Disciplinas espirituales: Buena administración/Sencillez

febrero 22, 2014

Enviado por Peter Amsterdam

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[The Spiritual Disciplines: Stewardship/Simplicity]

La disciplina espiritual de la buena administración se relaciona con el empleo adecuado de lo que Dios nos ha encomendado, lo que incluye nuestros bienes, economía y tiempo. Para entender y practicar la disciplina de la buena administración y lo que engloba, conviene hacerse cargo primero de unos principios elementales: el de la propiedad, el de la buena administración y la necesidad de mantener una relación debida con los bienes materiales.

El principio fundamental de la propiedad, expresado en términos sencillos, consiste en que Dios es el dueño de todo lo que posees. La Biblia afirma que Dios es el Creador de todas las cosas y, por tanto, dueño de todo, lo que significa que todo lo que una persona posee, en realidad pertenece a Él.

Leemos que Del Señor es la tierra y todo cuanto hay en ella, el mundo y cuantos lo habitan;[1] Mía es toda la tierra;[2] todo lo que hay debajo del cielo es Mío;[3] Mía es la plata y Mío es el oro, dice el Señor de los ejércitos.[4] Todo lo que poseemos en realidad pertenece a nuestro Creador, incluidos no solo nuestros bienes, sino también nuestra persona. Dado que Dios es dueño de todo, el concepto bíblico que atañe a nuestros bienes es que somos simplemente administradores o veladores de lo que pertenece a Dios y ha puesto bajo nuestro cuidado.

Donald Whitney explica bien este principio:

Eso significa que somos administradores o —como también figura en algunos pasajes de la Biblia— mayordomos de todo lo que Dios nos ha dado. En su etapa de esclavo, José fue mayordomo de la casa de Potifar por designación de este. Administraba todos los bienes de su amo en nombre de este. Aunque la administración de los recursos de Potifar incluía el uso de los mismos para satisfacer sus propias necesidades, su principal obligación era emplearlos para velar por los intereses de su amo. Ese precisamente es nuestro cometido. Dios desea que aprovechemos y disfrutemos los bienes que nos ha encomendado; no obstante, siendo simples encargados de dichos bienes debemos recordar que pertenecen a Él y que debemos emplearlos primordialmente en aras de Su Reino.[5]

Si bien es cierto que Dios lo posee todo, Él quiere que seamos felices y gocemos de todo lo que nos ha dado, como dice en 1 Timoteo 6:17: Dios, que nos dado todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos. Como custodios de los recursos divinos—específicamente de nuestras posesiones y, en general, de los recursos de la tierra— podemos emplearlos para nosotros mismos y nuestros seres queridos y aprovecharlos para vivir la vida y disfrutar de lo que nos ha encomendado. Sin embargo, administrar bien implica un manejo concienzudo de los recursos del propietario y de acuerdo a Sus instrucciones, o al menos en correspondencia con Sus principios orientadores. El dueño fija los parámetros y el administrador se rige por ellos.

Nuestra relación con nuestros bienes

Entender los principios de propiedad y buena administración nos ayuda a establecer una relación adecuada con nuestros bienes, dinero y fortuna. Es de vital importancia para nuestra relación con Dios mantener una actitud saludable hacia esas cosas.

Quisiera señalar que al hablar de bienes y dinero en el contexto de la disciplina espiritual de la buena administración, debe entenderse que los recursos materiales y la economía desempeñan un papel importante en nuestra vida cotidiana. Contar con los medios suficientes para vivir, proveer para nuestra familia, tener bien cubiertas nuestras necesidades legítimas, está todo ligado con el sano empleo y aprovechamiento de lo que Dios nos ha encomendado. Como administradores de los recursos de Dios, se espera que los empleemos en consonancia con Su naturaleza y carácter. Eso significa que además de aprovecharlos para comprar alimentos, vestimenta y alojamiento, es legítimo que destinemos una parte para esparcimiento, recreación y celebraciones, pues Dios también nos ha mandado descansar, distendernos y celebrar.

El dinero y los bienes materiales son moralmente neutros. En sí mismos no son ni buenos ni malos. Los necesitamos para vivir. Los conflictos que surgen a causa de ellos no provienen de los bienes materiales en sí mismos, sino de una relación errónea con ellos. Los problemas se dan cuando codiciamos el dinero, cuando lo atesoramos o se convierte en el foco de nuestra atención y cuando le asignamos un poder e importancia que corresponden únicamente a Dios.

Cabe señalar lo que dijo el Apóstol Pablo en su misiva a Timoteo:

Los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas que hunden a los hombres en destrucción y perdición, porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe y fueron atormentados con muchos dolores.[6]

Es el amor al dinero o las riquezas —mejor dicho, una relación inapropiada con ellas— lo que nos perjudica espiritualmente. Jesús señaló que cuando alguien ama a mamón —que en algunas versiones de la Biblia se tradujo como dinero y en otras como riquezas— afecta negativamente su relación con Dios. Crea una rivalidad con Él.

Ningún sirviente puede servir a dos patrones. Menospreciará a uno y amará al otro, o querrá mucho a uno y despreciará al otro. Ustedes no pueden servir a la vez a Dios y a las riquezas.[7]

Aunque Jesús no dijo que las riquezas o el dinero fueran malos, sí advirtió que amarlos o fijar nuestro corazón en ellos, convertirlos en el objeto central de nuestra existencia, confiar en ellos y depositar en ellos nuestras esperanzas para que nos brinden seguridad y estabilidad equivale a darles en nuestro corazón el lugar que corresponde a Dios. Dios debe ser primordial en nuestra vida. Se nos insta a poner nuestra confianza y esperanzas en Él para que nos auxilie y nos resguarde. Amar el dinero y depositar nuestra confianza en él y en los bienes materiales desplaza a Dios de nuestro corazón. Eso es lo que Jesús denomina servir a mamón.

Tener dinero o trabajar para ganarse el sustento, proveer para nuestra familia o mejorar nuestra situación económica no es servir a mamón. El apóstol Pablo dejó muy claro que la manutención de nuestro hogar es vital. Pues quien no se preocupa de los suyos, y sobre todo de los de su propia familia, ha negado la fe y es peor que los que no creen.[8] Jesús no condenó el dinero ni su uso legítimo. Se refería al peligro que acarrea en la vida de alguien otorgar al dinero y las riquezas excesiva importancia, sobre todo cuando ponemos nuestra confianza en él, cuando empieza a tomar el lugar de Dios en nuestra vida, cuando la relación de una persona con el dinero sustituye su relación con Dios.

Algunos podrán pensar que decir que el dinero en sí mismo no tiene nada de malo fomenta la idea de que todos los cristianos deberían tener una buena situación económica. Vale decir que la Escritura no respalda ese concepto. Por otra parte también es incorrecto afirmar que el dinero o las riquezas son malos en sí mismos. Lo que determina si es bueno o malo es el corazón y actitud del poseedor de esas riquezas. Robert E. Speer (1867–1947) —autor y especialista en misiones— dijo: No podemos servir a Dios y las riquezas, pero sí podemos servir a Dios con ellas. Ha habido muchos hombres y mujeres de fe acaudalados que emplearon sus riquezas en el servicio a Dios financiando obras de evangelización y misioneros, creando empresas que proporcionaron empleo e hicieron posible que los pobres se ganaran el sustento y en muchas otras funciones.

Los peligros de las riquezas; el tesoro verdadero

Si bien las riquezas no son malas en sí mismas, las Escrituras dejan claro que poseerlas nos pone a prueba espiritualmente y entrañan peligro. Los Salmos nos dejan una advertencia: Si las riquezas aumentan, no pongan el corazón en ellas;[9] y Proverbios nos dice: El que confía en sus riquezas caerá.[10] Jesús expresó las dificultades que enfrentan los ricos cuando dijo: Es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de Dios.[11] Explicó que los tesoros no deben acumularse en la tierra sino en el Cielo. Subrayó ese principio demostrando que nuestro corazón está donde está nuestro tesoro.[12]

A lo largo del Nuevo Testamento encontramos más advertencias acerca de los peligros de tener una relación distorsionada con los bienes materiales. El libro de Hebreos nos dice: Manténganse libres del amor al dinero, y conténtense con lo que tienen, porque Dios ha dicho: «Nunca te dejaré; jamás te abandonaré».[13] Pablo dijo que los obispos no deben ser amigos del dinero[14] y a los ricos de este mundo manda que no sean altivos ni pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos.[15]

Nuestros auténticos tesoros no son el dinero ni los bienes materiales, sino el reino de Dios, Su amor y Su interacción en nuestra vida, nuestra salvación, la divina providencia, la atención que nos prodiga Dios y nuestras recompensas venideras. Entender eso pone nuestros recursos y su empleo en su justa dimensión.

Entender los principios de propiedad —Dios es el dueño de todo— y buena administración —debemos utilizar lo que Dios nos ha dado en armonía con Su voluntad y Su Palabra— y la necesidad de cultivar una relación sana con nuestros recursos y bienes materiales, contribuye a ajustar nuestra actitud interna y nuestro comportamiento externo respecto de aquello —tanto tangible como intangible— sobre lo que tenemos control. El dinero y los bienes materiales son activos tangibles; el uso que les daremos es decisión nuestra. El tiempo es un recurso intangible. Así y todo, también debemos decidir cómo emplearlo. Cuando comprendemos que nuestra vida, nuestro tiempo y nuestros bienes pertenecen totalmente a Dios, nos encontramos en mejores condiciones de tomar decisiones acordes con los preceptos divinos en cuanto a lo que nos toca administrar y la relación que debemos mantener con ello.

Hay unas pocas disciplinas espirituales que se pueden enmarcar dentro de la buena administración, pues se relacionan con el aprovechamiento de nuestros bienes o tiempo. Ellas son la sencillez, la dadivosidad y la contribución del diezmo, y el uso del tiempo, que cubriremos en este y otros artículos sucesivos.

La disciplina de la sencillez

Una de las disciplinas espirituales que se enmarca dentro de la buena administración es la sencillez. La sencillez consiste en abstenerse de usar el dinero o los bienes materiales que administramos simplemente para satisfacer uno su deseo de adquirir categoría, glamour o lujos. Significa emplear los recursos de que disponemos para fines serios, válidos, gastarlos con buen juicio.[16] Implica actuar con sensatez y buen criterio a la hora de gastar nuestros recursos económicos y utilizar cuidadosamente el dinero que se nos confía. Entraña modestia en nuestros gastos personales y generosidad al ayudar a los demás y compartir con ellos.

Para abrigar sencillez conviene considerar lo siguiente:[17]

  1. Adquirir cosas en función de su utilidad y no de su valor como símbolo de estatus. Al momento de hacer compras no tomar decisiones basadas en las últimas tendencias o en lo que causará impresión a los demás, sino en lo que necesitamos. No empeñarnos en impresionar a los demás o en preocuparse por el estatus.
  2. Simplificar nuestra vida cultivando el hábito de deshacernos de cosas que ya no usamos o no necesitamos. Muchos nos aferramos a cosas que no hemos utilizado en mucho tiempo y que podrían servirle a otras personas. Procuremos regalarlas y librarnos así de tener que almacenarlas. Si te has apegado excesivamente a algo, considera la posibilidad de dárselo a alguien que lo necesita.
  3. Evitar ser seducidos por la propaganda publicitaria y las tendencias sociales. El objetivo del marketing es convencernos de jubilar un artículo o aparato que satisface bien nuestras tus necesidades para adquirir el último modelo, más rápido y más potente. Podemos esforzarnos por desoír esas propagandas y servirnos de las cosas de que tenemos hasta que sea claramente necesario sustituirlas.
  4. Abstenerse de comprar cosas que no necesitamos. Arreglarnos sin artículos no esenciales en vez de endeudarnos para adquirirlos.
  5. Aprender a disfrutar de cosas que no son de nuestra propiedad: una biblioteca, el transporte público, una playa o plaza abierta al público. No es preciso ser propietario de algo para sacarle provecho.
  6. Abstenerse de cosas o actividades que nos generan adicciones, o reducir su incidencia. Podría tratarse de excesos en la comida o la bebida —la comida chatarra, el alcohol, las gaseosas, el café o el té—, o el uso excesivo de dispositivos tecnológicos, de comunicación y entretenimiento. Si ves que tienes una relación habitual o compulsiva con ciertas cosas o actividades, a tal punto que no puedes controlar el impulso, renuncia a ellas, ponles límites o prívate de ellas por un tiempo.
  7. Tener cuidado de no dejar que nuestras obligaciones, familia o emprendimientos honrados, tales como nuestro trabajo, negocios, inversiones, etc., o nuestros amigos se conviertan en el centro de atención en desmedro de nuestra relación con Dios y Su reino.

Esta lista de ninguna manera debe confundirse como un reglamento que haya que acatar. Ofrece simplemente algunos consejos prácticos sobre aspectos que conviene tener en cuenta y sobre cómo minimizar o eliminar cosas que pueden ser una distracción en nuestro vínculo con Dios o que pueden estar compitiendo con Él por ejercer predominio en nuestro corazón.

La disciplina de la sencillez puede entenderse como un medio de liberarse de ataduras innecesarias a las cosas de esta vida, una forma de poner la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra.[18] Jesús nos enseñó que donde está nuestro tesoro allí está nuestro corazón; por ende viene bien autoexaminarnos para determinar cuál es nuestro verdadero tesoro. Debemos sostener una relación sana con nuestros bienes materiales y reconocer el perjuicio que puede acarrearnos si esa relación se trastorna. La sencillez nos ayuda a no enfocarnos tanto en nosotros mismos o nuestras posesiones y nos lleva más bien a fijar la atención en nuestro verdadero tesoro, nuestro amoroso Dios, que nos ha dado lo más valioso que podemos poseer: Su amor y salvación.

En posteriores artículos hablaremos de otros aspectos de la disciplina que engloba la buena administración.


Nota

A menos que se indique otra cosa, todos los versículos proceden de la Santa Biblia, versión Reina-Valera 95 (RVR 95), © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso. Todos los derechos reservados.


[1] Salmo 24:1 (NVI).

[2] Éxodo 19:5.

[3] Job 41:11.

[4] Hageo 2:8.

[5] Whitney, Donald S., Spiritual Disciplines for the Christian Life (Colorado Springs: Navpress, 1991), 140–41.

[6] 1 Timoteo 6:9,10.

[7] Lucas 16:13 (NVI).

[8] 1 Timoteo 5:8 (DHH).

[9] Salmo 62:10 (NBLH).

[10] Proverbios 11:28.

[11] Lucas 18:25.

[12] Mateo 6:19–21.

[13] Hebreos 13:5 (NVI).

[14] … no debe ser borracho ni pendenciero, ni amigo del dinero (1 Timoteo 3:3, [NVI]).

[15] 1 Timoteo 6:17 (NVI).

[16] Willard, Dallas, The Spirit of the Disciplines (New York: HarperOne, 1988), 168.

[17] Así lo planteó por Richard J. Foster en Celebration of Discipline (New York: HarperOne, 1998), 90–95.

[18] Colosenses 3:2.

Traducción: Felipe Mathews y Gabriel García V.