Mírame más de cerca y verás quién soy

julio 23, 2013

Enviado por María Fontaine

Una de las situaciones más tristes que puedo imaginarme es la de una persona anciana que sufre, sintiendo un vacío y soledad. Alguien que ahora se encuentra casi al final del largo y difícil recorrido de su vida. A menos que esa persona ame al Señor y tenga esperanza en la vida eterna, no le queda nada más que pueda esperar con ilusión. En muchos casos, los ancianos son olvidados en sus últimos años en la tierra, y otras personas ven como una carga que mengüen sus fuerzas y no puedan dar o hacer más.

Me impresionan mucho las noticias de los integrantes de LFI que llevan cúmulo de alegría, amor y esperanza a la vida de esas personas olvidadas por el mundo y por los seres queridos a los que una vez cuidaron. No es una tarea fácil, pues es posible que para la sociedad los ancianos hayan llegado a estar exteriormente entre los que son «menos decorosos»[1]. Sin embargo, debido a que sabemos que —al igual que el resto de la humanidad— en su corazón están ansiosos de recibir el amor incondicional del Señor, ustedes se convierten en Jesús para ellos.

A continuación reproduciremos algo que escribieron algunos de ustedes que viven en la India, y que han encontrado alegría al dar esa clase de amor sacrificado. Espero que aliente a otros a dar pequeños pasos de modo que sean una luz en la oscuridad para alguien cuando le haga falta.

«Hay un asilo de ancianos cerca de donde vivimos. Lo dirige la congregación de las Hermanitas de los pobres. Ellas desempeñan una labor excelente al cuidar a más de 130 ancianos que viven allí (el más joven tiene 65 años y el más viejo tiene más de 100). Hemos trabajado con ellas por los últimos nueve años para animar a los ancianos y alegrarles la vida. Un día vez al mes festejamos los cumpleaños de todos los que cumplen años en el mes. Conseguimos una torta o pastel grande y regalos para todos los que cumplen años. Luego servimos una merienda y organizamos un entretenimiento para todos los residentes durante una tarde, como fiesta para celebrar los cumpleaños.

»A los ancianos eso los conmueve mucho. Hemos llegado a tener una relación muy cercana con todos ellos durante los últimos años, y ahora nos consideran su familia. Siempre que vamos a ver a los viejitos, es un rato lleno de amor, abrazos y tierna comunicación con ellos. Además, en dos Navidades hicimos una actividad para concederles un deseo. A todos les pedimos que escribieran lo que más querían. Luego, fuimos a conseguirlo y se lo llevamos de regalo. Eso fue algo que los conmovió mucho. Muchos de nuestros amigos nos ayudaron a conseguir todo eso.

»Trabajar de esta manera con los ancianos es algo que conmueve mucho a nuestros patrocinadores y amigos, y es un punto de partida para hablarles más de nuestro trabajo. Varios proveedores vienen a ayudarnos en las fiestas, y con entusiasmo se ponen en contacto con nosotros para averiguar cuándo será la próxima. Es una manera excelente de que las personas que apacentamos participen y lleven el mensaje a los demás».

Este es un comentario de un pastor cristiano[2]:

Los efectos del envejecimiento se dejan sentir. En mi labor de pastor, una de las experiencias que disfruto menos es cuando camino por los pasillos de un hogar de ancianos —no importa la calidad del establecimiento ni si el precio es alto o bajo— y en el ambiente se percibe el olor acre de la orina, se oyen los quejidos de personas casi como si se tratara de animales y se ven (cuarto tras cuarto) personas que alguna vez estuvieron llenas de vida, alertas y lúcidas, y ahora muchas de ellas solo son un recuerdo vago de lo que fue una joven vivaz o un joven lleno de energía. Me recuerda estas palabras, de un autor anónimo:

¿Qué es lo que ves? ¿Qué es lo que piensas al verme?
¿Una anciana refunfuñona, no muy prudente,
de hábitos inciertos y mirada perdida?
Tengo diez años y familia; soy una niña.
Una novia de veintitantos; me emociono
al recordar lo que prometí a mi esposo.
Una mujer de treinta; ¡tanto los hijos crecen!
y rápido, pero los unen lazos muy fuertes.
A los cuarenta, ellos ya se habían marchado.
No me lamenté, pues mi esposo seguía a mi lado.
A los cincuenta, tuve niños en las rodillas;
de nuevo nos rodearon pequeños, ¡fue una dicha!

Ya soy anciana y cruel es la naturaleza;
su broma es hacer que en la vejez pierda agudeza.
El cuerpo se desmorona, pierde gracia y vigor,
ahora hay una piedra donde hubo un corazón.
Dentro de este cuerpo habita una joven,
mi viejo corazón se llena de emociones.
Recuerdo alegrías y dolor, amo la vida;
los años fueron pocos, cerca está la partida.
Pasó muy rápido, debo aceptar la realidad,
nada es permanente en el mundo, no puede durar.
No veas a una anciana refunfuñona.
Abre los ojos, mírame, soy una persona.


[1] 1 Corintios 12:23 RV 1960.

[2] John A. Huffman, hijo.

Traducción: Patricia Zapata N. y Antonia López.