Enviado por Peter Amsterdam
julio 12, 2016
[Jesus—His Life and Message: The Sermon on the Mount. How to Pray (Part 3)]
(Si lo deseas, puedes consultar el artículo introductorio en el que se explican el propósito y el plan de esta serie.)
Este el tercero de una serie de artículos sobre una porción del Sermón del Monte en la que Jesús enseña a Sus discípulos cómo se debe (y cómo no se debe) orar.
Jesús enseñó a Sus discípulos el Padrenuestro:
Vosotros, pues, oraréis así: «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre. Venga Tu Reino. Hágase Tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. No nos metas en tentación, sino líbranos del mal»[1].
Tras la invocación inicial, «Padre nuestro que estás en los cielos», hay seis peticiones.Las tres primeras tienen que ver directamente con Dios: con Su nombre, Su reino y Su voluntad. Van seguidas de otras tres que tienen que ver directamente con nosotros: con nuestras necesidades físicas, nuestros pecados y nuestras tentaciones.
En futuros artículos veremos en detalle cada petición. En el anterior ya hablamos del concepto de Dios como Padre, pero no como Ser masculino. Ahora examinaremos más de cerca de qué manera nos relacionamos con Dios como Padre, a partir de las palabras iniciales del Padrenuestro: «Padre nuestro que estás en los cielos».
Al dirigirse a Su Padre en la oración, Jesús empleó la palabra aramea Abba, que significa «Padre». Es lógico que Él, siendo Hijo único de Dios, llamara Abba a Su Padre; lo notable es que a los que creían en Él también les enseñara a llamar Abba a Dios al invocarlo.
Dentro de lo que enseñó en el Sermón del Monte, Jesús insistió en el concepto de «vuestro Padre» al usar esa expresión once veces (en comparación, en el resto del Evangelio solo la usa cuatro veces después del Sermón, y ninguna antes)[2]. Después del Sermón, Jesús también se refiere frecuentemente a Su Padre de una manera que parece excluir a otros de esa relación particular. Como Hijo único de Dios, el Verbo de Dios hecho carne[3], Jesús tiene con Su Padre una relación distinta de la que tenemos nosotros. Eso se aprecia en un pasaje anterior de Mateo que describe el bautismo de Jesús, cuando Dios dice: «Este es Mi Hijo amado, en quien tengo complacencia»[4]; también cuando el diablo lo tienta: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan»[5]. Donde más claramente queda expresado es en la primera oración de Jesús registrada en Mateo, cuando Él reza:
Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó. Todas las cosas me fueron entregadas por Mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar[6].
Si bien Jesús es el Hijo único de Dios, nosotros también nos volvemos hijos de Dios por la fe en Él. La iglesia primitiva entendió que, por la muerte y resurrección de Jesús, los fieles pasaban a formar parte de la familia de Dios y por consiguiente podían llamar Padre —Abba— a Dios.
Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a Su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiéramos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de Su Hijo, el cual clama: «¡Abba, Padre!»[7].
No habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el Espíritu de adopción, por el cual clamamos: «¡Abba, Padre!» El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios[8].
Decir «Padre nuestro» al orar crea una sensación de intimidad, de que nos dirigimos a alguien que nos ama y vela por nosotros. Ese modo de dirigirse a Dios no es como el que se solía emplear en las oraciones de las religiones paganas de los gentiles. La oración no debería ser un discurso complicado y formal dirigido a un ente impredecible, como era el concepto que tenían los romanos y griegos de la época de Jesús, sino que es más bien una expresión de los sentimientos. Jesús enseñó una oración breve y sin pretensiones, unas frases sencillas para los que son conscientes de que su aprovisionamiento diario depende de su Padre, necesitan que les perdonen sus pecados y también necesitan la protección y los cuidados divinos.
Al comenzar la oración diciendo: «Padre nuestro que estás en los cielos»,Jesús no solo pone de relieve la relación padre/hijo, sino que también nos recuerda que el Ser al que nos dirigimos como Padre es por otra parte sumamente excelso, porque Él está en el Cielo y nosotros no. La frase tiene cierto equilibrio, porque nos dirigimos a Dios con una expresión íntima, pero al mismo tiempo somos conscientes de Su poder e infinita grandeza. Él es Dios todopoderoso, el omnipotente Creador de todo lo que existe. Es también nuestro amoroso Abba; y nosotros, Sus hijos que confiamos en Él y dependemos de Él.
Decir que Dios es nuestro Padre en el Cielo lo pone por encima de los padres terrenales, ya que Él es perfecto, y ningún padre terrenal lo es. Aunque Jesús enseñó que debemos hacernos la idea de que nuestra relación con Dios es parecida a la que uno tiene con un padre amoroso, debemos tener presente que Él es nuestro Padre en el Cielo, por lo que no es humano ni propenso a cometer faltas como nuestros padres terrenales.
Los que creen en Jesús y lo aceptan pueden llamar Padre a Dios. «A todos los que lo recibieron, a quienes creen en Su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios»[9]. Claro que Dios es Creador de todas las cosas y todas las personas, y es quien ha dado vida a todos; desde esa perspectiva, todo el mundo es «linaje Suyo»[10]; ahora bien, los que escribieron el Nuevo Testamento no emplean en ese sentido la imagen padre-hijo para referirse a la relación de Dios con Sus hijos[11]. En las Escrituras se hace una distinción entre los que creen y por tanto son de Dios, y los que no. Es algo que se observa en la oración que hizo Jesús la última noche antes de Su crucifixión: «Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste, porque Tuyos son»[12]. También se pone de manifiesto en la Primera Epístola de Juan: «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a Él»[13]. Relacionarse con Dios como Padre es para los que creen en Jesús. Llamarlo «Padre nuestro» es un don de Dios y un gran privilegio.
Si vamos a tomar el Padrenuestro como modelo, sus primeras palabras nos enseñan a comenzar nuestras oraciones pensando en nuestro Padre en el Cielo, una Persona con la que hemos establecido una relación. Accedemos a Su presencia, lo alabamos y lo adoramos. Nos presentamos ante Él conscientes de que nuestra relación con Él es como la que tiene un niño con su amoroso padre. Él nos ama, conoce nuestras necesidades, quiere cuidarnos y desea lo mejor para nosotros. Por la relación que tenemos con nuestro Padre en el Cielo, confiamos en Él, contamos con Él y sabemos que procura lo mejor para nosotros. Ese es un concepto fundamental de la oración cristiana.
(Continuará.)
Todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.
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[1] Así es como está la oración (Mateo 6:9–13) en la versión RVR 95. La mayoría la recitamos en su forma tradicional, la de la liturgia de la Iglesia católica: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea Tu Nombre; venga a nosotros Tu reino; hágase Tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal.
[2] En el Sermón: Mateo 5:16,44,45,48; 6:1,4,8,9,14,18,26; 7:11. Después del Sermón: Mateo 10:20,29; 13:43; 23:9.
[3] V. Juan 1:1–14.
[4] Mateo 3:17.
[5] Mateo 4:3,6.
[6] Mateo 11:25–27.
[7] Gálatas 4:4–6.
[8] Romanos 8:15,16.
[9] Juan 1:12.
[10] Hechos 17:28,29.
[11] Carson, Jesus’ Sermon on the Mount and His Confrontation with the World, 68.
[12] Juan 17:9.
[13] 1 Juan 3:1.
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