Tragedias y transformaciones, 1ª parte

mayo 11, 2013

Enviado por María Fontaine

Experiencias que nos hacen crecer

Querida Familia:

Me gustaría contarles algunas novedades personales sobre lo que he estado haciendo últimamente y contarles algunas de mis experiencias más recientes. Hace unos meses necesitaba la respuesta a algo que me venía pesando, de modo que acudí al Señor con apremio.

Me dirigí a Él en oración, diciendo algo por el estilo de:

«Jesús, sabes bien de mi pasión por la misión. De una u otra manera quiero hacer todo lo posible por contribuir a ella. Siento que falta algo que debo hacer para ser más afectiva, para poder hablar con mayor convicción, ahora que he visto de primera mano la necesidad. De alguna manera tengo que ponerme en contacto directo con el sufrimiento y la pobreza, la desesperación en que está sumida buena parte de la población del mundo. Necesito entender lo que enfrentan tantas personas cada día de su vida: no solo el sufrimiento espiritual sino también las carencias físicas. Tengo que poder sentir una genuina empatía por las personas que viven en temor, y que entienden poco o nada de lo que significa ser amadas o gozar de los cuidados de alguien, o incluso de que se cubran para ellos lo que por lo general consideramos las necesidades básicas de la vida.

»No he tenido oportunidad de hacer esto hasta ahora, Señor, pero siento que este es el momento de dar el paso de ir a alguna parte. Lo que sucede es que no sé a dónde. Estoy abierta a lo que sea, a ir a cualquier lado, a cualquier situación.

»Mi salud y mi vista han quedado debilitadas por mi reciente viaje de negocios y para ver a Phoebe, y parecería una locura ir en este momento a un lugar muy pobre donde las condiciones de vida sean demasiado humildes. Me expondría a enfermedades y contagio. Pero por alguna razón, al parecer Tú me estás haciendo sentir esta inquietud en el alma, de modo que si quieres que lo haga, confío plenamente en que Tú me guiarás, me guardarás y me ayudarás a aprender lo que me tienes deparado. Ayúdame a ser bendición.»

El Señor me indicó que investigara en línea y rápidamente me guió a una página web que describía un ministerio en Tijuana, México, una ciudad que colinda con el sur de California. Se trataba de una iniciativa sin mayores pretensiones que abarcaba una serie de proyectos y parecía suficientemente imbuida del Espíritu de Dios.

Decidí averiguar un poco más. Le escribí un correo al director y a las tres horas recibí respuesta de él confirmándome que me recibirían con mucho gusto, y que me alojarían a mí y a quien sea que me acompañara. El mensaje decía: «Avísenos a qué hora llegará, para ir a recogerla al aeropuerto».

Indagué un poco más sobre las condiciones, y el director me respondió que antes solían recibir más visitas de estadounidenses que iban a conocer la obra, pero que las cifras habían disminuido drásticamente en el último año ya que la gente andaba asustada con las recientes noticias sobre la ola de violencia en México, las guerras entre cárteles de narcotraficantes y la cantidad de asesinatos que se habían reportado. Agregó, no obstante, que próximamente esperaban la visita de algunos grupos.

Yo estaba dispuesta a ir sola en esa misión, de ser necesario, pero el Señor le tocó el corazón a una integrante de LFI que decidió acompañarme como intérprete y consejera, y por supuesto, como compañera de oración.

Ni bien llegamos nos impactó mucho la dedicación y la dulzura de las personas encargadas de la misión, y la auténtica preocupación que mostraron por nosotras —dos mujeres mayores, de pelo gris—, que habíamos ido a vivir la experiencia de trabajar con ellos. Me encontré que a pesar de la cantidad de trabajo que tenían daban mucha importancia al ministerio que tenían con las personas que iban de visita y les dedicaban mucha atención, que les explicaban en detalle la labor que realizaban y permitían que las visitas la vieran y participaran en ella.

Durante nuestra estancia visitamos el refugio para hombres, también su orfanato, y fuimos al barrio más peligroso de la ciudad, una zona que les preocupa mucho y donde han ganado a varias mujeres para el Señor. Fuimos también al centro en el que ayudan a adictos que se encuentran en proceso de rehabilitación, por medio de la formación en discipulado que les imparten, y los acompañamos a conocer a las personas que cuidan, en el basural de la ciudad. Todas las semanas salen a las calles a dar de comer a los indigentes, y una vez por semana invitan a las mujeres que viven en las calles a desayunar y ducharse. Ministran a muchos jóvenes de hogares disfuncionales y recientemente el Señor envió a un pastor que se especializa en la evangelización de jóvenes, para que puedan ampliar dicho ministerio.

Aunque es muy triste ver a tantas personas pobres y desamparadas, en la misión reina una atmósfera positiva y esperanzadora.

Vimos personas dedicadas, transformadas, ya sin rastros de los estragos del pecado en el rostro, o del dolor del abandono espiritual y físico que sufrieron en la vida. Conocimos también cantidad de personas bellas, rebosantes de alabanza y fe, a quienes el Señor había transformado sobrenaturalmente, y que ahora ayudaban y cuidaban de otros.

En el refugio, dando ánimo a un hombre indigente.

Una de las integrantes del equipo de apoyo, que ayuda en la administración del orfanato,
me dio un tour de las instalaciones. Esta es una de las habitaciones de los chicos.

Algunos de los niños del orfanato.

El rinconcito de la habitación que compartimos con otra mujer más.
Alojamiento sencillo pero limpio.

Vi lo que había ido a ver. Escuché lo que había ido a escuchar. Fui a los lugares a los que tenía que ir para ponerme en contacto con un microcosmos del dolor de un alto porcentaje del mundo que rara vez tengo oportunidad de ver de primera mano. Me es tan fácil emplear el término «indigentes» sin imaginarme siquiera las alcantarillas y demás sitios terribles donde tantas personas se apiñan, aferradas a sus escasas posesiones y, en el mejor de los casos, a su única cobija, por temor a ser asaltadas, robadas o violadas en cualquier momento… sabiendo que cuando lleguen las lluvias tendrán que evacuar el sitio inmediatamente para que no se los lleven las aguas ni acaben ahogados. Me resulta tan fácil hablar de los drogadictos sin conocer en realidad la fuerza con que los tiene agarrados el vicio, que los arroja con violencia a un estado de pánico permanente y frenético cada vez que se quedan sin droga; las agujas sucias, y el crimen en que incurren algunos con tal de asegurarse la próxima dosis; el rechazo por parte de sus familias, la pérdida de sus hogares y relaciones.

También es fácil hablar de «prostitución» en lugar de llamarla por su verdadero nombre: esclavitud sexual. Esas personas a menudo viven explotadas y aterrorizadas de perder la vida si no juntan la cantidad suficiente de dinero que les exigen sus «dueños», los cafichos o padrotes, a cambio de la renta de sus cuerpos. También están las innumerables mujeres cuyos maridos las abandonaron con tres, cuatro, cinco niños a los que tienen que mantener, y que se ven obligadas a mandarlos a mendigar por las calles para conseguir cada bocado de comida, donde acaban a merced de gente malvada y sin escrúpulos que los usan para sus propios fines, niños que en algunos casos nunca más vuelven a ver, y de cuyo paradero nunca más se enteran. O los huérfanos que la tienen aún más difícil, si es que eso es posible, ya que ni siquiera tienen madre.

Por otra parte, está el caso de miles de hombres, mujeres y niños que vivieron durante muchos años como inmigrantes ilegales en los Estados Unidos, donde disfrutaban de una vida medianamente cómoda, y que acaban siendo deportados por las autoridades, lo cual los deja al otro lado de la frontera, en México, con solo lo que traen puesto: sin hogar, sin contactos, sin documentos de identidad, sin posibilidad alguna de ganarse la vida, completamente desamparados. Muchos de ellos, al verse en esas circunstancias, caen en las garras de los cárteles de drogas, los cuales los esclavizan y los fuerzan a un inframundo hostil donde imperan el temor y la sed de poder, el odio y el crimen.

De todo eso está conformado gran parte del mundo. Encuentro que tengo que verlo de cuando en cuando. Necesito que se me recuerde de manera vívida el trabajo que hay por hacer, y el desconsuelo que siente Dios por el grado de brutalidad en que ha caído el mundo, la destrucción, la depredación del mundo y Sus criaturas.

Es fácil hablar de ello, pero la verdadera cuestión es preguntarse: «¿Qué puedo hacer yo para contribuir al cambio? ¿Qué sentido tiene obligarme a ver tan espantosa desolación si no puedo hacer nada al respecto?» Creo que lo que Dios me está diciendo por medio de esto es que hay algo que puedo hacer. No es mucho lo que puedo hacer física o económicamente, pero igual debo hacer todo lo que esté en mis manos. Aunque no sea otra cosa que orar. O contárselo a ustedes. Lo que yo tengo que hacer es lo que sea que Él me indique a mí en particular.

Me llamaron mucho la atención dos artículos que leí en nuestra página web de noticias de LFI, sobre un ministerio que llevan a cabo en unos basurales en Egipto. Les recomiendo encarecidamente que los lean. (Encontrarán la primera parte aquí, y la segunda aquí.) Es prueba fehaciente de lo que es capaz de hacer un solo hombre apasionado, lleno de visión y obediente a Dios. Probablemente la mayoría de nosotros no llegará a hacer algo de tanto alcance como eso, pero igual podemos marcar la diferencia si buscamos a las personas que se encuentran sumidas en la desesperación y la miseria, a los que han perdido toda esperanza y solo conocen la angustia. Están en todos los países, en todas las ciudades, y podemos hacer una diferencia en sus vidas, ya sea en la vida de muchos, la de uno solo, o la de dos o tres personas. Su vida se verá bendecida porque te tomaste la molestia de hacerles sentir un toque del amor de Dios, ya sea física o espiritualmente. Jesús se siente orgulloso de nosotros cuando seguimos Su ejemplo de amar y cuidar a los más débiles y necesitados. Se alegra muchísimo cada vez que lo damos a conocer o manifestamos Su amor a los demás por medio de nuestras acciones y palabras. ¿Puede existir una tarea más importante que esa?


Traducción: Irene Quiti Vera y Antonia López.