la letra de la Ley. Jesús no concordó con ellos. Proclamó que el pueblo de Dios no eran los que aparentaban ser rectos por su estricto cumplimiento de la Ley, sino los penitentes, los que se sabían pecadores, se arrepentían de sus transgresiones y humildemente le pedían a Dios misericordia y perdón. Dios acepta a tales personas, y en cambio rechaza a los soberbios que aseguran no necesitar perdón. Jesús argumentó que mediante nuestras acciones no podemos volvernos merecedores del favor divino; no podemos hacernos rectos a los ojos de Dios. Nuestra justicia viene de Él, y nos ha sido concedida generosamente por gracia incondicional.

Los fariseos de la época de Jesús consideraban que los actos externos de observancia de la Ley eran fundamentales para alcanzar la justicia. Jesús se centró en el ser interior, en la intención del corazón. A Él le preocupaba el carácter, la motivación y el corazón. Sabía que era preciso remediar el problema interno, que el sello distintivo de la auténtica obediencia y amor a Dios era la devoción interior y la debida motivación, no el simple acatamiento externo de la Ley. La clave para resolver el problema interno, para volverse justo, era la salvación por medio de la muerte expiatoria de Jesús. La justicia es un don que Dios nos concede gratuitamente por medio del sacrificio de Su Hijo. Pero no es que acabe todo con ese don gratuito; eso no es más que el comienzo. Por el sacrificio de Jesús, los creyentes nos convertimos en pueblo de Dios, nos volvemos participantes en la nueva alianza, y se espera que en gratitud por lo que Dios ha hecho por nosotros mediante Jesús reflejemos a Dios en nuestro mundo y nos conduzcamos de una manera que lo glorifique. Aquí es donde entra en juego el poner en práctica las enseñanzas de Jesús.

Al igual que el pueblo hebreo del Antiguo Testamento, conocemos la personalidad revelada de Dios. Pero además de eso tenemos la vida de Jesús —la encarnación de Dios— como una muestra adicional del amor, la misericordia y la bondad divinos. Jesús nos reveló más verdades sobre Dios por medio de Sus enseñanzas y ejemplo. Predicó el reino de Dios. Nos enseñó a concebir a Dios como nuestro Padre, y vivió como reflejo puro del Padre.

En los evangelios podemos leer que Jesús se puso a Sí mismo como modelo de vida piadosa. Por ejemplo, exhortó a Sus discípulos a amarse unos a otros tomando como patrón Su amor por ellos. «Un mandamiento nuevo les doy: Que se amen unos a otros. Así como Yo los he amado, ámense también ustedes unos a otros»[19]. «Este es Mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como Yo os he amado»[20]. Ejemplificó la sumisión a la voluntad de Su Padre, lo cual terminó conduciéndolo a la cruz. «Padre Mío, si es posible, pase de Mí esta copa; pero no sea como Yo quiero, sino como Tú»[21].

Jesús dramatizó mediante actos simbólicos la vida que deseaba para Sus discípulos, como cuando les lavó los pies. Tomó agua y una toalla y le lavó los pies a cada uno de los discípulos, labor que normalmente realizaba un criado cuando un invitado entraba en una vivienda[22]. Al terminar, anunció el carácter simbólico de lo que había hecho:

¿Sabéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si Yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros, porque ejemplo os he dado para que, como Yo os he hecho, vosotros también hagáis[23].

Cuando Sus discípulos discutían sobre cuál sería considerado más importante, Jesús les dijo:

Los reyes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que sobre ellas tienen autoridad son llamados bienhechores; pero no así vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como el más joven, y el que dirige, como el que sirve, pues, ¿cuál es mayor, el que se sienta a la mesa o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Pero Yo estoy entre vosotros como el que sirve[24].

Jesús no estaba simplemente dando el mensaje de que realizaran esas acciones concretas que Él había hecho; era algo más. No propugnaba la mera imitación de Sus actos, sino que estaba declarando que Sus discípulos debían tener una devoción que los conectara a Él en el plano más profundo de su persona. La devoción a Jesús conduce a una creciente conformidad con Él. Tras lavarles los pies a Sus discípulos, no los exhortó simplemente a amar como lo habían visto amar, sino que les dijo: «Así como Yo los he amado, ámense también ustedes unos a otros»[25]. Tenían que amar como Él los había amado. Cada uno de ellos había conocido de primera mano Su amor, y con ese mismo amor debían amar a los demás.

La motivación para ser más como Jesús no nace de la admiración de un personaje histórico al que deseamos emular. Es fruto de la gratitud y el amor hacia aquel cuyo amor hemos sentido personalmente.

Stanley Grenz explica:

No lo vemos únicamente como el principal personaje de un relato de otra época, sobre cuya vida podemos reflexionar a fin de extraer enseñanzas. Es más bien alguien que nos amó y sacrificó Su vida por nosotros. Ante esa experiencia personal del gran amor de Jesús, no podemos menos que responder con gratitud y amor. Por tanto, en vez de simplemente modelar nuestra vida sobre la Suya, establecemos una relación con Él. En esa relación deseamos vivir como Cristo quiere que lo hagamos, es decir, deseamos que Cristo se forme en nosotros[26].

La muerte de Jesús en la cruz transformó radicalmente nuestra vida, salvó nuestra alma y nos permitió establecer una relación con Dios, con quien pasaremos la eternidad. La gratitud y el amor por Jesús, que dio Su vida para que pudiéramos integrarnos a la familia de Dios, es el motivo subyacente para querer ser como Él.

En la segunda parte de esta Introducción y contexto examinaremos el mismo concepto desde la perspectiva de las epístolas.


Nota

A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.


[1] 2 Corintios 5:17.

[2] El resto de este artículo es un resumen del capítulo 3 del libro The Moral Quest, de Stanley J. Grenz (Downers Grove: IVP Academic, 1997).

[3] Por pacto se suele entender un acuerdo solemne que es vinculante para todas las partes. Dios hizo pactos con la humanidad, con ciertos personajes y con el pueblo hebreo. Los pactos que estableció en la creación y, posteriormente, con Noé fueron pactos universales con toda la humanidad. El que hizo con Abraham era personal, aunque exigía que este cumpliera ciertas condiciones; si las cumplía, tanto él como sus descendientes en particular y la humanidad en general serían benditos. El pacto que hizo Dios con los israelitas es lo que se conoce como un tratado de suzeranía, figura habitual en Oriente Próximo en tiempos del Éxodo. Se establecía un pacto o tratado de suzeranía cuando un rey poderoso hacía un acuerdo con uno menos poderoso (vasallo). El documento daba los nombres de las partes y enumeraba las órdenes del suzerano, es decir, las disposiciones que especificaban cómo debían comportarse el rey vasallo y sus súbditos —por ejemplo, prestándole lealtad exclusiva al suzerano— y las leyes que el suzerano quería que acatara el vasallo. Después de eso venían las bendiciones por obedecer y el castigo por desobedecer. Todos esos aspectos están presentes en la alianza que hizo Dios con los israelitas. Él dio Su nombre —«Yo soy el Señor, tu Dios»— y les dijo lo que había hecho —«que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre»—. Luego dio los mandamientos, algunos de los cuales tenían sanciones incorporadas. El primer mandamiento exigía lealtad exclusiva a la alianza, y los demás expresaban qué formas debía adoptar dicha lealtad.

[4] Génesis 1:27–30.

[5] Génesis 9:9–11.

[6] Génesis 12:1–3.

[7] Génesis 17:4,5.

[8] Andaré entre vosotros: seré vuestro Dios y vosotros seréis Mi pueblo (Levítico 26:12).

[9] Tanto el primer día como el séptimo, celebrarán una asamblea sagrada. Durante esos días no estará permitido realizar ningún trabajo, exceptuando únicamente el necesario para preparar la comida (Éxodo 12:16, BLPH).

[10] Deuteronomio 6:5.

[11] Deuteronomio 6:20–22.

[12] Se le podrán dar cuarenta azotes, no más; no sea que, castigándolo con muchos más azotes que estos, se sienta tu hermano envilecido delante de tus ojos (Deuteronomio 25:3).

[13] Deuteronomio 22:1–4.

[14] Grenz, The Moral Quest, 99.

[15] Éxodo 34:6,7.

[16] Miqueas 6:8.

[17] Lucas 22:19,20.

[18] Jeremías 31:31–34.

[19] Juan 13:34 (RVC).

[20] Juan 15:12.

[21] Mateo 26:39.

[22] Juan 13:1–11.

[23] Juan 13:12–15.

[24] Lucas 22:25–27.

[25] Juan 13:34 (RVC).

[26] Grenz, The Moral Quest, 116.