Más como Jesús: A semejanza de Dios (2ª parte)

julio 26, 2016

Enviado por Peter Amsterdam

[More Like Jesus: In God's Likeness (Part 2)]

(El presente artículo se basa en puntos esenciales del libro Classical Arminianism [Arminianismo clásico], de F. Leroy Forlines[1].)

La primera parte del artículo A semejanza de Dios formuló que fuimos creados en la similitud constitucional y funcional de Dios. Siendo seres racionales y morales, pensamos, sentimos y actuamos en similitud con Dios. Poseemos mentes pensantes, corazones sintientes y autodeterminación. El ingreso del pecado en la humanidad aniquiló la capacidad humana de no pecar, y nuestro pecado nos separa de Dios. Sin embargo, gracias a la vida y a la muerte expiatoria de Jesús, se rompió la esclavitud que el pecado ejercía en nuestra vida, y por medio de la gracia y la acción del Espíritu Santo nuestro ser interior se puede transformar.

Cuando el apóstol Pablo habla de nuestro ser interior[2], no pretende trazar una distinción clara entre nuestro cuerpo físico y nuestro espíritu/alma, ya que las personas constituimos una unidad de cuerpo y alma. El alma posee un cuerpo y el cuerpo un alma, y la gente está constituida por ambos[3]. Pablo escribe específicamente sobre la mente, el corazón, el espíritu, el alma y el cuerpo; y a menudo lo hace de manera que una de las partes, digamos el corazón, representa al ser interior en su totalidad. Por ejemplo, cuando leemos que se presenten ustedes mismos como ofrenda viva, santa y agradable a Dios[4], entendemos que la mente y la voluntad también participan activamente en la ofrenda del cuerpo, y presentamos todo nuestro ser en sacrificio vivo.

De modo semejante, aunque razonamos y entendemos con la mente, nuestro corazón también puede iluminarse[5]. Obedecer de corazón es lo mismo que obedecer con el alma. Esta unidad la vemos expresada cuando Pablo escribió:

Que el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser —espíritu, alma y cuerpo— sea guardado irreprochable para la venida de nuestro Señor Jesucristo[6].

Unas palabras clave en este versículo son por completo (os santifique por completo) y todo (todo vuestro ser —espíritu, alma y cuerpo—). La palabra griega holoteles, traducida con la locución por completo significa cabal en todo aspecto. Así pues, os santifique por completo significa de pe a pa, íntegramente. El vocablo griego holokleros significa completo en todas sus partes. Pablo manifiesta: «Que toda tu persona —alma, cuerpo y espíritu— sea guardada sin culpa». Él une espíritu, alma y cuerpo de manera que pone de relieve la unicidad de nuestro espíritu, mente, corazón, alma y cuerpo[7].

Si bien todos estos elementos forman una unidad, existen diferencias entre lo que sucede en nuestro interior, nuestros pensamientos, deseos, decisiones y sentimientos, etc. —actividades incorpóreas— y nuestras actividades físicas, que son corpóreas. Interiormente —en corazón, mente, espíritu y alma— tomamos una decisión, la cual llevamos luego a la práctica en nuestro mundo físico por intermedio de nuestro cuerpo. En lo que resta de este artículo, al referirme a las actividades incorpóreas, emplearé la palabra espíritu para representar mente, alma y espíritu: nuestro yo interior o ser íntimo.

Nuestro cuerpo constituye nuestra presencia en el mundo físico y social. Interactuamos con el mundo por medio de nuestro cuerpo, y nuestras decisiones y deseos se manifiestan externamente a través de nuestro cuerpo. Por ejemplo, cuando aprendemos a hablar un idioma, a montar bicicleta o a conducir un auto, adiestramos el cuerpo para realizar esas acciones; pero una vez que el cuerpo está adiestrado, ya no es necesario pensar en cómo realizarlas, puesto que esa información queda almacenada en la mente y el cuerpo es capaz de practicarlas sin mayor cuota de pensamiento consciente.

Nuestro carácter, nuestros actos, las decisiones que tomamos y ejecutamos, todo ello es reflejo de nuestro ser interior. Si a lo largo del tiempo tomamos asiduamente el mismo de tipo de decisiones, deseamos las mismas cosas y desarrollamos los mismos patrones de pensamiento, que luego llevamos a efecto en el mundo físico, nos predisponemos a asumir determinado modo de ser. Nuestras acciones externas dentro del mundo social son manifestación exterior de nuestro ser íntimo.

Nuestro espíritu, a causa del pecado, ha sufrido daño; por ende estamos inclinados al pecado, el cual nos afecta tanto en el plano consciente como en el subconsciente. Somos propensos a pensar, sentir y actuar en contradicción con la naturaleza divina.

No es que a mí me guste hablar mucho del pecado, el dominio que ejerce en nosotros, el perjuicio que produce en las relaciones y particularmente la separación que ocasiona en nuestra relación primordial con Dios. No obstante, cuando nos hemos fijado el objetivo de ser más como Jesús es necesario entender y afrontar el pecado, sea como sea que se manifieste en nuestra vida.

La Escritura alude al pecado en dos sentidos: como un acto y una potencia. El apóstol Pablo lo suele describir como un poder que se introdujo en el mundo y estableció su régimen a través del pecado de Adán[8]. En consecuencia, la humanidad entera terminó en sujeción, esclava del pecado[9] y bajo el poder del mismo[10]. En sus escritos Pablo usa con frecuencia la palabra carne —del griego sarx— para expresar el ser y actitud del hombre en contraste y oposición a Dios y al Espíritu de Dios. La carne ha jurado lealtad a otra potencia: Con la mente sirvo a la ley de Dios, pero con la carne, a la ley del pecado[11]. Por medio de la carne, el poder del pecado subyuga a la persona en su totalidad: cuerpo y espíritu.

Esto se advierte cuando Pablo escribe sobre «las obras de la carne», entre las que incluye pecados de la carne como también de la mente y del espíritu. En un listado abarca los que se llamarían pecados de la carne, tales como inmoralidad sexual y borrachera; sin embargo, los pecados de la mente y el espíritu copan la lista: odios, discordias, celos, enojos o arranques de ira, contiendas/rivalidades, disensiones/divisiones, sectarismos y envidias[12]. Evidentemente los pecados no son solo transgresiones del cuerpo; existen también pecados del espíritu. Y el pecado no solo nos separa de Dios, sino que tiene la capacidad de separarnos también del prójimo.

La salvación deshace el poder que el pecado tiene sobre nosotros, y la gracia de Dios nos ayuda en nuestra lucha por vencer el pecado en nuestra vida. Pablo escribió:

Así como Cristo resucitó por el poder del Padre, [que] también nosotros llevemos una vida nueva...[13] Sabemos que lo que antes éramos fue crucificado con Cristo, para que el poder de nuestra naturaleza pecadora quedara destruido y ya no siguiéramos siendo esclavos del pecado. Porque, cuando uno muere, queda libre del pecado...[14] De la misma manera, también ustedes considérense muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús. Por lo tanto, no permitan ustedes que el pecado reine en su cuerpo mortal, ni obedezcan a sus malos deseos...[15] Así el pecado no tendrá dominio sobre ustedes, porque ya no están bajo la ley sino bajo la gracia...[16] Gracias a Dios que, aunque antes eran esclavos del pecado, ya se han sometido de corazón a la enseñanza que les fue transmitida. En efecto, habiendo sido liberados del pecado, ahora son ustedes esclavos de la justicia[17].

No estamos liberados de todo pecado; eso es imposible, ya que nunca alcanzaremos la perfección en esta vida. Así y todo, nos hemos liberado en el sentido de que el pecado ya no es nuestro amo y señor. Al recibir a Jesús hemos llegado a ser criaturas nuevas: Si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas[18]. A partir de ese momento comenzamos el proceso de crecimiento en cuanto a armonizar con Dios y asemejarnos a Cristo.

Crezcan en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo[19]. Pero ahora abandonen también todo esto: enojo, ira, malicia, calumnia y lenguaje obsceno. Dejen de mentirse unos a otros, ahora que se han quitado el ropaje de la vieja naturaleza con sus vicios, y se han puesto el de la nueva naturaleza, que se va renovando en conocimiento a imagen de su Creador[20]. Nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor[21].

Si deseamos llegar a parecernos más a Cristo, transformarnos en Su imagen y la del Padre, debemos, pues, poner un esfuerzo de nuestra parte para lograr esa semejanza tanto en el plano consciente como en el inconsciente de nuestra personalidad. Esta transformación progresiva, conocida estrictamente hablando como santificación, es obra de la gracia de Dios a través del Espíritu Santo. Está pensada para alterar nuestra naturaleza esencial interior de tal manera que nuestros pensamientos, palabras, acciones y actitud de corazón reflejen a Cristo[22]. Esta obra de la gracia de Dios por medio del Espíritu Santo es un proceso que abarca toda una vida, ya que no alcanzaremos plena santificación hasta que lleguemos al cielo.

En el versículo que cité anteriormente (2 Corintios 3:18), el vocablo griego metamorphoō —en español, transformados— denota un cambio interior más que un mero cambio exterior. Pablo empleó el mismo vocablo cuando escribió:

No os conforméis a este mundo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento[23].

No se trata de un cambio superficial, sino de una mudanza interior, profunda, elemental, que origina que la vida exterior sea una manifestación de la interior.

En el libro Classical Arminianism (Arminianismo clásico), en el cual basé este artículo, figura lo siguiente:

El significado es que la confesión cristiana exige que todas las inclinaciones de nuestra mente sean transformadas. La cláusula entera se puede expresar así: «permitir que Dios cambie tu interior dotándote de una mente completamente nueva» o «posibilitando que tu mente y corazón sean completamente diferentes»[24].

En este caso la mente no solo abarca lo que pensamos, sino también nuestro corazón, voluntad, espíritu y alma, es decir, todo nuestro ser. Hemos de transformarnos mediante la renovación de todo nuestro ser interior; así nuestros actos emanarán de las realidades interiores de nuestro espíritu.

Eso no ocurre automáticamente. La salvación nos libera del dominio del pecado, pero no nos transforma inmediatamente en personas semejantes a Cristo. Contamos con el fruto del Espíritu Santo en nuestra vida, pero eso no implica que la salvación produzca enseguida un cambio en nuestros esquemas de pensamiento, sentimiento y actuación. Nuestro espíritu no revierte de un momento a otro a la «justicia original» de que gozaban Adán y Eva antes de la caída. Seguimos inclinados a pecar, seguimos quebrantados, y lo seguiremos siendo a lo largo de toda nuestra existencia terrenal. Sin embargo, en la medida en que nos rendimos al Espíritu Santo y compaginamos con la Palabra de Dios nos convertimos en la clase de personas que manifiestan el fruto del Espíritu: gente dotada de gozo, paz, paciencia, bondad, amabilidad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí misma[25].

No podemos mostrarnos pasivos en este proceso de transformación. No podemos pretender que el Espíritu Santo nos renueve automáticamente el pensamiento, el corazón, la voluntad, el espíritu y el alma sin ninguna cooperación ni esfuerzo de nuestra parte. Se nos pide que seamos participantes activos, actuando en conjunto con el Espíritu Santo, y que juguemos un papel en nuestra transformación. Tenemos la responsabilidad de reconocer nuestra naturaleza pecaminosa y de esmerarnos con determinación por vivir como Dios nos instruye en Su Palabra.

Cuando habló del pecado en nuestra vida, el apóstol Pablo usó la frase haced morir, pues, lo terrenal en vosotros[26]. En otra parte enumera algunos pecados resaltando que ni siquiera deben nombrarse entre vosotros[27]. Todos los días tenemos la tentación de pecar, pero en nuestro deseo de imitar a Cristo es preciso que invirtamos esfuerzos en el proceso de transformación, reconociendo esa tentación y adoptando una postura clara contra ella. Eso lo hacemos por la gracia de Dios y con la ayuda del Espíritu Santo. Nuestra motivación, basada en el amor y la gratitud que abrigamos hacia Dios, es acercarnos a Él, agradarlo al aplicar a nuestra vida lo que Él ha revelado en la Escritura. Al hacerlo se produce un cambio en nuestro espíritu y se renuevan completamente los circuitos de nuestro ser interior.

Jesús describió el estado de nuestro corazón cuando dijo:

De adentro, del corazón humano, salen los malos pensamientos, la inmoralidad sexual, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, el engaño, el libertinaje, la envidia, la calumnia, la arrogancia y la necedad. Todos estos males vienen de adentro y contaminan a la persona[28]. El apóstol Pablo añadió a la lista bajas pasiones, malos deseos y avaricia[29]; impureza y libertinaje; idolatría y brujería; odio, discordia, celos, arrebatos de ira, rivalidades, disensiones, sectarismos y envidia; borracheras[30].

No cabe duda de que los cristianos que anhelamos ser más como Jesús tenemos por delante una empresa difícil.

Somos humanos y todos los días enfrentamos tentaciones de pecar, así en pensamiento como en acción. En todo caso, a través de la gracia de Dios y en colaboración con el Espíritu, podemos crecer continuamente en espíritu, de tal manera que nuestro corazón, voluntad, emociones, mente —consciente e inconsciente—, alma, espíritu —y por consiguiente nuestros actos— puedan transformarse paulatinamente y adquirir una mayor semejanza a Cristo. Se requiere oración, disciplina espiritual y el compromiso de lograr un mayor parecido a Jesús. La buena noticia, no obstante, es que si optamos por seguir ese sendero, por la gracia de Dios, día a día creceremos espiritualmente en semejanza a Dios.

(En los próximos artículos indicaremos cómo potenciar el proceso de santificación en nuestra vida.)


Nota

A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.


[1] Nashville: Randall House Publications, 2011.

[2] Efesios 3:16; 2 Corintios 4:16; Romanos 7:22.

[3] Gerald F. Hawthorne, Ralph P. Martin, Daniel G. Reid, eds., Dictionary of Paul and His Letters (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1993), 770.

[4] Romanos 12:1.

[5] Efesios 1:18 (NVI).

[6] 1 Tesalonicenses 5:23.

[7] Hawthorne, Martin, and Reid, Dictionary of Paul, 770.

[8] Romanos 5:12–21.

[9] Romanos 6:20.

[10] Romanos 3:9 (DHH).

[11] Romanos 7:25.

[12] Gálatas 5:19–21.

[13] Romanos 6:4 (NVI).

[14] Romanos 6:6,7 (DHH).

[15] Romanos 6:11,12 (NVI).

[16] Romanos 6:14 (NVI).

[17] Romanos 6:17,18 (NVI).

[18] 2 Corintios 5:17.

[19] 2 Pedro 3:18 (NVI).

[20] Colosenses 3:8–10 NVI.

[21] 2 Corintios 3:18.

[22] F. Leroy Forlines, Classical Arminianism (Nashville: Randall House Publications, 2011), 283.

[23] Romanos 12:2.

[24] Barclay M. Newman y Eugene A. Nida, A Translator’s Handbook on Paul’s Letter to the Romans (New York: United Bible Societies, 1973), 235.

[25] Gálatas 5:22,23.

[26] Colosenses 3:5.

[27] Efesios 5:3.

[28] Marcos 7:21–23 NVI.

[29] Colosenses 3:5 NVI.

[30] Gálatas 5:19–21 NVI.