Amar. Vivir. Predicar. Enseñar. Vívelo, 3ª parte

noviembre 8, 2011

Enviado por Peter Amsterdam

En este artículo seguiremos estudiando algunos de los principios relacionados con el concepto de vivirlo.

El principio del perdón

El principio del perdón es sumamente importante en la vida de los cristianos, y sobre todo de los discípulos. Cuando el apóstol Pedro le preguntó a Jesús cuántas veces debía perdonar a su hermano, Él le respondió que 490 veces. Es evidente que quiere que perdonemos.

«Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete?»  Jesús le dijo: «No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete.»[1]

El Señor sabía que otros nos ofenderían y pecarían contra nosotros, y que nosotros haríamos lo mismo. Al decir que debíamos perdonarnos unos a otros 490 veces, dio una clara indicación de que consideraba muy necesario el perdón y que se trataba de algo que seguramente tendríamos que hacer de manera regular.

Como dijo el apóstol Pablo, todos somos pecadores, por lo que todos necesitamos que nos perdonen.

Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios[2].

Recordar que uno mismo peca contra otros y luego debe ser perdonado es estímulo suficiente para perdonar a otros. El Señor nos dio motivación adicional para ello cuando dijo:

Si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas[3].

Jesús hace hincapié en la importancia del perdón cuando dice que si no perdonamos a los demás, el Padre no nos perdonará a nosotros. Con esa declaración Jesús dejó claro que los que perdonan se hacen acreedores a un beneficio, el beneficio de que Dios les perdone sus pecados y ofensas, con lo cual pueden estar en buenos términos con Él. (Encontrarán más sobre este tema en Perdón y salvación.)

Otros pasajes del Nuevo Testamento dan asimismo instrucciones adicionales sobre el perdonarse los unos a los otros.

Sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo[4].

Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia;  soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros. Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto[5].

El perdón fue un elemento central del ministerio de Jesús en la Tierra, pues la razón de Su vida terrenal fue morir para que nuestros pecados nos fueran remitidos y no tuviéramos que sufrir la muerte espiritual que tiene como consecuencia el pecado. Si Jesús sufrió y murió para que nosotros fuéramos perdonados, resulta lógico que por ser Sus discípulos deberíamos ser capaces de perdonar a otros, tal como nos lo pide Jesús.

El principio del perdón es importante, ya que al perdonar a los demás manifestamos amor. El amor también es uno de los principios de vivir según Él. El perdón restaura las relaciones, restaura la unión, trae tranquilidad a la vida, y puede tranquilizar la vida de las personas a las que uno perdona. Perdonar a otros es beneficioso para nuestra vida espiritual. Cuando uno perdona, la carga del resentimiento o rencor que uno ha albergado contra quienes pecaron contra uno, se disipa y es reemplazada por la serenidad.

El principio de la comunión

El principio de la comunión tiene su raíz en el amor, en el amor que nos tiene Dios y en el que nosotros le tenemos a Él, así como el amor que sentimos por nuestros hermanos y hermanas en Él. Jesús expresó estos dos conceptos elementales en algunas de las últimas palabras que dirigió a Sus discípulos:

El Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado, y habéis creído que Yo salí de Dios[6].

Como el Padre me ha amado, así también Yo os he amado; permaneced en Mi amor[7].

Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como Yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois Mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros[8].

La palabra griega que se suele traducir como comunión es koinonía, la cual tiene varios significados, entre ellos: hermandad, asociación, comunidad, comunión, hacerse partícipe, comunicación e intimidad, en el sentido de una relación personal estrecha[9].

Como cristianos, tenemos comunicación con Dios, fraternizamos con Él. Cuando permanecemos en Él, habitamos en Su amor, nos relacionamos con Él y tenemos un vínculo personal con Él. Todo eso indica que tenemos comunión con Dios y que esa comunión nace de nuestro amor por Dios y el amor que nos tiene Él.

Nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con Su Hijo Jesucristo[10].

Del mismo modo, es preciso que tengamos comunicación, trato personal y convivencia con nuestros hermanos y hermanas, nuestra familia cristiana. Cuando lo hacemos tenemos comunión con ellos, y ese compañerismo también nace del amor. Cuando otros ven que los cristianos tienen un trato amoroso entre sí, a menudo se percatan del vínculo especial, del lazo espiritual que existe entre los creyentes, el cual es una muestra de su amor por Dios y del amor que les tiene Él a ellos.

Cuando los discípulos se reúnen para tener comunión espiritual, se suma un elemento clave a la mezcla: la presencia de Dios.

Porque donde están dos o tres congregados en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos[11].

Ocurre algo potente cuando los cristianos se reúnen para fraternizar, tener comunión y adorar juntos. La presencia del Señor, el Espíritu Santo, crea un ambiente vivo y lleno de amor dentro del cuerpo de creyentes.

Cada persona aporta a la congregación de los hermanos su amor por el Señor, su amor por los demás y su propio espíritu. Cuando todos se juntan, es como si se formara un nuevo ente espiritual. Se parece a lo que ocurre cuando se forma un equipo deportivo; la camaradería, objetivo común y unidad generan el espíritu de equipo. Asimismo, cuando un grupo de parientes se reúne y se congrega toda la familia, constituyen algo mayor que cuando están por su cuenta.

Cuando los cristianos se congregan, la sinergia que se produce les infunde un poder acrecentado. El hecho de reunirse para orar, adorar, contar testimonios, expresarse lo que tienen en el corazón, tener conversaciones profundas y disfrutar de la compañía los unos de los otros, genera un clima maravilloso que fortalece y edifica a los participantes. La unión de la luz, calor y amor que aporta cada uno genera una luz, calor y amor todavía mayores, y todos se benefician.

Reunirse para fraternizar fortalece la fe, fomenta el amor y genera amor.

Tengo muchos deseos de verlos para impartirles algún don espiritual que los fortalezca; mejor dicho, para que unos a otros nos animemos con la fe que compartimos[12].

Preocupémonos los unos por los otros, a fin de estimularnos al amor y a las buenas obras. No dejemos de congregarnos, como acostumbran hacerlo algunos, sino animémonos unos a otros, y con mayor razón ahora que vemos que aquel día se acerca[13].

Por ser cristianos, tenemos una ciudadanía en común con otros cristianos. El apóstol Pablo lo describió como el hecho de formar parte de la casa o la familia de Dios.

Por lo tanto, ustedes ya no son extraños ni extranjeros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios[14].

Por consiguiente, el acto de reunirse para fraternizar puede compararse con las ocasiones en que una familia se reúne para estar junta, manifestarse cariño fraterno y paternal, edificarse mutuamente, ayudarse y alentarse.

Por eso, anímense y edifíquense unos a otros, tal como lo vienen haciendo[15].

Los ratos de comunión y fraternidad son momentos para unirse en oración y alabanza ante el Señor, para acudir a Él como cuerpo de creyentes, a fin de adorarlo juntos. También es una ocasión para orar los unos por los otros, para brindarse apoyo espiritual mutuamente.

Estimulen a los desanimados, ayuden a los débiles[16].

¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor[17].

Los momentos de compañerismo y la convivencia edifican, fortalecen, alientan y animan. También nos brindan alegría mientras intercambiamos noticias, nos ponemos al día con la vida de los demás y nuestros hijos juegan juntos. Es un momento en que nos congregamos en el nombre del Señor y Él está presente. Nos reunimos en el calor de Su luz y Su amor.

Si andamos en luz, como Él está en luz, tenemos comunión unos con otros[18].

Los discípulos fraternizan espiritualmente entre sí con el objeto de fortalecerse, nutrir su fe y edificar la fe de sus hermanos y hermanas.


[1] Mateo 18:21–22.

[2] Romanos 3:23.

[3] Mateo 6:14–15.

[4] Efesios 4:32.

[5] Colosenses 3:12–14.

[6] Juan 16:27.

[7] Juan 15:9.

[8] Juan 13:34–35.

[9] Como la hermandad cristiana tomó forma en los primeros días de la iglesia, después de la ascensión de Jesús, las epístolas contienen más información al respecto que los evangelios. Por esa razón, los versículos que se citan con relación al principio de la comunión provienen mayormente de las epístolas.

[10] 1 Juan 1:3.

[11] Mateo 18:20.

[12] Romanos 1:11–12 (NVI).

[13] Hebreos 10:24–25 (NVI).

[14] Efesios 2:19 (NVI).

[15] 1 Tesalonisenses 5:11 (NVI).

[16] 1 Tesalonisenses 5:14 (NVI).

[17] Santiago 5:14.

[18] 1 Juan 1:7.

Traducción: Cedro Robertson
Revisión: Antonia López