Más como Jesús: A semejanza de Dios (1ª parte)

julio 19, 2016

Enviado por Peter Amsterdam

[More Like Jesus: In God's Likeness (Part 1)]

(El presente artículo se basa en puntos esenciales del libro Classical Arminianism [Arminianismo clásico], de F. Leroy Forlines[1].)

Como ya lo expusimos en artículos anteriores de esta serie, ser más como Jesús exige un esfuerzo en dos sentidos: debemos despojarnos del pecado y revestirnos de Cristo. Es necesario desechar las obras de las tinieblas y vestirnos de las armas de luz[2]; revestirnos del Señor Jesucristo[3]; renunciar a nuestra antigua manera de vivir[4] y ponernos el ropaje de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad[5]. Si queremos vivir a tono con Dios es preciso enfocarnos tanto en el aspecto positivo como en el negativo. El positivo consiste en revestirnos de Cristo y el negativo en vencer el pecado en nuestra vida.

Si bien no me gusta hablar del pecado, el pecado está ligado a la vida de cada ser humano, y al irnos revistiendo de Cristo debemos hacer frente al pecado y superarlo. Claro que nunca lograremos erradicar completamente el pecado de nuestra vida terrenal, pero sí podemos disfrutar de cierta medida de victoria, por la gracia de Dios y con Su ayuda. La salvación nos libera del férreo dominio que el pecado tiene sobre nuestra vida y posibilita que el Espíritu de Dios nos transforme.

A fin de entender el cambio que la salvación genera en nuestra vida en lo que atañe a vencer el pecado, es preciso remontarnos al pasado —antes que el pecado se introdujera en la humanidad— y examinar luego las repercusiones que tuvo la incursión del pecado. Por último, es necesario revisar el cambio que tuvo lugar en cuanto al dominio que el pecado ejerce en la humanidad gracias a la muerte de Cristo por nuestros pecados. Para ello empecemos con la creación del género humano a imagen de Dios.

La Escritura nos dice:

Dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza.» [...] Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó[6].

Este versículo nos revela que los seres humanos están hechos tomando como modelo a Dios. Dios es personal, y nosotros, al igual que Él, somos racionales, conscientes de nosotros mismos e inteligentes. Estamos dotados además de voluntad, emociones y conocimiento. Poseemos la facultad de pensar, razonar y aprender.

También tenemos una similitud moral con Dios. La Escritura enseña que cada ser humano lleva la ley de Dios «escrita en su corazón»[7]. Todo el mundo sabe distinguir intrínsecamente entre el bien y el mal, ya que cada uno es poseedor de una conciencia que lo acusa cuando hace lo malo. No estamos facultados para decidir si debemos ajustarnos o no a los valores morales de Dios, puesto que Dios ya estableció ese parámetro cuando nos creó. Podemos decidir que no queremos atenernos a Sus principios, pero eso no quita que tenemos la obligación de hacerlo y que existen consecuencias en caso de actuar contrariamente a la ley moral de Dios. Cuando cada uno tenga que rendir cuentas ante Dios al término de su vida, ninguno podrá aducir que ignoraba que asesinar, mentir, robar, etc. estuviera mal. Dios ha infundido en cada ser humano los principios elementales de la moral.

La Escritura habla del papel que juega la mente en nuestra vida de fe y determinaciones morales:

Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente[8]. Cada uno esté plenamente convencido de lo que piensa[9]. Pondré Mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré; y seré a ellos por Dios y ellos me serán a Mí por pueblo[10].

La Biblia emplea las palabras pensar, razonar, entender y entendimiento numerosas veces. Hacemos uso de la mente para pensar, razonar, juzgar, sacar conclusiones, evaluar situaciones, etc.

La Escritura también se refiere a nuestro corazón. El corazón representa el núcleo de nuestras emociones, el lugar íntimo desde el cual brotan los sentimientos. Leemos acerca de alegría en el corazón[11], como también de tristeza[12], desprecio[13], amor[14], valor[15] y angustia[16].

La Escritura también se refiere a nuestra facultad de elegir, nuestra voluntad, el hecho de que podemos actuar según nuestros deseos. Jesús aludió a la capacidad de decisión del individuo:

Si alguien quiere ser Mi discípulo...[17] ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, pero no quisiste![18] Si alguien está dispuesto a hacer la voluntad de Dios, podrá reconocer si Mi enseñanza viene de Dios...[19]

Somos seres dotados de libre albedrío, y la capacidad de decisión forma parte de nuestra persona.

Una manifestación de que fuimos hechos a imagen de Dios es que poseemos una mente que piensa, razona y entiende. También poseemos sentimientos y emociones, y autodeterminación. En nuestra totalidad, somos seres pensantes, sintientes y actuantes. Pensamos con la mente, sentimos con el corazón y actuamos con la voluntad. Aunque se los enumera como si funcionaran de manera independiente, nuestra mente, corazón y voluntad, en conjunto, son parte integral de lo que somos.

Al referirse al concepto de que los seres humanos somos personas racionales, morales, por lo general se lo califica de similitud constitucional de Dios. La imagen de Dios inserta en los seres humanos tal como fueron creados en un principio (Adán y Eva) comprendía también la similitud funcional. Esta última significa que el género humano, como fue creado originariamente, pensaba, sentía y actuaba de tal modo que complacía a Dios. La similitud constitucional tiene que ver con nuestra condición de persona. La similitud funcional se refiere al modo de pensar, sentir y actuar de la persona, y también se la denomina personalidad. (Personalidad en este sentido no tiene que ver con los rasgos de carácter, como cuando decimos: «ella tiene una personalidad agradable».) Al principio, cuando fueron creados los seres humanos, antes de la caída, se los hizo a semejanza de Dios en lo que respecta a su condición de persona y a su personalidad.

La personalidad funciona en dos planos: el consciente y el subconsciente. Los primeros seres humanos al momento de su creación y a medida que se fueron desarrollando hasta la caída, actuaban a semejanza de Dios tanto en el plano consciente como en el subconsciente.

El subconsciente —empleado aquí en su sentido amplio que abarca mente, corazón y voluntad— contiene ideas, actitudes y reacciones que han llegado a formar parte de lo que somos y que influyen sobre nuestros pensamientos, acciones y reacciones, muchas veces sin que nos demos cuenta siquiera. La mente en este sentido —subconsciente— entraña nuestra personalidad global: mente, corazón y voluntad. Inconsciente o automáticamente almacenamos conocimientos o ideas en la mente subconsciente, a los que luego podemos acceder cuando los necesitemos. Una porción muy pequeña de todos los conocimientos adquiridos residen en un momento dado en nuestra mente consciente.

Si bien la Escritura no usa las palabras mente subconsciente, sí alude a partes de nuestra memoria, experiencia y corazón a las que no se puede acceder con la mente consciente. David pidió a Dios que lo librara de errores ocultos[20]. Esos errores no estarían ocultos a Dios, por lo que es posible que David se refiriera a errores que él mismo desconocía, cosas ocultas muy profundamente en su interior, de las cuales no tenía consciencia y a las que no podía acceder. Vemos algo parecido cuando rezó:

Examíname, Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos. Ve si hay en mí camino de perversidad y guíame en el camino eterno[21]. En otro pasaje declara: Tú amas la verdad en lo íntimo y en lo secreto me has hecho comprender sabiduría[22].

Lo secreto, en otras versiones, se traduce como en lo oculto, en lo íntimo del ser. David se refiere a nuestro interior, la parte que está oculta. Aunque los términos empleados difieren, los antiguos escritores sabían que existía una parte de nuestra mente/corazón/ser íntimo que yace en lo más profundo o permanece oculta a nuestra mente consciente.

Antes de la caída, los subconscientes de Adán y Eva no conocían sino ideas y actitudes que guardaban semejanza con Dios. Desconocían el mal. Tanto en el plano consciente como en el subconsciente no conocían sino la bondad; de ahí que pensaran, sintieran y actuaran en consonancia con Dios. A ese estado se lo denomina «justicia original». La condición originaria de los primeros seres humanos era una de santidad positiva, no un estado de inocencia o neutralidad moral. Adán y Eva poseían una justicia o integridad innata. Pensamientos, sentimientos y actos íntegros eran parte inherente de ellos, componentes de su ser creado a semejanza de Dios.

En la serie Lo esencial lo expliqué así:

Antes de la Caída Adán y Eva eran puros y capaces de no pecar (el término teológico es posse non peccare). Si bien podían escoger pecar, también podían optar por no hacerlo y por ende permanecer sin pecado. Después de la caída eso cambió. Su pureza moral se desvaneció, y su deseo y capacidad de ajustarse a la voluntad de Dios quedaron alterados. Perdieron su capacidad de no pecar y por ende de permanecer libres de pecado, y de ahí en más ellos y todos los seres humanos que vinieron después fueron non posse non peccare, que significa incapaces de no pecar. Desde aquel momento los seres humanos se volvieron pecadores por naturaleza y, si bien pueden abstenerse de pecar en algunas ocasiones, por naturaleza pecan y no cuentan con la capacidad de no hacerlo. Aunque aún estamos hechos a imagen de Dios, esa imagen se ha viciado a causa del pecado. A Dios gracias que como cristianos podemos contrarrestar algunos de los efectos de nuestra naturaleza pecaminosa por medio de la Palabra de Dios, creyendo en ella, permaneciendo en ella, asimilándola y aplicándola; y en el momento de la resurrección de los muertos, cuando los cristianos sean levantados en gloria y vuelvan a juntarse a su cuerpo, quedaremos liberados de los efectos de nuestra pecaminosa naturaleza humana[23].

Antes que Adán y Eva pecaran, el marco de posibilidades en el que obraban daba cabida a una de dos: permanecer en la práctica de la justicia plena o cometer pecado. Una vez que pecaron, ya no les fue posible actuar dentro de ese marco. Les resultó imposible practicar la justicia ininterrumpidamente, toda vez que no eran ya incapaces de pecar. Perdieron su «justicia original» como consecuencia de haber desobedecido a Dios. Desde la caída los seres humanos nacen con una naturaleza congénitamente pecadora, lo que significa que estamos inherentemente inclinados a pecar. Este estado en el que nacemos se llama «pecado original».

Después de la caída de la humanidad, la similitud constitucional de Dios permaneció en nuestro interior, aunque algo lesionada. Todavía somos seres racionales, pensantes, sintientes y actuantes. No obstante, hemos perdido la similitud funcional de Dios en el sentido de que ya no pensamos, sentimos y actuamos naturalmente a semejanza de Dios. Nuestra mente subconsciente ya no está orientada hacia Dios con pensamientos, sentimientos y actos íntegros; de ahí que somos proclives a pecar.

La salvación por medio de la fe en la muerte y resurrección de Jesús anula el poder del pecado en nuestra vida. No produce un cese del pecado, pero sí altera el dominio que éste tiene sobre nosotros. La salvación modifica nuestra relación con Dios. Gracias a que Cristo llevó una vida libre de pecado y a que se sacrificó con Su muerte en la cruz, no estamos ya bajo el yugo del pecado. Dios ya no nos considera culpables; no estamos ya alejados de Él[24]. Antes de eso estábamos bajo el poder del pecado; sin embargo, por medio de la salvación ese poder se rompe. Nos hemos librado de la esfera en que reinaba el pecado y nos trasladamos a la esfera de la gracia de Dios.

La salvación separa a los cristianos del resto de la humanidad por cuanto ya no comparecemos ante Dios en calidad de culpables; se nos ha declarado justos. Nos transformamos mediante un nuevo nacimiento y la renovación del Espíritu Santo.

En otro tiempo también nosotros éramos necios y desobedientes. Estábamos descarriados y éramos esclavos de todo género de pasiones y placeres. Vivíamos en la malicia y en la envidia. Éramos detestables y nos odiábamos unos a otros. Pero cuando se manifestaron la bondad y el amor de Dios nuestro Salvador, Él nos salvó, no por nuestras propias obras de justicia sino por Su misericordia. Nos salvó mediante el lavamiento de la regeneración y de la renovación por el Espíritu Santo, el cual fue derramado abundantemente sobre nosotros por medio de Jesucristo nuestro Salvador. Así lo hizo para que, justificados por Su gracia, llegáramos a ser herederos que abrigan la esperanza de recibir la vida eterna[25].

Haber nacido de nuevo y habernos renovado por obra del Espíritu Santo significa que en nuestra vida ha tenido lugar una transformación, la cual implica que hemos sido hechos conformes a la imagen de Su Hijo[26]. Conformarnos a la imagen del Hijo se puede interpretar en el sentido de ajustar nuestra vida de tal forma que produzca cambios en nuestro modo de pensar, sentir y actuar, y así poder asumir la semejanza de Cristo. En cierto sentido, exige un cambio en nuestro subconsciente, una reprogramación de los esquemas con que fuimos creados. Si bien nuestros pensamientos, palabras y acciones tienen lugar en un plano consciente, constituyen expresiones de nuestra naturaleza interior esencial, la cual subyace en un plano subconsciente. El término teológico para ese cambio o transformación de nuestra vida es santificación, que entraña un crecimiento gradual y progresivo hacia la armonía con Dios, gestado por el Espíritu Santo.

Como ya han sido liberados del pecado y hechos siervos de Dios, el provecho que obtienen es la santificación, cuya meta final es la vida eterna[27].

El apóstol Pablo habla del proceso de ir incorporando en nosotros la imagen de la gloria del Señor:

Nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en Su misma imagen[28].

La raíz griega de la palabra transformados, traducida aquí, indica un cambio interior, no exterior. Al emplear esa palabra Pablo se refiere a una metamorfosis profunda y fundamental de la naturaleza íntima de los cristianos. Supone una variación de nuestra personalidad —que ya definimos en párrafos anteriores, en cuanto a nuestro modo de pensar, sentir y actuar—, una renovación de nuestros circuitos internos. Un cambio a ese nivel fundamental encauza nuestros pensamientos, sentimientos y acciones de tal modo que concuerden con la naturaleza de Dios. Una transformación de esa envergadura en nuestra vida interior —mente, corazón y voluntad— debiera manifestarse en nuestra vida exterior. Nuestros actos externos emanan de las realidades internas de nuestra personalidad.

Transformarnos y conformarnos a la imagen de Cristo es posible gracias a la salvación, que nos libera del dominio que el pecado ejerce en nuestra vida y nos permite pensar y actuar —tanto consciente como inconscientemente— de manera más acorde con los principios divinos. Eso no quiere decir que no pecamos; más bien posibilita que vayamos creciendo en imitación de Cristo. Así podremos desligarnos de la esclavitud al pecado a la que estábamos sujetos anteriormente. Aunque las conductas pecaminosas perduran dentro de nosotros, el pecado ya no tiene el mismo influjo sobre nosotros. A veces caemos, porque somos humanos, pero en lo más profundo de nuestro ser deseamos hacer lo correcto. El pecado no se enseñorea ya de nosotros; más bien deseamos acercarnos a Dios, lo cual conseguimos al alejarnos del pecado.

Acérquense a Dios, y Él se acercará a ustedes. Limpien sus manos, pecadores; y ustedes de doble ánimo, purifiquen sus corazones[29].

Acercarse a Dios es alejarse del pecado.

(Continuará.)


Nota

A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.


[1] Nashville: Randall House Publications, 2011.

[2] Romanos 13:12.

[3] Romanos 13:14 (DHH).

[4] Efesios 4:22 (DHH).

[5] Efesios 4:24 (NVI).

[6] Génesis 1:26,27. Véase también Génesis 9:6.

[7] Cuando los gentiles que no tienen la Ley hacen por naturaleza lo que es de la Ley, estos, aunque no tengan la Ley, son ley para sí mismos, mostrando la obra de la Ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia y acusándolos o defendiéndolos sus razonamientos en el día en que Dios juzgará por medio de Jesucristo los secretos de los hombres, conforme a mi evangelio (Romanos 2:14-16).

[8] Mateo 22:37.

[9] Romanos 14:5.

[10] Hebreos 8:10.

[11] Salmo 4:7.

[12] Romanos 9:2.

[13] 2 Samuel 6:16.

[14] Mateo 22:37.

[15] Salmo 27:14 (NVI).

[16] Salmo 13:2.

[17] Mateo 16:24 (NVI).

[18] Mateo 23:37.

[19] Juan 7:17 (DHH).

[20] Salmo 19:12,13.

[21] Salmo 139:23,24.

[22] Salmo 51:6.

[23] Lo esencial: La humanidad, a imagen y semejanza de Dios (1ª parte)

[24] A Dios le agradó habitar en Él con toda Su plenitud y, por medio de Él, reconciliar consigo todas las cosas, tanto las que están en la tierra como las que están en el cielo, haciendo la paz mediante la sangre que derramó en la cruz. En otro tiempo ustedes, por su actitud y sus malas acciones, estaban alejados de Dios y eran sus enemigos. Pero ahora Dios, a fin de presentarlos santos, intachables e irreprochables delante de Él, los ha reconciliado en el cuerpo mortal de Cristo mediante Su muerte (Colosenses 1:19-22 NVI).

[25] Tito 3:3–7 (NVI).

[26] Romanos 8:29.

[27] Romanos 6:22 (RVC).

[28] 2 Corintios 3:18.

[29] Santiago 4:8 (NBLH).