Enviado por Peter Amsterdam
octubre 2, 2012
En artículos anteriores observamos que, según la Escritura, todos los seres humanos pecan y que el pecado es universal. La Biblia enseña que los seres humanos tienen una inclinación innata a pecar, lo que indicaría que nacen con una naturaleza inherentemente pecadora.
El hombre, nacido de mujer, corto de días y hastiado de sinsabores, brota como una flor y es cortado, huye como una sombra y no permanece. ¿Sobre él abres tus ojos y lo traes a juicio contigo? ¿Quién hará puro lo inmundo? ¡Nadie![1]
¿Qué cosa es el hombre para que sea puro, para que se justifique el nacido de mujer?[2]
Mientras confesaba sus pecados al Señor, el rey David manifestó haber sido siempre pecador. Expresó que desde el momento de su concepción en el vientre de su madre poseía una naturaleza pecaminosa.
En maldad he sido formado y en pecado me concibió mi madre.[3]
La naturaleza pecadora del ser humano hace que la gente posea una inclinación innata al pecado.[4] El pecado ha contaminado a todos.
Como está escrito: «No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. Sepulcro abierto es su garganta; con su lengua engañan. Veneno de víboras hay debajo de sus labios; su boca está llena de maldición y de amargura. Sus pies se apresuran para derramar sangre; destrucción y miseria hay en sus caminos; y no conocieron camino de paz. No hay temor de Dios delante de sus ojos».[5]
Habrá gente egoísta, interesada solamente en ganar más y más dinero. También habrá gente orgullosa que se creerá más importante que los demás. No respetarán a Dios ni obedecerán a sus padres, sino que serán malagradecidos e insultarán a todos. Serán crueles y se llenarán de odio. Dirán mentiras acerca de los demás, serán violentos e incapaces de dominar sus deseos. Odiarán todo lo que es bueno. No se podrá confiar en ellos, porque esos orgullosos actuarán sin pensar. En vez de obedecer a Dios, harán sólo lo que les venga en gana.[6]
Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios.[7]
Debido a la corrupción y contaminación derivada del pecado, se dice que los seres humanos son por naturaleza hijos de la ira.
Entre ellos vivíamos también todos nosotros en otro tiempo, andando en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos; y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás.[8]
Nuestra naturaleza pecadora nos enajena de Dios, crea enemistad entre nosotros y Él, nos endurece el corazón y nos corrompe la mente y la conciencia.
Los designios de la carne son enemistad contra Dios, porque no se sujetan a la Ley de Dios, ni tampoco pueden.[9]
También a vosotros, que erais en otro tiempo extraños y enemigos por vuestros pensamientos y por vuestras malas obras...[10]
Teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazón.[11]
Para los corrompidos e incrédulos nada es puro, pues hasta su mente y su conciencia están corrompidas.[12]
La naturaleza pecaminosa del ser humano implica que el pecado afecta todo aspecto de nuestra persona. El hombre abriga corrupción en el núcleo mismo de su ser, la cual perjudica tanto el cuerpo como el alma. Además nos impide librarnos del dominio del pecado. En cuerpo y alma somos incapaces de salvarnos de nuestra naturaleza pecadora.[13]
El apóstol Pablo expresa la dificultad de convivir con una naturaleza pecadora.
Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no habita el bien, porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que está en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí, pues según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro![14]
La corrupción que afecta universalmente la naturaleza humana hace imposible que los seres humanos no pequen. El término teológico que expresa este concepto es non posse non peccare, que significa ser incapaz de no pecar.Somos por naturaleza pecadores depravados. Eso no significa que los seres humanos no puedan hacer el bien o que todos sean malvados hasta el extremo, que incurrirán en toda forma concebible de pecado o que tengan cero facultad de discernir entre el bien y el mal. Pero sí infiere que tenemos una predisposición natural para pecar.
Por qué todos los seres humanos poseen naturaleza pecadora y de qué modo la adquieren es una incógnita que durante siglos han procurado dilucidar los padres de la iglesia y los teólogos de épocas posteriores. Como ha sido el caso de muchas doctrinas del cristianismo, comprender de qué manera la naturaleza pecaminosa de los seres humanos —originada en el pecado de Adán y Eva— se traspasa a su descendencia es un tema que se ha ido resolviendo a lo largo del tiempo. Con el paso de los siglos se aventuraron y se debatieron diversos enfoques y teorías.
Si bien no todos los teólogos y confesiones religiosas admiten la misma interpretación, la visión que profesa la Iglesia Católica Romana y que al mismo tiempo es la perspectiva predominante dentro del cristianismo protestante, plantea que el pecado y la naturaleza pecadora le son trasladados a todos los seres humanos por intermedio de Adán, que pecó por desobediencia a Dios. Ese pecado o naturaleza pecaminosa se suele calificar de pecado original o heredado. Puesto que existen distintas corrientes de pensamiento para explicar de qué manera se le endosa la naturaleza pecadora a los descendientes de Adán, haré enseguida un poco de historia sobre cómo se elaboró la doctrina.
Algunos de los padres de la iglesia sostenían que toda la humanidad estaba seminalmente presente en Adán, en el sentido de que Adán llevaba en sí mismo el germen de toda la humanidad y que de su simiente nacería todo el género humano. Como tal, toda la humanidad estuvo potencial y numéricamente presente en Adán cuando este pecó; de ahí que todos pecamos. En ese punto de su elaboración, la doctrina se enfocaba principalmente en que a toda la humanidad se le endosó la contaminación producida por el pecado de Adán, pero no necesariamente su culpa.
Con el tiempo fue afianzándose la idea de que la culpa de Adán se le imputó a toda la humanidad. El concepto del endose de la naturaleza del pecado y de la culpa de Adán obtuvo una aceptación general. El debate giró entonces en torno al modo en que estas eran transmitidas.
Entró a tallar entonces una nueva circunstancia: la interpretación de que el Adán histórico fuese representativo de la raza humana. Se estimaba que Adán representaba a la humanidad cuando optó por pecar y que por ende Dios consideró a todos los seres humanos legalmente culpables de su pecado. Esa doctrina se denomina federalismo. Sostiene que Adán es la cabeza federativa o representativa de la humanidad. Es como si el presidente de un país, la cabeza federativa del mismo, establece un acuerdo con otro país y como consecuencia todos los ciudadanos del primero están obligados a cumplir dicho acuerdo. El presidente representa a todos sus connacionales cuando firma el acuerdo. De igual manera, Adán representaba a toda la humanidad cuando pecó y por tanto compartimos la culpa con él, toda vez que él era nuestro representante ante Dios.
En el capítulo 5 de Romanos se encuentran algunos de los versículos primordiales que se esgrimen para sustentar la postura doctrinal de que los seres humanos son pecadores imputables a causa del pecado de Adán. En ese texto el apóstol Pablo traza un paralelo entre Adán —cuya desobediencia introdujo el pecado y el consiguiente castigo en la humanidad— y Jesús, cuya muerte y resurrección nos redimieron a todos del pecado y la culpa. Pablo establece la correspondencia entre estos dos principios: que toda la gente es legalmente culpable en Adán y que el pecado y culpa de todos se redimen mediante la fe en Jesús. El apóstol declara que siendo Adán representante de la humanidad, su culpa se le imputa a la humanidad entera; y que Jesús, en calidad de representante de la humanidad por haber sufrido y muerto por nuestros pecados, trajo el perdón de los pecados, y que Su justicia, por lo tanto, se nos atribuye a nosotros. En Adán todos somos culpables; por Jesús somos constituidos justos.
Como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación que produce vida. Así como por la desobediencia de un hombre muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, muchos serán constituidos justos.[15]
Por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados.[16]
A raíz del pecado y la desobediencia de Adán todos venimos a este mundo dotados de una naturaleza pecaminosa. Por motivos que desconocemos, todos somos imputables por el pecado de Adán y por tanto nos exponemos a condenación. Mediante la gracia de Dios nos podemos eximir de esa condenación, dado que Jesús acarreó sobre Sí mismo nuestros pecados.
Sin bien nuestra condición pecadora está vinculada al pecado de Adán, todos también somos culpables a título propio por pecados que cometemos personalmente. Los seres humanos somos pecadores no solo en razón de nuestra naturaleza pecadora, sino porque de libre voluntad cometemos pecados. Hacemos ciertas cosas aun a sabiendas de que son malas. Puede que haya opiniones divergentes sobre cómo se transmiten la culpa del pecado de Adán o la naturaleza pecadora; de lo que no cabe duda, sin embargo, es el modo en que se gesta la culpabilidad individual. Cada persona peca a sabiendas; por ende, cada persona es responsable de la consecuencia de sus pecados. Quizá parezca injusto que debido al pecado de Adán toda la humanidad hubiera sucumbido al pecado; no obstante, todos hacemos exactamente lo mismo que Adán y Eva: optar libremente por hacer el mal, y por tanto, pecar.
Independientemente de las circunstancias o las tentaciones, el pecado personal nace del corazón, de las decisiones soberanas que toma cada quien. De ahí que somos moralmente responsables por los pecados que cometemos en nuestra propia vida.
Lo que sale de la boca procede del corazón, y eso es lo que hace impura a la persona. Porque del corazón proceden las malas intenciones, los asesinatos, los adulterios, las inmoralidades sexuales, los robos, las calumnias y las blasfemias. Todo esto es lo que hace impura a una persona.[17]
Tomar conciencia de nuestra inclinación a pecar, de nuestra naturaleza pecadora, de nuestra corrupción heredada y de la consecuencia última del pecado en nuestra vida debiera motivar en nosotros un eterno agradecimiento por ese don gratuito e inmerecido que es el perdón de nuestros pecados. Los cristianos tenemos la fortuna de saber que aun siendo pecadores, Jesús, nuestro maravilloso Salvador, nos obsequia Su perdón. Esa noción debiera hacernos conscientes de la urgente necesidad que tiene tanta gente, que existe en este mundo sin saber que puede salvarse de sus pecados. Asimismo, debiera avivar en nosotros el deseo de comunicar el mensaje de salvación a tantos como podamos.
¿Cómo, pues, invocarán a Aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en Aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?[18]
[1] Job 14:1-4
[2] Job 15:14
[3] Salmo 51:5
[4] Louis Berkhof, Teología sistemática, Libros Desafío, 1998.
[5] Romanos 3:10-18.
[6] 2 Timoteo 3:2-4.
[7] Romanos 3:23.
[8] Efesios 2:3.
[9] Romanos 8:7.
[10] Colosenses 1:21.
[11] Efesios 4:18.
[12] Tito 1:15.
[13] James Leo Garrett, Jr., Teología sistemática, bíblica, histórica, evangélica, tomo I, Mundo Hispano, 2007.
[14] Romanos 7:18-25.
[15] Romanos 5:18–19.
[16] 1 Corintios 15:21,22.
[17] Mateo 15:18-20 (BLPH).
[18] Romanos 10:14.
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