Más como Jesús: Gratitud (3ª parte)

enero 24, 2017

Enviado por Peter Amsterdam

[More Like Jesus: Gratitude (Part 3)]

En el artículo anterior vimos que revestirnos de contentamiento es parte fundamental de la gratitud. Ahora nos concentraremos en tres enemigos letales de la gratitud que tendremos que desalojar de nuestra vida para potenciar la gratitud. Estos aniquiladores son la envidia, la codicia y la avaricia. Partamos por la envidia.

Envidia

Las definiciones de envidia son variadas. La describen así: deseo de algo que otro posee; el pesar o rencor del bien ajeno, ya sea éxito, buena fortuna, cualidades o posesiones; sentimiento de descontento e inquina por las ventajas o posesiones de otro; la sensación de la presencia de algo bueno en otra persona pero que en uno mismo está ausente; estado en el que se experimenta la falta de algo que lo llevaría a uno a ser admirado tanto como uno admira a la persona que posee el atributo deseado o la posesión que ambiciona.

La envidia aparece en diversas listas a lo largo del Nuevo Testamento[1], incluida la de los males enumerados por Jesús:

De adentro del corazón humano salen los malos pensamientos, la inmoralidad sexual, los robos, los homicidios, los adulterios, las avaricias, las maldades, el engaño, la lujuria, la envidia, la calumnia, la soberbia y la insensatez. Todos estos males vienen de adentro y contaminan a la persona[2].

El apóstol Pedro escribió:

Desechad, pues, toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias y toda maledicencia[3].

En el Antiguo Testamento observamos la envidia caracterizada en el odio que los hermanos de José albergaban contra él por ser el predilecto de su padre[4]. Vemos también la envidia que Raquel le tenía a su hermana Lea porque ella tenía hijos y Raquel no[5]. El rey Saúl envidiaba terriblemente a David por la admiración que el pueblo le tenía a raíz de sus victorias militares[6].

La envidia nace como un deseo. Naturalmente que no todo deseo es malo. Desde luego que todos queremos cosas: una mejor economía, mejor salud, que a nuestros hijos les vaya bien, seguridad y protección y la lista sigue. Lo malo está cuando vemos a otras personas que poseen cosas que deseamos y a raíz de ello abrigamos resentimiento, enojo o tristeza. La envidia no solo se centra en las cosas materiales; también puede surgir cuando alguien logra algo que nosotros queremos realizar, o cuando ha alcanzado cierto estatus o posición que ambicionamos. La envidia nace cuando tomamos conciencia de que alguien tiene alguna ventaja o bendición que anhelamos para nosotros mismos; y desgraciadamente se suele ensanchar hasta llevarnos a desear que la otra persona pierda lo que sea que envidiamos de ella. A veces inclusive nos conduce a realizar actos para intentar que ello suceda.

Cuando envidiamos a otros, sus éxitos nos producen malestar, nos provocan una sensación de fracaso. Nos causa la impresión de que estamos compitiendo con otros y que cuando a ellos les va mejor que a nosotros o cuando obtienen lo que queremos, salimos perdiendo. Esa perspectiva nos puede llevar a resentirnos con Dios por creer que Él nos está otorgando menos de lo que nos merecemos o pensar que ama a otras personas más que a nosotros.

Dejarnos influir por la envidia nos hace cada vez más incapaces de disfrutar de todo lo bueno que poseemos, ya que consideramos lo que tenemos o lo que somos exclusivamente en comparación con lo que otros tienen o son. Desarrollamos actitudes negativas, como por ejemplo: No gozo de buena situación económica porque tengo menos que ella, o a mí no me valoran porque él gana más que yo. Cuando seguimos ese esquema mental nos formamos la actitud errónea de que nuestra felicidad depende de que otros tengan menos que nosotros.

Es difícil sentirse contento o agradecido cuando se está lleno de envidia. En lugar de dar gracias a Dios por los bienes con que nos colma, por la persona que somos y por lo que tenemos, nos resentimos por no tener más. Aunque Dios nos conceda más, la envidia nos impulsa a seguir comparándonos con otros seres humanos a quienes consideramos más favorecidos aún. Caemos en un ciclo interminable de descontento, insatisfacción e ingratitud. Nunca estamos satisfechos, y cualquier sentimiento de gratitud que tengamos es de corta duración, toda vez que siempre advertimos que hay alguien en mejor situación que nosotros.

La envidia mata la gratitud y el contentamiento, nos roba la alegría, nos infunde animosidad contra Dios y nos aleja de Él. La gratitud y el contentamiento, en cambio, nos hacen apreciar lo que tenemos, nos mueven a agradecer al Señor por Su amorosa atención y provisión, estemos en la situación que estemos. Se basan en el amor y confianza que albergamos por Dios, el cual provee para nuestras necesidades, nos ama y vela por nosotros. En 1 Corintios 13 —el capítulo del amor— leemos que el amor es paciente, es bondadoso, el amor no es envidioso ni jactancioso[7]. Si queremos tener un espíritu agradecido es imperativo superar la envidia amando a los demás, regocijándonos por la fortuna y los éxitos ajenos, dando gracias al Señor por haberlos bendecido y respondiendo a la mejora de sus circunstancias como quisiéramos que ellos respondieran a la nuestra.

La clave para superar la envidia está en amar a Dios y confiar en Él. Cuando llegamos a entender que somos Sus hijos y que Él nos ama entrañablemente, obtenemos fe para confiar en que sean cuales sean nuestras circunstancias, Él siempre hará lo que resulte mejor para nosotros, por mucho que no lo parezca en el momento. Cuando nos encomendamos a Él, depositamos nuestra confianza en Su persona, en Su carácter, sabiendo que Él es bueno y amoroso y que por tanto podemos contentarnos en cualquier situación en la que nos encontremos.

Codicia

Codiciar es el deseo desordenado de poseer lo que pertenece a otra persona. Está explícitamente prohibido en el último de los Diez Mandamientos:

No codiciarás la casa de tu prójimo: no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo[8].

También se entiende por codicia el deseo excesivo de ganancia material, de posesión de cosas mundanas. Jesús dijo:

Miren, guárdense de toda codicia, porque la vida de uno no consiste en la abundancia de los bienes que posee[9].

El apóstol Pablo escribió:

Saquen todo el mal de su vida: [...] codicia, que es una forma de adorar ídolos[10].

Toda impureza o codicia, ni siquiera se mencione entre vosotros[11].

Tened entendido que ningún codicioso participará en la herencia del Reino de Cristo y de Dios[12].

Claramente el deseo de poseer lo que pertenece a otros o el ansia de lucro están considerados como un mal y un pecado en la Escritura. Si cultivamos la actitud de que la acumulación de riquezas y posesiones es necesaria para nuestra felicidad y la convertimos en nuestro foco de atención, empezamos a dar primacía en nuestra vida a los bienes materiales y no a Dios, que con toda razón se lo merece. Pablo califica la codicia de idolatría, por cuanto ocupa en nuestro corazón el lugar que pertenece a Dios y solo a Él.

El dinero y las posesiones no son malos de por sí. Tanto el octavo mandamiento, no robarás[13], como el décimo, que nos insta a no codiciar los bienes ajenos[14], legitiman la propiedad privada. No obstante, cuando atribuimos excesiva importancia a las cosas materiales, nos volvemos codiciosos. Cuando nuestro deseo de posesiones y dinero resulta ser nuestra prioridad, acabamos sirviendo a Mamón, lo cual Jesús condenó.

No acumulen para sí tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido destruyen, y donde los ladrones se meten a robar. Más bien, acumulen para sí tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el óxido carcomen, ni los ladrones se meten a robar. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón. [...] Nadie puede servir a dos señores, pues menospreciará a uno y amará al otro, o querrá mucho a uno y despreciará al otro. No se puede servir a la vez a Dios y a las riquezas[15].

Tener una actitud equivocada hacia los bienes materiales es peligroso. Se debe evitar:

Los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas que hunden a los hombres en destrucción y perdición, porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe y fueron atormentados con muchos dolores. Pero tú, hombre de Dios, huye de estas cosas[16].

Cuando nuestras posesiones o el deseo desmedido de poseer más tienen supremacía en nuestro corazón, cuando nuestra felicidad pende de eso, es que estamos plagados de codicia. Si por indolencia hemos caído en ese estado, es preciso que pidamos a Dios que nos ayude a revertir la situación, a concentrarnos en los bienes que nos ha concedido en vez de fijarnos en lo que otros tienen o no tienen. Debemos pedirle que nos ayude a estar agradecidos por las bendiciones que tenemos, a contentarnos con lo que ha provisto para nosotros y a librarnos de la adicción de pensar que nuestra dicha proviene de la acumulación de riquezas y posesiones.

Tener conciencia de todo lo bueno que poseemos, manifestar gratitud por ello y contentarnos con ello —sea mucho o poco— son elementos clave para combatir la codicia. Quizá queramos plantearnos la pregunta: «¿He puesto la mira en lo terrenal en lugar de fijarme en lo celestial? ¿Confío en lo económico o en el amor de Dios para gozar de seguridad? ¿Abrigo un deseo desordenado de dinero y cosas materiales? ¿He puesto un techo a mi estilo de vida para evitar una sobreabundancia de posesiones, de manera que si Dios me bendice con abundancia no rebasaré ese techo?

Avaricia

La avaricia se define como un afán desmedido de tener más de algo; el amor desordenado de riquezas, basado en el juicio erróneo de que nuestro bienestar está ligado a la suma de nuestras posesiones. En cierto modo funciona en dos sentidos. Nos dice: «Necesitas adquirir eso», lo que nos lleva a luchar por conseguirlo; pero al mismo tiempo nos instiga: «Debes agarrar esto muy fuerte», de manera que nos aferramos desesperadamente a lo que tenemos, actitud que nos lleva a actuar con egoísmo y tacañería. La avaricia no se limita exclusivamente a personas acaudaladas; también puede afectar a los necesitados, ya que no se centra en lo que tenemos, sino en lo que queremos.

Si bien el deseo de tener cosas no es necesariamente malo, llega a serlo cuando se convierte en nuestro foco de atención. El deseo deviene en avaricia cuando obtener lo que anhelamos se instala en el núcleo de nuestros pensamientos; lo queremos hasta el punto de estar dispuestos a abdicar de nuestros valores o integridad para obtenerlo. En muchos casos la gente no vacila en endeudarse porque ansía terriblemente poseer algo, pero no tiene el dinero para pagarlo. (Este tipo de deuda es distinta de los créditos inmobiliarios, préstamos empresariales, etc., que pueden considerarse inversiones inteligentes.)

La avaricia no se trata solo de desear dinero y lo que con él se adquiere; puede apoderarse de todo deseo que tengamos. Podemos ser avariciosos en cuanto a nuestras realizaciones, de tal manera que no nos importa sacrificar matrimonio, hijos o salud en aras de lograr más, tener más éxito y recibir los elogios y la aclamación de otras personas. Podemos manifestar avaricia en nuestras relaciones, al punto de exigirle más y más tiempo y atención a nuestros seres queridos. Cuando nos rendimos a la avaricia nuestros deseos naturales pueden degenerar en un impulso incontrolable por obtener más, con poca o ninguna consideración por lo que nos conviene más a nosotros o a los demás.

Reconocemos los síntomas de la codicia en nosotros mismos cuando nos damos cuenta de que abrigamos un implacable deseo o anhelo de algo que no poseemos, al extremo de que llega a ser el foco de nuestros pensamientos y obtenerlo cobra tanta importancia que ocupa el lugar de nuestras prioridades. También vemos que estamos cediendo a la avaricia si al alcanzar las metas por las que nos esforzamos o al conseguir las cosas que queríamos, en lugar de sentirnos satisfechos y agradecidos de haber logrado nuestro objetivo, nos encontramos descontentos y con ansias de más, nuevamente con la mira puesta en lo que no tenemos. Otro síntoma es desear una satisfacción instantánea. Así pues, en lugar de trabajar pacientemente en pos de la meta deseada, buscamos atajos para conseguirla lo antes posible cueste lo que cueste, inclusive hasta el punto de actuar de manera poco ética con el fin de lograrlo.

Un modo de combatir la avaricia es entender que todo lo que poseemos pertenece en última instancia a Dios, que es un regalo que Él nos hace y que Él se muestra generoso con nosotros. Dios nos bendice de incontables maneras y, sin embargo, cuando nos dejamos llevar por la avaricia lo que en esencia decimos es que Él no nos da suficiente y que no se preocupa de nosotros. Un libro ofreció el siguiente ejemplo de lo que representa la avaricia en relación con Dios:

La avaricia le da una bofetada a Dios y dice: «Como no tendrás suficiente para mí, lo acapararé yo mismo». Puede que darle una bofetada a Dios suene demasiado áspero, pero piensa en cómo te sentirías tú si tu hijo te dijera esto o algo parecido: «Tal vez esta noche en la cena no me vas a dar bastante de comer. Por eso voy a guardar este pan del almuerzo y además voy a sacarle a escondidas un poco del almuerzo a Juanito. Tomé unas latas de la alacena y las tengo escondidas en el cajón donde guardo los calcetines, ya sabes, por si acaso me dejas pasar hambre». Eso es comparable a una bofetada, ¿o no? Pues a mi juicio eso mismo le hago yo a Dios cuando me olvido de su habitual generosidad y empiezo a acaparar lo que me ha dado o a agarrar más de lo que necesito[17].

La avaricia es sentirse con derecho a algo, el convencimiento de que merecemos poseer algo y que Dios o el mundo nos lo deben. Manifestamos avaricia cuando somos egoístas y egocéntricos, pensando solo en nuestros propios deseos y demostrando poca compasión, pues consideramos que nuestras propias necesidades tienen más importancia que las ajenas. Cuando dependemos del esfuerzo propio en vez de confiar en Dios, en vez de esperar Su momento oportuno y Su provisión. Manifestamos avaricia cuando arrebatamos lo que queremos y acaparamos lo que poseemos. Es como si adhiriéramos al lema de el que muera con más juguetes gana, sin tomar en cuenta que el que muere con más juguetes muere igualmente y debe rendir cuentas de su vida a Dios. La avaricia genera ansiedad, toda vez que siempre aspiramos a conseguir más. Nunca estamos contentos cuando albergamos avaricia.

Si queremos contrarrestar el dominio que ejerce en nosotros la avaricia, un acto esencial es cultivar la generosidad y el hábito de compartir. (En el artículo siguiente hablaremos más sobre la generosidad.) Al cultivar la generosidad nos concentramos en almacenar tesoros en el cielo[18]. También conviene recordar que la vida es corta y que al momento de morir abandonamos todas nuestras posesiones, estatus, títulos y riquezas, por lo que estos no debieran tener preeminencia en nuestra vida. Ni nuestras posesiones materiales ni nuestra posición social jamás nos satisfarán plenamente, puesto que la verdadera satisfacción se halla únicamente en Dios. Cuando a Jesús se le prometieron los reinos de este mundo y todas sus riquezas, rechazó la oferta, pues no tenía la menor intención de apartarse de lo más valioso que era amar y servir a Su Padre[19].

Si deseamos ser más como Jesús debemos tener la debida actitud hacia las posesiones materiales, el estatus y el dinero. Partimos por reconocer que todo lo que tenemos pertenece a Dios y que no somos más que administradores a quienes Él ha encomendado el cuidado y manejo de esas cosas conforme a Sus instrucciones. La Escritura nos enseña que lo que Dios nos ha dado se debe emplear de tal manera que lo glorifique. Así pues, nos hacemos cargo de las necesidades de nuestra familia y seres queridos, le devolvemos Sus favores por medio de nuestro diezmo y aportes benéficos y ayudando a los necesitados que Él pone en nuestro camino. Se nos insta a mostrarnos agradecidos a Dios sea cual sea la situación en que nos encontremos y a expresarle nuestra gratitud por velar por nosotros. Al reconocer el amor y los cuidados que nos prodiga, al aprender a vivir contentos, al expresarle nuestra gratitud por Su provisión de nuestras necesidades y al profesar los principios de la buena administración podremos superar la envidia, la codicia y la avaricia, y vivir con contentamiento. Es parte del camino que debemos recorrer para asemejarnos más a Jesús.

(En la cuarta parte continuaremos el tema de la gratitud.)


Nota

A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.


[1] Romanos 1:29–31; Gálatas 5:19–21; 1 Timoteo 6:3–6; Tito 3:3.

[2] Marcos 7:21–23 (RVC).

[3] 1 Pedro 2:1.

[4] Génesis 37.

[5] Génesis 30:1.

[6] 1 Samuel 18.

[7] 1 Corintios 13:4 (NVI).

[8] Éxodo 20:17.

[9] Lucas 12:15 (RVA-2015).

[10] Colosenses 3:5 (PDT).

[11] Efesios 5:3 (BJ).

[12] Efesios 5:5 (BJ).

[13] Éxodo 20:15 (BLPH); Levítico 19:11.

[14] Éxodo 20:17.

[15] Mateo 6:19–21, 24 (NVI).

[16] 1 Timoteo 6:9–11.

[17] Katie Brazelton y Shelley Leith, Remodelación de carácter: 40 Días para desarrollar lo mejor de ti (VIDA, 2010).

[18] Lucas 18:22.

[19] Mateo 4:8–10.