Más como Jesús: La base de la semejanza con Cristo

Enviado por Peter Amsterdam

noviembre 22, 2016

[More Like Jesus: The Foundation of Christlikeness]

(El presente artículo se basa en elementos extraídos del libro La devoción de Dios en acción, de Jerry Bridges[1].)

Nuestra aspiración de obrar conforme a los principios divinos o parecernos más a Cristo es irrealizable a menos que esté basada en una adecuada relación con Dios. Ese factor es clave. La fidelidad o devoción a Dios se puede definir como una relación personal con Él acompañada de los actos que emanan de esa relación. El primer paso para amoldarnos más a Jesús es cultivar una relación plena y sustanciosa con Dios. La base de la semejanza con Cristo es una devoción centrada en Dios. Para ello es menester tener la correcta actitud personal hacia Dios y reconocer lo que Él representa y nuestra posición con respecto a Él. Esta actitud se compone de tres elementos: el temor de Dios, el amor de Dios y el deseo de Dios. (En este artículo abordaremos estos tres elementos.)

De esa actitud acorde con Dios y de esa devoción centrada en Dios surgen precisamente el carácter y conducta cristianos. Cuando Dios ocupa un lugar primordial en nuestra vida, acciones y pensamientos, nos resulta posible vivir de un modo que lo imite a Él y a la vez le otorgue la gloria. Podemos ser cristianos consagrados a un ideal, una labor o un apostolado, pero si carecemos de una real devoción a Dios, no lograremos interiorizar el espíritu de Cristo. Es la devoción a Dios la que redunda en una vida que de veras lo refleja y lo agrada.

En la breve descripción que el Antiguo Testamento hace de Enoc se aprecian elementos de lo que representa la devoción a Dios.

Vivió Enoc sesenta y cinco años, y engendró a Matusalén. Después que engendró a Matusalén, caminó Enoc con Dios trescientos años, y engendró hijos e hijas. Así, todos los días de Enoc fueron trescientos sesenta y cinco años. Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció, porque lo llevó Dios[2].

La expresión caminó con Dios significa agradar a Dios y mantener estrecha comunión con Él.

Por la fe Enoc fue traspuesto para no ver muerte, y no fue hallado, porque lo traspuso Dios; y antes que fuera traspuesto, tuvo testimonio de haber agradado a Dios[3].

En otros pasajes también vemos que caminar con Dios expresa estar conectado con Él. Esto se observa en versículos como:

Noé era un hombre justo y honrado entre su gente. Siempre anduvo fielmente con Dios[4].

¿Y qué es lo que demanda el Señor de ti, sino solo practicar la justicia, amar la misericordia y andar humildemente con tu Dios?[5]

Al igual que a Enoc, a nosotros también se nos insta a tener una estrecha relación y una profunda devoción con Dios a fin de poder cultivar una semejanza con Cristo. Veamos los tres elementos que conforman la devoción a Dios.

Temor de Dios

La Escritura emplea la frase temor de Dios en dos sentidos muy distintos: 1) el de pavor ansioso y 2) el de veneración, reverencia y sobrecogimiento. El temor en el sentido de pavor ansioso se produce al tomar conciencia de la inminente sanción divina contra el pecado, como en el caso de Adán que se escondió de Dios después que pecó porque sintió miedo[6]. No obstante, al habernos librado de la ira de Dios, esa suerte de temor a estar eternamente separados de Él desaparece para los cristianos. Naturalmente que podemos ser objeto de la disciplina divina a causa de nuestros pecados, y quizá le temamos a esa disciplina, mas no sentimos pavor a la cólera de Dios.

Para los creyentes, el significado primordial del temor de Dios es veneración y honra, reverencia y sobrecogimiento. Jerry Bridges escribió:

Es la actitud que suscita adoración y amor, reverencia y honor en nuestro corazón. Se centra no en la ira de Dios, sino en Su majestad, santidad y gloria trascendente[7].

Así pues, cuando pensamos en el temor de Dios debemos atribuirle el sentido de reverencia y asombro.

Leemos que cuando Isaías se encontró ante la presencia de Dios quedó pasmado por Su gloria y majestad. Su reacción demostró lo sobrecogido que se sintió en presencia de semejante pureza y santidad.

Soy hombre de labios inmundos y en medio de un pueblo de labios inmundos habito, porque han visto mis ojos al Rey, el Señor de los ejércitos[8].

El apóstol Juan escribió al referir su visión de Jesús en los cielos:

Me volví para ver la voz que hablaba conmigo. Cuando lo vi, caí a Sus pies como muerto. Y Él puso Su diestra sobre mí, diciéndome: «No temas»[9].

Tales reacciones nacen de un profundo sentido de veneración, tributo y temor reverencial.

Con frecuencia nos concentramos en el amor, misericordia y gracia de Dios, y prestamos menos atención a Su imponencia, gloria, majestuosidad, santidad y poder. Sin embargo, todos estos son atributos de Dios, y a veces existe dentro de nosotros una sana tensión entre los dos. Jesús instruyó a Sus discípulos a tratar a Dios de Padre, lo que indica una íntima relación personal. La Escritura describe a los creyentes diciendo que están casados con Jesús.

El celo que siento por ustedes proviene de Dios, pues los tengo prometidos a un solo esposo, que es Cristo, para presentárselos como una virgen pura[10].

Gocémonos, alegrémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero y Su esposa se ha preparado[11].

Ese es otro ejemplo de una relación íntima y estrecha, y está bien expresar esa intimidad en nuestra comunión con Dios. En el mismo tenor, está bien reconocer la veneración, respeto reverencial, magnificencia y gloria ligados a Dios. Es precisamente esta faceta de nuestra relación con Él la que se expresa cuando experimentamos el temor de Dios. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento observamos ese asombro y reverencia.

Antiguo Testamento:

¡Alaben al Señor los que le temen! ¡Hónrenlo, descendientes de Jacob! ¡Venérenlo, descendientes de Israel![12]

Atribuid el poder a Dios; sobre Israel es Su magnificencia y Su poder está en los cielos. Temible eres, Dios, desde Tus santuarios. El Dios de Israel, Él da fuerza y vigor a Su pueblo. Bendito sea Dios[13].

Sea alabado Su nombre grandioso e imponente: ¡Él es santo![14]

Nuevo Testamento:

Así que, recibiendo nosotros un Reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia, porque nuestro Dios es fuego consumidor[15].

Señor Jesucristo... el bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible y a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver. A Él sea la honra y el imperio sempiterno. Amén[16].

Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios, sea honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén[17].

A aquel que es poderoso para guardaros sin caída y presentaros sin mancha delante de Su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y poder, ahora y por todos los siglos. Amén[18].

Parte de nuestra relación con el Señor consiste en temerle en el sentido de venerarlo, de expresarle profunda reverencia, honra, admiración y adoración. Temerle también significa confesar Su absoluta singularidad, reconocer Su majestuosidad, santidad, imponencia, gloria y poder. Incluir este aspecto en nuestra noción de Dios nos motiva a obedecer Su Palabra, toda vez que reconocemos que cada uno de nuestros pecados constituye una afrenta a Su dignidad y majestad. Nuestra reverencia a Dios influirá en nuestro comportamiento y regulará nuestra conducta. (Este tema se aborda con mayor profundidad en el artículo El temor de Dios de Rincón de los Directores.)

Amor de Dios

El segundo elemento de la actitud que debemos tener con Dios es un conocimiento y aceptación del amor que Él nos profesa. Puesto que Dios es santidad perfecta, Él tiene que disociarse del pecado; por lo tanto, siendo nosotros —los seres humanos— pecadores, se crea un cisma entre Dios y la humanidad. No obstante, gracias a la muerte de Jesús en la cruz, esa separación se ha salvado. En la primera epístola de Juan leemos que Dios es amor. El apóstol se explaya luego y explica que Dios nos manifestó Su amor enviando a Su Hijo para la propiciación de nuestros pecados, es decir para ser el sacrificio que posibilitara el perdón de nuestros pecados y reparara nuestra relación con Dios.

En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió a Su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados[19].

Los cristianos comprendemos que de no haberse manifestado el amor de Dios por medio de Cristo, estaríamos sujetos a la ira de Dios. Su amor por la humanidad hizo posible que eludiéramos el castigo que a causa de Su santidad pura Él estaba obligado a imponer sobre el pecado, y eso lo realizó mediante la encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesús. Nos redimió de la penalidad que nos acarreaba nuestro pecado. Desde luego que vemos el amor de Dios manifestado de múltiples maneras: el hermoso mundo en que habitamos, Su creación, Su provisión de nuestras necesidades, nuestra familia y amigos y mucho más. Así y todo, el principal medio por el que experimentamos Su amor es aceptando el sacrificio que hizo para restablecer nuestra comunión con Él: la muerte expiatoria del Hijo de Dios.

Demostramos nuestro amor y reverencia a Dios motivados por Su amor y perdón. Además, siendo personas que aspiran a tener una mayor afinidad con Jesús, vemos la salvación no solo como un don que Dios ha puesto al alcance de la humanidad, sino de nosotros individualmente. Cuando leemos que de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna[20], le atribuimos el sentido de que Dios «me ama a mí personalmente». Ese conocimiento del amor personalizado que Dios tiene por nosotros, Su perdón de nuestros pecados y el restablecimiento de nuestra relación íntima con Él, es precisamente la clave para progresar en nuestra imitación de Cristo.

La belleza del amor y perdón de Dios reside en que es una obra de gracia; depende enteramente de la obra de Jesús y se nos concede como regalo de amor. Dado que se basa en la gracia y no en nuestras obras o comportamiento, el amor que Dios abriga por nosotros nunca cambia. Su amor es incondicional; de ahí que por muchos altibajos espirituales, fracasos, pecados o episodios de desaliento que experimentemos, podemos tener la certeza de que Dios nos sigue amando. Es importante captar que nuestros fracasos espirituales no afectan el amor que Dios tiene por nosotros. Él nos ama y nos acepta en Su familia en calidad de hijos Suyos única y exclusivamente porque nos unimos a Su Hijo a través de la salvación. Nada nos separará de Dios y Su amor.

Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni principados ni potestades, ni lo presente ni lo por venir, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro[21].

Esta conciencia del amor incondicional que Dios abriga por nosotros y la confianza en el mismo debiera estimularnos a profesarle una devoción más profunda. Esa devoción no es solo un sentimiento de calidez y afecto hacia Dios, sino una fuerza activa que nos conmina a amoldarnos a Él en mente, cuerpo, alma y espíritu.

Deseo de Dios

La combinación del amor que Dios nos tiene, la reverencia —o temor— que le manifestamos y el deseo que tenemos de Él son cardinales para la devoción que le expresamos. Nuestro deseo de Dios se aprecia en lo que escribió el rey David:

Una sola cosa le pido al Señor, y es lo único que persigo: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura del Señor y recrearme en Su templo[22].

Ya que Dios es espíritu, David no contemplaba en ese momento la belleza física de Dios, sino Sus atributos. Gracias a lo que representa y al amor que alberga por nosotros, deseamos comulgar con Dios. Al igual que Enoc y Noé, anhelamos caminar con Dios. Deseamos habitar en la casa del Señor durante días sin fin[23], permanecer unidos a Él y que Él permanezca unido a nosotros[24].

Nuestro deseo de Dios implica más que simplemente servirle y ocuparnos de Su obra; es también más que la oración o la lectura de la Biblia, aunque todas esas acciones son parte de ello. Desear al Señor significa anhelarlo, ansiar Su compañía y Su presencia en nuestra vida. La culminación de nuestra futura unión con Dios se puede apreciar en la descripción de la nueva Jerusalén, cuando Él morará con Su pueblo en la Tierra.

Vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de parte de Dios, ataviada como una esposa hermoseada para su esposo. Y oí una gran voz del cielo, que decía: «El tabernáculo de Dios está ahora con los hombres. Él morará con ellos, ellos serán Su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios»[25].

El llamado que Jesús hizo a una de las iglesias del Apocalipsis es el mismo que nos hace hoy a nosotros:

Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye Mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo[26].

Se entendía que compartir una comida con alguien era tener comunión o compañerismo con él. Nuestro deseo de Dios engloba nuestro deseo de compartir con Él, de conocerlo mejor, de amarlo más profundamente. Cuando pasamos un rato en Su presencia irradiamos ante los demás Sus atributos, es decir Su gloria, amor, bondad, calidez y misericordia. Lo reflejamos porque hemos adquirido un mayor parecido con Él.

La veneración y temor reverencial que expresamos al Señor, nuestro entendimiento del profundo amor que abriga por nosotros y nuestro hondo deseo de Él son focos fundamentales de atención para quienes aspiramos a ser más como Jesús. Todos ellos en conjunto crean dentro de nosotros una devoción centrada en Dios, que es la base para alcanzar una semejanza con Él.


Nota

A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.


[1] Jerry Bridges, La devoción de Dios en acción (Libros Desafío, 10 de octubre de 2011).

[2] Génesis 5:21-24.

[3] Hebreos 11:5.

[4] Génesis 6:9 (NVI).

[5] Miqueas 6:8 (LBLA).

[6] Génesis 3:9,10.

[7] Bridges, The Practice of Godliness, 16

[8] Isaías 6:5 (LBLA).

[9] Apocalipsis 1:12, 17.

[10] 2 Corintios 11:2.

[11] Apocalipsis 19:7.

[12] Salmo 22:23.

[13] Salmo 68:34,35.

[14] Salmo 99:3 (NVI).

[15] Hebreos 12:28,29.

[16] 1 Timoteo 6:14–16.

[17] 1 Timoteo 1:17.

[18] Judas 1:24,25.

[19] 1 Juan 4:9,10.

[20] Juan 3:16.

[21] Romanos 8:38,39.

[22] Salmo 27:4 (NVI).

[23] Salmo 23:6 (BLPH).

[24] Juan 15:4.

[25] Apocalipsis 21:2,3.

[26] Apocalipsis 3:20.

 

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