El objeto de la Pascua

abril 11, 2017

Enviado por Peter Amsterdam

[The Easter Effect]

(El presente artículo se basa en un capítulo del libro Classical Arminianism [Arminianismo clásico], de F. Leroy Forlines[1]. Si bien existen distintas concepciones teológicas de la pasión y muerte de Cristo, encontré que el enfoque de esta resulta muy válido y pertinente para meditar en esta época del año.)

Estamos ya en el umbral de la Semana Santa, el periodo en que leemos y meditamos sobre los sucesos que marcaron los últimos días de la vida terrenal de Jesús: Su anuncio a los discípulos de que sería crucificado; el complot de los principales sacerdotes y ancianos en el palacio del sumo sacerdote con el objeto de encarcelar y matar a Jesús; la Última Cena junto a Sus discípulos; las hermosas palabras que les dirigió y la oración que hizo por ellos; la traición de Judas; las últimas horas dolorosas de Jesús en Getsemaní; su detención y juicio por parte del Sanedrín; Su comparecencia ante el procurador romano Poncio Pilato; el brutal azotamiento al que lo sometieron los romanos; el clamor del pueblo para que se liberara a Barrabás; el lavado de manos de Pilato para desentenderse del asunto y su sentencia de muerte contra Jesús; la crucifixión, muerte y sepultura de Jesús, y Su gloriosa resurrección.

Jesús —el Hijo de Dios— nació, murió y vivió por un motivo: dar a la humanidad la oportunidad de reconciliarse con Dios Padre. Vino para morir. Por muy importantes que fueron todos los acontecimientos en torno a la vida de Cristo, Su muerte en la cruz es fundamental, ya que propició la expiación de nuestros pecados; sin ella no habría reconciliación con Dios ni salvación ni vida eterna con Él. Naturalmente que los otros sucesos de Su vida tuvieron también importancia; sin Su nacimiento no habría sido posible Su muerte y sin Su resurrección los beneficios de Su muerte no habrían tenido aplicación. Así y todo, la muerte de Cristo en sacrificio por los pecados del mundo es el suceso cardinal que hizo posible el perdón de nuestros pecados y que entabláramos relación con Dios.

Jesús murió para expiar nuestros pecados; pero ¿por qué tuvo que hacerlo? ¿Qué tiene de particular el pecado que para nuestro perdón fuera necesaria la muerte de Jesús en la cruz? A fin de entender por qué Su sacrificio en la cruz determinó que Dios perdonara nuestros pecados, debemos echar una mirada a cinco puntos elementales expresados en la Biblia: (1) Dios es soberano. (2) Dios es santo. (3) Los seres humanos somos pecadores. (4) Dios es amoroso. (5) Dios es sabio. En el marco de estas verdades radica el tesoro que es nuestra salvación.

El motivo por el que debemos obtener perdón por nuestros pecados guarda relación con los primeros tres puntos: Dios es soberano y santo; y nosotros, pecadores. Dios creó todo lo que existe y, por ser el Creador, es Él quien ha fijado los límites morales; por tanto es al mismo tiempo Legislador y Juez del universo. La humanidad es, pues, responsable ante Dios. Él no puede hacer a un lado Su responsabilidad como Juez ni nosotros abstraernos de nuestra responsabilidad ante Él.

Además de ser Legislador y Juez, Dios es santo, y Su pureza le imposibilita tolerar el pecado. Dado que la santidad es Su naturaleza, parte de Su carácter esencial, mientras que los seres humanos por naturaleza somos dados a pecar, existe un conflicto entre la humanidad y Dios. A lo largo de las Escrituras Dios ha revelado los límites morales, las normas o leyes, a los que debemos circunscribirnos. Tales leyes derivan y son expresión de Su santa naturaleza; y para que la santidad sea santidad, no solo debe diferir del pecado, sino que además no debe tolerarlo. Esa intolerancia al pecado asume la forma de castigo por haberlo cometido. Así, como se puede apreciar a través de la Escritura —del Génesis al Apocalipsis— el castigo por el pecado es severo. Se lo suele calificar como condenación o fuego eterno.

Sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de Su poder[2].

Irán estos al castigo eterno y los justos a la vida eterna[3].

Tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda[4].

Mejor te es entrar en la vida cojo o manco, que teniendo dos manos o dos pies ser arrojado en el fuego eterno. [...] Mejor te es entrar en el reino de Dios con un ojo, que teniendo dos ojos ser arrojado al infierno, donde el gusano de ellos no muere y el fuego nunca se apaga[5].

Es difícil para nosotros comprender a cabalidad por qué la reacción contra el pecado tiene que ser tan fuerte, por qué el pecado llega a ser tan abominable a los ojos de Dios que el castigo a causa de él se califica de eterno. Pese a que no podamos entenderlo plenamente, sí podemos tener plena confianza en que Dios no castigaría tan severamente el pecado de no ser por una necesidad que nace de Su naturaleza divina.

Ya que a causa de Su santidad Dios no puede tolerar el pecado, la justicia de Dios no permite que se descarte la pena decretada contra el mismo. La única manera en que una persona puede justificarse ante Dios es poseyendo una integridad intachable, no pecando a lo largo de toda su vida, lo cual, dada la naturaleza de la humanidad, resulta imposible. La Escritura nos dice:

No hay un solo justo, ni siquiera uno[6].

Puesto que no podemos tener integridad y entereza absolutas ni tampoco producirlas, el único medio de justificación es que se nos suministre esa integridad. Es ahí que entra a tallar la muerte de Jesús.

El autor F. Leroy Forlines escribió:

La justicia divina exigía que se pagara la pena por el pecado. El amor de Dios tenía interés por salvar al hombre, pero debía someterse a la justicia divina. La sabiduría de Dios elaboró un plan que complaciera a ambos, tanto a la santidad como al amor. Gracias a la encarnación de Cristo y a Su muerte sustitutiva, el amor pudo cumplir su deseo de salvar, y la santidad mantener su insistencia en que el pecado fuera castigado[7].

La obediencia de Cristo

La Escritura nos enseña que por la desobediencia de Adán todos pasamos a ser pecadores; pero por la obediencia de Jesús fuimos salvados.

Por la desobediencia de un solo hombre, muchos fueron hechos pecadores; pero, de la misma manera, por la obediencia de un solo hombre, muchos serán hechos justos[8].

La obediencia de Jesús a Su Padre cumplió una función primordial en nuestra salvación. Algunos teólogos han encuadrado Su obediencia en dos tipos: obediencia activa y obediencia pasiva. La activa manifiesta que Jesús llevó una vida de absoluta obediencia a Su Padre. Vivió una vida absolutamente íntegra. La obediencia pasiva alude a Su muerte en la cruz, a Su sumisión a la ira de Dios por nuestros pecados, a Su muerte sustitutiva por nuestros pecados[9]. Echemos un vistazo a ambas, partiendo por la obediencia pasiva.

Obediencia pasiva

La Biblia explica que la obediencia de Cristo implicó que Jesús se echara a cuestas nuestros pecados.

El Señor hizo recaer sobre Él la iniquidad de todos nosotros[10].

Él mismo llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre el madero[11].

Cristo nos redimió de la maldición de la Ley, haciéndose maldición por nosotros[12].

Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado[13].

Lo que esto nos revela es que al llegar Jesús a la cruz, todos los pecados del mundo cometidos hasta entonces y que se cometerían jamás se cargaron sobre Él. Con todo el pecado de la humanidad sobre Sus hombros, Él tomó nuestro lugar y padeció la ira de Dios derramada sobre Él como si hubiera sido culpable de los pecados de todo ser humano. En un sentido literal y muy real, Jesús tomó el lugar de todo pecador[14].

Por mucho que Jesús sufrió la tortura física de los azotes, los golpes y la crucifixión, no fue eso todo lo que padeció. Su sufrimiento en la cruz fue tan riguroso como el que sufren los pecadores en un infierno perpetuo. Él, que había experimentado una perfecta comunión con Su Padre, pronunció estas palabras en la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?[15] Fue un gritode agonía. Cuando acabó de sufrir por los pecados del mundo, dijo: ¡Consumado es![16] Todo estaba concluido, y Él había terminado de pagar por nuestros pecados; así pues, pudo decir luego: Padre, en Tus manos encomiendo Mi espíritu[17].

Aquel cuya comunión eterna con Dios se rompió por haber cargado con nuestros pecados, saldó la pena y retiró el obstáculo que lo separaba del Padre. El camino para recobrar Su unión con el Padre estaba abierto, y al abrirlo para Sí mismo, lo abrió para nosotros. Se introdujo en nuestra fracturada relación con Dios a fin de que nosotros pudiéramos entrar en Su comunión con Dios. Se identificó con nuestro pecado para que nosotros nos identificáramos con Su rectitud y justicia. Para nosotros es imposible conocer a fondo el sufrimiento que experimentó Jesús al ser cercenado de Su Padre y sobrellevar Su ira, pues no tenemos nada con qué compararlo. Lo que sí sabemos es que Su sufrimiento físico, junto con el dolor de ser separado del Padre, constituyeron una pena y un castigo equivalentes a todos los pecados de la humanidad.

Obediencia activa

Como lo mencionamos anteriormente, la única manera de justificarse ante Dios es teniendo una integridad absoluta. Jesús, que estuvo libre de pecado durante Su vida terrenal, nos facilita esa integridad absoluta. La rectitud íntegra de Jesús suple la carencia de todos nosotros. Su rectitud, en lo que a nuestra justificación se refiere, cubre nuestros pecados. Su obediencia se transforma en nuestra obediencia. A pesar de que no estamos en condiciones de cumplir el requisito de justicia o rectitud absoluta, Jesús lo ha cumplido por nosotros mediante Su justicia. Se nos ha concedido la integridad provista por Dios, la integridad de Cristo.

Propiciación

En las páginas del Nuevo Testamento se nos señala que Jesús fue la propiciación por los pecados del mundo.

[Somos] justificados gratuitamente por Su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en Su sangre[18].

Él es la propiciación por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo[19].

En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados[20].

La palabra propiciación en el contexto bíblico significa aplacar la ira de Dios y hacer que Él sea nuevamente favorable y benigno a la persona. Para comprender por qué a Jesús se lo llama el propiciador de nuestros pecados, veamos brevemente algunos conceptos clave del Antiguo Testamento con respecto al perdón de las culpas.

Según la Ley Mosaica, para que al pueblo judío se le perdonaran los pecados era preciso un sacrificio, que consistía en la inmolación de un animal. Seguidamente debía salpicarse parte de la sangre de este sobre el Arca del Pacto o Alianza.

El Arca del Pacto era un cofre de madera recubierto de oro. Medía 114 centímetros de largo, 68,5 de ancho y 27 de alto. Dentro había una urna de oro que contenía maná; también estaban la vara de Aarón que reverdeció y las tablas en las que Dios había inscrito los mandamientos. El Arca de la Alianza se alojaba en el Templo, en un santuario interior llamado el Lugar Santísimo. El sumo sacerdote era la única persona a la que se le permitía acceso al Sanctasanctórum, como se lo conoce también, pero una vez al año únicamente, el Día de la Expiación, fecha en que se sacrificaba un macho cabrío por los pecados del pueblo judío. Ese día el sumo sacerdote ingresaba en el Lugar Santísimo y salpicaba la sangre del macho cabrío en la tapa del Arca del Pacto. A dicha tapa se la denominaba propiciatorio, palabra griega con la que se tradujo el término hebreo, que también se conoce como asiento de la reconciliación[21]. Allí tenía lugar la propiciación de los pecados del pueblo hebreo. Era como si el sacerdote le dijera a la Ley: «Esto simboliza el cumplimiento de las demandas que usted exige de los pecadores».

La sangre del animal sacrificado esparcida sobre el propiciatorio simbolizaba el pago de una sanción a través de un sustituto. La exigencia de que se castigara el pecado se cumplía simbólicamente; de ese modo Dios podía apartar Su ira. Satisfacía también simbólicamente la demanda por justicia. En tiempos del Antiguo Testamento dicho sacrificio debía realizarse una vez al año.

Lo que el sacrificio veterotestamentario consiguió de modo simbólico, Jesús lo concretó en la realidad. Llevó una vida completamente santa, cumpliendo la demanda de justicia absoluta. Pagó enteramente la pena por el pecado, cumpliendo la exigencia de que se ejecutara sanción. Jesús —la propiciación de nuestros pecados—, a través de la muerte en la cruz ha cumplido los requisitos que la naturaleza de Dios exige: castigo o sanción por el pecado, amén de una absoluta justicia. La muerte sacrificial de Cristo cumple todos los requisitos y por tanto propicia que Dios aparte Su ira del pecador que cree en Jesús y lo considere favorablemente sin dejar de ser un Dios de justicia.

Dios, a causa de Su naturaleza y esencia, debe separarse de quienes pecan, y en el marco de Su amor y sabiduría infinitos hizo posible que fuéramos perdonados y así poder gozar de comunión con Él ahora y por siempre. El inmaculado Hijo de Dios sufrió de lleno la cólera de Dios por nuestros pecados para que pudiésemos obtener perdón mediante el amor y la gracia de nuestro Padre.

De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna[22].

Por eso Jesús sufrió y murió por nosotros. Habiendo ofrendado Su vida para asegurar nuestra salvación, resucitó de entre los muertos, venciendo la muerte, y nos ha dado vida eterna. Eso celebramos en Semana Santa.


Nota

A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.


[1] Forlines, F. Leroy, Classical Arminianism (Nashville: Randall House Publications, 2011).

[2] 2 Tesalonicenses 1:8,9.

[3] Mateo 25:46.

[4] Apocalipsis 21:8.

[5] Mateo 18:8; Marcos 9:47,48.

[6] Romanos 3:10 (NVI).

[7] Classical Arminianism, 205.

[8] Romanos 5:19 (DHH).

[9] Wayne Gruden escribió: Algunos han objetado que esta terminología de «activa» y «pasiva» no es enteramente satisfactoria, porque aun en cuanto a pagar por nuestros pecados Cristo en cierto sentido aceptó activamente el sufrimiento que el Padre le daba y se mostró también activo en ofrendar Su propia vida (Juan 10:18). Es más, ambos aspectos de la obediencia de Cristo continuaron durante toda Su vida: Su obediencia activa abarcó la obediencia fiel desde Su nacimiento hasta Su misma muerte; y Su sufrimiento a nuestro favor, que encontró su clímax en la crucifixión, continuó a lo largo de toda Su vida. Sin embargo, la distinción entre la obediencia activa y la pasiva sigue siendo útil, por cuanto nos ayuda apreciar dos aspectos de la obra de Cristo a favor de nosotros. Grudem, Wayne: Teología sistemática: Una introducción a la doctrina bíblica, (Vida, 2007) página 598.

[10] Isaías 53:6 (NVI).

[11] 1 Pedro 2:24.

[12] Gálatas 3:13.

[13] 2 Corintios 5:21.

[14] Classical Arminianism, 206.

[15] Mateo 27:46.

[16] Juan 19:30.

[17] Lucas 23:46.

[18] Romanos 3:24,25.

[19] 1 Juan 2:2.

[20] 1 Juan 4:10.

[21] Romanos 3:25.

[22] Juan 3:16.