Enviado por Peter Amsterdam
marzo 13, 2018
[Covenant—Part 3]
Tal como vimos en la 2ª parte de esta serie, los israelitas quebrantaron el pacto con su idolatría. Luego, a raíz de las súplicas de Moisés, Dios los perdonó, y se renovó la alianza. Posteriormente Moisés, siguiendo instrucciones divinas, construyó el tabernáculo donde estuvo la presencia de Dios. El tabernáculo era una carpa dividida en dos partes. La parte del fondo se llamaba el «lugar santísimo»; allí estaba el Arca de la Alianza, donde se entendía que moraba Dios. El espacio situado más cerca de la entrada se llamaba el «lugar santo». En el lugar santo estaba la mesa de la proposición, sobre la que había doce panes, el «pan de la proposición». Únicamente los sacerdotes podían comer ese pan, y se les exigía que lo hicieran dentro del tabernáculo. Eso era para recordarles a las doce tribus de Israel que era Dios quien les daba el sustento. En el lugar santo estaba también el altar del incienso, justo enfrente del Arca de la Alianza, pero separado de ella por un velo, ya que el Arca se encontraba en el lugar santísimo. Un tercer implemento era un candelabro de oro para siete lámparas, que alumbraba el lugar santo. Fuera del tabernáculo estaba el altar principal, sobre el cual se hacían sacrificios. Dios le dijo a Moisés que ese altar sería donde Él se reuniría con el pueblo de Israel.
Dijo:
Las generaciones futuras deberán ofrecer siempre este holocausto al Señor. Lo harán a la entrada de la Tienda de reunión, donde Yo me reuniré contigo y te hablaré, y donde también me reuniré con los israelitas. Mi gloriosa presencia santificará ese lugar. Consagraré la Tienda de reunión y el altar, y consagraré también a Aarón y a sus hijos para que me sirvan como sacerdotes. Habitaré entre los israelitas, y seré su Dios[1].
Entender que Dios habitaba entre el pueblo de Israel nos permite contextualizar las leyes de Moisés. Uno de los atributos divinos es la santidad. La santidad implica que Dios es distinto de Su creación, de los seres humanos.
La santidad de Dios con relación a Su esencia representa todos los atributos que lo hacen diferente y mayor que nosotros. Representa la divinidad de Dios. Constituye la diferencia esencial entre Dios y los hombres. Únicamente Dios es Dios; no hay nadie como Él. Es sagrado. Es el Creador, y el hombre es Su criatura. Es superior al hombre en todo sentido. Es divino. Cierto autor lo expresa con los siguientes términos: «La santidad es la divinidad de Dios»[2].
Como Dios es santo y por tanto no podía estar en presencia de nada que no lo fuera, los israelitas también debían ser santos para que Dios habitara entre ellos. Por consiguiente, les mandó: «Os santificaréis y seréis santos, porque Yo soy santo»[3].
Habéis, pues, de serme santos, porque Yo, el Señor, soy santo, y os he apartado de entre los pueblos para que seáis Míos[4].
Dios mandó a Moisés que estableciera un sacerdocio y un sistema de sacrificios que le permitiera al pueblo volver a un estado de santidad cuando había pecado. Como los sacerdotes judíos servían a Dios, se les exigía que fueran santos en mayor grado aún que el israelita promedio. Dios les impuso restricciones concretas que debían respetar para mantenerse santos[5].
El sacerdote está consagrado a su Dios. Por tanto, lo santificarás, pues el pan de tu Dios ofrece; santo será para ti, porque santo soy Yo, el Señor, el que os santifico[6].
El libro de Levítico reseña lo que debían hacer los israelitas para ser santos, a fin de que Dios morara con ellos. O sea, que aunque a nosotros las leyes de Moisés nos pueden parecer restrictivas, para ellos eran el medio de acceder al gran privilegio de que Dios habitara entre ellos.
Las leyes que recibieron por medio de Moisés les recordaban continuamente que Dios quería que fueran moral y ritualmente puros, santos (con frecuencia dice «limpios»), a fin de que Él pudiera morar con ellos. La importancia de ser santos o limpios, en vez de impuros, queda bien clara en Levítico, donde la palabra santo y sus derivadas —santidad, santificar— aparecen 152 veces. La palabra limpio y otras relacionadas aparecen 74 veces[7]. Esos términos aparecen también en los libros de Números y Deuteronomio.
Por supuesto que había circunstancias que hacían que uno dejara de estar en un estado de santidad. Eso no quería decir que la persona fuera moralmente impura o inmunda, ya que uno podía quedar temporalmente impuro a causa de ciertas enfermedades, funciones del cuerpo o actividades como tocar algo que Dios hubiera declarado impuro. Todo el que quedaba en un estado de impureza debía seguir cierto ritual para purificarse —o santificarse— de nuevo.
Hay distintas opiniones sobre los motivos por los que Dios declaró unas cosas limpias y otras impuras. Nadie sabe a ciencia cierta los criterios que siguió. Los comentaristas dan, entre otras, las siguientes explicaciones: 1) Las distinciones son arbitrarias, solo Dios conoce los motivos; 2) Los animales impuros estaban asociados a cultos paganos o deidades no israelitas; 3) Las criaturas impuras no debían comerse porque eran portadoras de enfermedades (aunque, si ese era el motivo, uno se pregunta: ¿Cómo es que el Nuevo Testamento enseña que no estamos obligados a cumplir esas leyes sobre los alimentos?)[8]; 4) La conducta y los hábitos de los animales limpios eran una ilustración viviente de cómo debían comportarse los israelitas, mientras que los impuros representaban a los hombres pecadores. Se considera que todas esas sugerencias contienen importantes inconsistencias.
La interpretación que parece más convincente es que las reglas sobre lo que era limpio/impuro ilustraban el concepto de la santidad o separación de Dios y eran la forma en que los israelitas expresaban su propia santidad y lo que los distinguía de los gentiles. A lo largo de su vida cotidiana, mediante los alimentos que ingerían y la ropa que se ponían, las reglas de pureza les recordaban que Dios los había redimido y que eran un pueblo que había sido llamado y separado del resto de la humanidad, el pueblo escogido de Dios. Las leyes eran un recordatorio continuo de que debían caracterizarse ante todo por su pureza e integridad, como pueblo especial consagrado a Dios.
En las leyes de Levítico hay otro aspecto de la santidad relacionado con la integralidad o completitud, por oposición a la mezcolanza y la confusión. Por ejemplo, a los israelitas no se les permitía cruzar su ganado, ni sembrar en sus campos dos tipos de semillas al mismo tiempo, ni ponerse ropa hecha de más de un género.
Si bien los israelitas, para ser santos, debían observar estrictamente las instrucciones que Dios les había dado por revelación, no era suficiente que cumplieran la letra de la Ley, observaran los rituales, comieran solo ciertos alimentos, etc. También se les pedía que amaran a su Creador, que además de estar físicamente separados de las demás naciones fueran diferentes espiritualmente, como pueblo santo de Dios.
Habéis, pues, de serme santos, porque Yo, el Señor, soy santo, y os he apartado de entre los pueblos para que seáis Míos[9].
Claro que, como los israelitas no eran perfectos, invariablemente pecaban, por lo que a veces se volvían impuros. Por ese motivo, Dios dispuso una forma de que los pecadores pudieran obtener perdón y purificarse nuevamente. Cuando alguien pecaba, podía alcanzar el perdón haciendo una ofrenda de purificación, en la que se derramaba la sangre de un animal. También se exigía derramamiento de sangre cuando alguien tenía una enfermedad que lo volvía impuro. Aunque el pecado y las enfermedades ponían a una persona en un estado de impureza, el sacrificio revertía el proceso. Así, aunque el pueblo de Israel se santificó en el monte Sinaí, después de eso, cuando alguien pecaba o desobedecía la Ley y se volvía impuro, tenía que pasar por el proceso de santificación para renovarse y restaurar su relación con Dios y la comunidad.
La muerte de un animal sacrificado expiaba los pecados del pecador. El libro de Hebreos explica:
Según la Ley, casi todo es purificado con sangre; y sin derramamiento de sangre no hay remisión[10].
En el Antiguo Testamento, para el perdón de los pecados se requería el sacrificio de animales. La muerte de Jesús en la cruz por los pecados del mundo —el máximo sacrificio— acabó de una vez por todas con la necesidad de hacer sacrificios de animales. La remisión de los pecados y la reconciliación con Dios son posibles gracias al derramamiento, por una sola vez, de la sangre de Jesús. A raíz de Su muerte en la cruz, nuestros pecados han quedado perdonados, lo cual significa que Dios puede morar en nosotros por medio del Espíritu Santo. Con el derramamiento de la sangre de Jesús, Dios hizo una nueva alianza con Su pueblo.
Esto es Mi sangre del nuevo pacto que por muchos es derramada[11].
En el libro de Hebreos dice:
El servicio sacerdotal que Jesús ha recibido es superior al de [los sacerdotes del Antiguo Testamento], así como el pacto del cual es mediador es superior al antiguo, puesto que se basa en mejores promesas. Efectivamente, si ese primer pacto hubiera sido perfecto, no habría lugar para un segundo pacto. Pero Dios, reprochándoles [a los judíos del Antiguo Testamento] sus defectos, dijo: «Vienen días —dice el Señor—, en que haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No será un pacto como el que hice con sus antepasados el día en que los tomé de la mano y los saqué de Egipto […]. Este es el pacto que después de aquel tiempo haré con la casa de Israel —dice el Señor—: Pondré Mis leyes en su mente y las escribiré en su corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán Mi pueblo. […] Yo les perdonaré sus iniquidades, y nunca más me acordaré de sus pecados». Al llamar «nuevo» a ese pacto, ha declarado obsoleto al anterior[12].
Los cristianos no estamos obligados a cumplir los términos de la antigua alianza, sino que estamos sujetos a la nueva, forjada mediante el sacrificio y la muerte de Jesús en la cruz y Su expiación de nuestros pecados. Uno se pregunta, entonces, qué lugar ocupan en nuestra vida, como cristianos, los libros de la Ley del Antiguo Testamento. ¿Se nos aplican hoy en día las leyes de los libros de Levítico, Números y Deuteronomio?
Algunas parecen aplicarse, ya que hay constancia de que Jesús hizo mención de ellas, por ejemplo:
Amarás al Señor, tu Dios, de todo tu corazón, de toda tu alma y con todas tus fuerzas[13].
Amarás a tu prójimo como a ti mismo[14].
Jesús citó la mayoría de los Diez Mandamientos[15]. También el apóstol Pablo[16]. Pablo hizo el siguiente resumen de la Ley:
No tengan deudas pendientes con nadie, a no ser la de amarse unos a otros. De hecho, quien ama al prójimo ha cumplido la ley. Porque los mandamientos que dicen: «No cometas adulterio», «No mates», «No robes», «No codicies», y todos los demás mandamientos, se resumen en este precepto: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». El amor no perjudica al prójimo. Así que el amor es el cumplimiento de la ley[17].
Es interesante que, a pesar de que no estamos obligados a cumplir la Ley como lo estaban los israelitas del Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento enseña muchos de los mismos principios. Por ejemplo, Jesús le dijo al Diablo: «Vete, Satanás, porque escrito está: “Al Señor tu Dios adorarás y solo a Él servirás”»[18], que es el primer mandamiento. En 1 Juan dice: «Hijitos, guardaos de los ídolos»[19], consejo que trae a la memoria el segundo mandamiento, que reza: «No te harás imagen ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas ni las honrarás»[20]. Los mandamientos dicen que el pueblo de Dios no debe robar; el Nuevo Testamento también: «El que robaba, no robe más, sino trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno»[21]. Muchas de las enseñanzas del Nuevo Testamento son un calco de las del Antiguo.
Cabe afirmar que el Nuevo Testamento propugna el mismo grado de moralidad personal que el Antiguo. En el Antiguo, la exhortación era: «Seréis santos, porque Yo soy santo». Jesús expresó el mismo concepto al decir: «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto»[22].
Por supuesto que a los israelitas se les dieron muchas leyes relacionadas con su particular situación y circunstancias y que no son directamente aplicables a nosotros hoy en día. Sin embargo, sí podemos aplicar muchos de los principios que inspiraron esas leyes. Por ejemplo, en Deuteronomio dice:
Cuando edifiques una casa nueva, harás pretil a tu terrado; así evitarás que caiga sobre tu casa la culpa de la sangre, si de él se cae alguien[23].
En Israel, las casas tenían azotea, que la gente usaba y en la cual hasta dormía. Así pues, el propósito de la ley que mandaba construir un murito alrededor de la azotea era evitar que alguien se cayera, y coincidía con el del mandamiento de no matar. Aunque esa ley no se nos aplique a nosotros directamente, sí se aplica el principio de velar por la seguridad de las personas, de cerciorarse de que en la casa y en el lugar de trabajo no haya lugares peligrosos.
Este es otro ejemplo:
Cuando siegues la mies de tu tierra, no segarás hasta el último rincón de ella ni espigarás tu tierra segada. No rebuscarás tu viña ni recogerás el fruto caído de tu viña; para el pobre y para el extranjero lo dejarás[24].
Si bien no todos tenemos campos de cereales en los que podamos dejar espigas sin recoger para beneficio de los pobres, el concepto de ayudar a los menesterosos no ha cambiado. Podemos hacerlo de otra manera, pero el principio de ayudar a los necesitados no ha perdido validez.
Jesús, mirándolo, lo amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo»[25].
Nos pidieron que nos acordáramos de los pobres; lo cual también me apresuré a cumplir con diligencia[26].
Si bien no es necesario que los creyentes de hoy en día cumplan los cientos de leyes rituales del Antiguo Testamento que aparecen en el libro de Levítico, conviene entender que tales leyes son expresiones de los valores de Aquel que las dio. Cierto autor lo explica de la siguiente manera:
Como la mayoría de las sociedades valoran la vida, tienen leyes que prohíben muy explícitamente el homicidio; como valoran el derecho a la propiedad privada, tienen leyes que prohíben muy explícitamente el robo. Lo mismo sucede con las leyes que el Señor da en Levítico: son una expresión de Sus valores. Esa relación entre las leyes y los valores del Señor es importante por el sencillo motivo de que, como Sus valores reflejan Su naturaleza, y Su naturaleza es perfecta y constante, es lógico pensar que los valores que hay detrás de esas leyes nos permiten vislumbrar el corazón del Señor; en otras palabras, que los que aspiran a reflejar Su imagen pueden aprender mucho de ellas[27].
Aunque no estamos sujetos a las leyes del mismo modo que los israelitas del Antiguo Testamento, lo que se les pide a los creyentes de hoy en día no ha cambiado: «Seréis santos, porque Yo soy santo». Muchos de los principios expresados en el Antiguo Testamento se nos siguen aplicando, ya que también aparecen por todo el Nuevo Testamento. La presencia de Dios estuvo entre los israelitas en tiempos bíblicos, y se los llamó a ser santos. Hoy en día, Su presencia está con nosotros por medio del Espíritu Santo, e igualmente se nos llama a ser santos.
Alabado sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en las regiones celestiales con toda bendición espiritual en Cristo. Dios nos escogió en Él antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha delante de Él[28].
Como hijos obedientes, no se amolden a los malos deseos que tenían antes, cuando vivían en la ignorancia. Más bien, sean ustedes santos en todo lo que hagan, como también es santo quien los llamó; pues está escrito: «Sean santos, porque Yo soy santo»[29].
A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.
[1] Éxodo 29:42–45 (NVI).
[2] Lo esencial: Naturaleza y personalidad de Dios.
[3] Levítico 11:44.
[4] Levítico 20:26. V. también Levítico 11:44, 19:1,2, 20:7,8.
[5] En Levítico 21:1–8 se enumeran algunas de las restricciones.
[6] Levítico 21:7,8.
[7] Gordon J. Wenham. The Book of Leviticus (Grand Rapids: William B. Eerdmans Publishing Company, 1979), 18 nota 25.
[8] Hechos 10:9–16, 1 Timoteo 4:1–3, Marcos 7:19.
[9] Levítico 20:26.
[10] Hebreos 9:22,
[11] Marcos 14:23–25, Lucas 22:20, Mateo 26:26–28.
[12] Hebreos 8:6–10,12,13 (NVI).
[13] Deuteronomio 6:5; Mateo 22:36–38; Marcos 12:29–30,33.
[14] Levítico 19:18; Mateo 19:19, 22:39; Marcos 12:31.
[15] Mateo 19:16–19.
[16] Romanos 13:8–10.
[17] Romanos 13:8–10 (NVI).
[18] Mateo 4:10.
[19] 1 Juan 5:21.
[20] Éxodo 20:4,5.
[21] Efesios 4:28.
[22] Mateo 5:48.
[23] Deuteronomio 22:8.
[24] Levítico 19:9,10.
[25] Marcos 10:21.
[26] Gálatas 2:10.
[27] Jay Sklar, Leviticus (Downers Grove: InterVarsity Press, 2014), 57.
[28] Efesios 1:3,4 (NVI).
[29] 1 Pedro 1:14–16 (NVI).
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