Vivir el cristianismo: Los Diez Mandamientos (La protección de la vida humana, 6ª parte)

septiembre 10, 2019

Enviado por Peter Amsterdam

Envejecimiento y muerte, 1

[Living Christianity: The Ten Commandments (Safeguarding Human Life, Part 6). Aging and Death, 1]

(Partes de este artículo provienen del libro Christian Ethics de Wayne Grudem[1])

Hasta ahora en esta serie hemos abordado temas sobre la defensa de la vida —la defensa personal, la guerra—, al igual que otros relacionados con la interrupción de la vida —el suicidio, la eutanasia y el aborto—. En este artículo que consta de dos partes pondremos el foco en el envejecimiento y la muerte natural. Como todos sabemos, cada persona envejece y a la postre muere. Según la Escritura, tanto el envejecimiento como la muerte son consecuencia del pecado de Adán.

Tomó, pues, el SEÑOR Dios al hombre y lo puso en el jardín de Edén, para que lo cultivara y lo guardara. Y el SEÑOR Dios mandó al hombre diciendo: «Puedes comer de todos los árboles del jardín; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que comas de él, ciertamente morirás»[2].

Adán y Eva desobedecieron este mandamiento y comieron del árbol. Cuando lo hicieron, Dios pronunció juicio sobre ellos por su pecado.

Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste tomado. Porque polvo eres y al polvo volverás[3].

La pena de muerte no entró en vigor enseguida; más bien, con el paso del tiempo envejecieron y a la postre murieron.

Todos los años que vivió Adán fueron novecientos treinta, y murió[4].

En el Nuevo Testamento también leemos que la muerte se introdujo por culpa del pecado de Adán.

Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron...[5]

Por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados[6].

Dado que vivimos en un mundo caído en pecado, vamos declinando hasta finalmente morir. Si bien el envejecimiento y la muerte son juicios o castigos promulgados sobre la humanidad a causa de la entrada del pecado al mundo, para los cristianos esos eventos no deben ya considerarse un castigo. El apóstol Pablo escribió:

Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte[7].

La muerte ha llegado a ser para nosotros la puerta de acceso a la eternidad junto a Dios; experimentamos la muerte y recibimos luego la plenitud de los beneficios de la salvación que ganamos gracias al sacrificio que hizo Jesús por nosotros en la cruz.

Salvo que una persona sufra una muerte intempestiva debido a un mortal accidente o enfermedad, la mayoría de la gente llega a la vejez. Dado que muchos ciudadanos de países desarrollados viven mucho más tiempo que la gente antiguamente, los médicos especialistas en el cuidado de los ancianos han formulado distintas denominaciones para categorizar a quienes están envejeciendo. Por ejemplo, un estudio lo desglosa así: viejos jóvenes (60-69), viejos intermedios (70-79) y viejos mayores (+80). Otro estudio los agrupa así: Tercera edad (60-74), cuarta edad (75-89), longevos (90-99) y centenarios (+100).

Aunque el proceso de envejecimiento puede ocasionar dificultades, también acarrea cosas que desde una perspectiva cristiana pueden considerarse bendiciones. Por ejemplo, la edad trae aparejada una disminución de la fortaleza física y en cierta medida quizá también de la fuerza mental; no obstante, ello puede derivar en una relación más profunda con Dios y redundar en una mayor fortaleza espiritual. El apóstol Pablo experimentó una suerte de debilidad o dolencia —una espina en la carne— que Dios no le erradicó, por más que Pablo buscó librarse de ella.

Para que la grandeza de las revelaciones no me exaltara, me fue dado un aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca; respecto a lo cual tres veces he rogado al Señor que lo quite de mí. Y me ha dicho: «Bástate Mi gracia, porque Mi poder se perfecciona en la debilidad». Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo. Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en insultos, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte[8].

Mientras vamos entrando en edad y el cuerpo se nos va debilitando, podemos tomar nota de la enseñanza de Pablo y aplicar los principios expresados por él, es decir, que en la debilidad podemos hacernos fuertes, que la gracia de Dios está a nuestro alcance en momentos de necesidad y que el poder de Jesús reposará sobre nosotros en nuestra debilidad. Si bien es posible que varíe el modo en que el Señor se sirva de nosotros a medida que envejecemos y que nuestras fuerzas y resistencia disminuyan, el poder de Cristo seguirá reposando en nosotros y se podrá valer de nosotros para transmitir Su mensaje y Su amor a los demás.

El apóstol Pablo también escribió sobre una debilidad de cierta amplitud en su cuerpo que por lo visto iba en continuo aumento.

Aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día, pues esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria; no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven, pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas[9].

A pesar de que Pablo no necesariamente escribía en este pasaje en relación directa a su envejecimiento, el principio que consignó se aplica al proceso de envejecer. Es inevitable que mientras vamos entrando en años nuestro cuerpo físico decline, se debilite y a la postre muera. No obstante, nuestro «hombre interior» —nuestro espíritu— se renueva de día en día y no perece jamás. A medida que envejecemos, podemos dar por hecho que declinaremos físicamente. Así y todo, podemos aguardar con ilusión una continua renovación y crecimiento espirituales en cuanto nos vamos acercando fielmente a Dios y Él se acerca a nosotros[10].

Mientras avanzamos en edad es muy factible que enfrentemos diversas pruebas relacionadas con la vejez, las cuales nos ocasionarán ciertas dificultades que nos tocará poner en manos de Dios. Dichas circunstancias nos instan a orar y depositar nuestra confianza en el Señor, al tiempo que lo buscamos a fin de dar con la solución indicada para sortear los obstáculos que enfrentamos. A medida que el proceso de envejecimiento va debilitando nuestro cuerpo, podemos solicitar a Dios la gracia y las fuerzas para vivir de tal manera que lo glorifiquemos y lo alabemos.

A causa del pecado de desobediencia a Dios cometido por Adán, todos los seres humanos padecen la muerte. Sin embargo, gracias a la muerte sacrificial de Jesús en la cruz por nuestros pecados, la muerte será destruida.

Es necesario que Él [Jesús] reine hasta poner a todos sus enemigos debajo de Sus pies. El último enemigo que será destruido es la muerte[11].

El apóstol Pablo compara nuestro cuerpo humano con tiendas de campaña y señala que mientras esta tienda temporal se deshace, suspiramos por una casa no hecha de manos, eterna en los cielos[12]. Escribió que nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos aguardando la adopción como hijos, la redención de nuestro cuerpo[13]. Cuanto más vamos entrando en edad, más suspiramos por nuestros cuerpos gloriosos, los cuales recibiremos cuando Cristo retorne y serán muy distintos de las frágiles tiendas en las que vivimos actualmente.

Pablo afirma que nuestros cuerpos débiles y ajados que mueren y se entierran son comparables a semillas sembradas en la tierra. Con el tiempo estas producen una nueva planta.

Así también sucede con la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder[14].

Los cristianos no tenemos nada que temer de la muerte. Los autores del Nuevo Testamento escribieron sobre la muerte del creyente en términos positivos. El apóstol Pablo escribió:

Queremos estar ausentes del cuerpo y presentes al Señor[15].

Más tarde, cuando se hallaba en prisión y se cernía sobre el horizonte la posibilidad de su ejecución, declaró:

Para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia. Pero si el vivir en la carne me sirve para una obra fructífera, ¿cuál escogeré? No lo sé. Me siento presionado por ambas partes. Tengo el deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor[16].

En el libro del Apocalipsis el apóstol Juan escribió:

«Bienaventurados los muertos que de aquí en adelante mueren en el Señor.» «Sí», dice el Espíritu, «para que descansen de sus arduos trabajos; pues sus obras les seguirán»[17].

A los creyentes se nos asegura que la muerte no nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro[18].

Si bien sabemos que los creyentes que mueren están con el Señor, es parte de nuestra naturaleza humana sentir una profunda pena cuando parten, ya que dejan de estar con nosotros en esta vida. En el Evangelio de Juan leemos que cuando Jesús se enteró de la muerte de Su amigo Lázaro —el hermano de María y Marta—, Él lloró[19]. La partida de Lázaro le produjo un profundo dolor; tanto es así que dijeron los judíos: —Miren cómo lo amaba[20]. El relato nos dice que Jesús, profundamente conmovido otra vez, vino al sepulcro[21]. En el libro de los Hechos leemos que luego que Esteban predicase ante el consejo y ante los ancianos y escribas judíos, estos ordenaron su ejecución. Durante su entierro, unos hombres piadosos sepultaron a Esteban, e hicieron gran lamentación por él[22]. Lamentación se define así: Expresión de dolor o pena, queja dolorosa con llanto, suspiros u otras muestras de aflicción.

Los cristianos que lloraban la muerte de Esteban sabían que él se encontraba en el cielo, pues habían observado que Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba a la diestra de Dios, y dijo: «Veo los cielos abiertos, y al Hijo del hombre que está a la diestra de Dios»[23]. Así y todo, expresaron públicamente su dolor por la muerte de Esteban y porque no podrían ya gozar de su compañía en esta vida.

En la primera epístola a los Tesalonicenses, Pablo escribió:

Tampoco queremos, hermanos, que ignoren acerca de los que duermen, para que no se entristezcan como los demás que no tienen esperanza[24].

Lo que Pablo quiso dar a entender aquí es que los creyentes no deben albergar la misma tristeza que invade a los que no tienen fe en Dios ni en el más allá ante la pérdida de un amigo o familiar cristiano. El dolor que sienten los cristianos por la muerte de otros creyentes debe ir acompañado de esperanza y gozo, toda vez que esos creyentes están en presencia de Dios. Pablo señaló que los creyentes que han muerto están con el Señor.

Dios no nos ha puesto [destinado] para ira, sino para alcanzar salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, quien murió por nosotros para que ya sea que vigilemos, o que durmamos, vivamos juntamente con él[25].

Aunque hagamos duelo tras la partida de un cristiano por quien sentimos afecto, esa pena debe entremezclarse con gratitud y alabanza a Dios por la vida que llevó nuestro ser querido y porque está ahora en Su presencia.

Cuando mueren miembros no cristianos de nuestra familia particular u otras personas no creyentes con las que tenemos vínculos estrechos, la tristeza que sentimos es distinta, puesto que no va acompañada de la misma seguridad de que están ya con el Señor. Esa pena puede ser muy profunda. El apóstol Pablo expresó esa tristeza cuando escribió acerca de algunos de sus hermanos judíos que habían rechazado al Señor.

Digo la verdad en Cristo, no miento. Mi conciencia me da testimonio en el Espíritu Santo: tengo una gran tristeza y un continuo dolor en mi corazón. Porque desearía ser yo mismo maldecido y separado de Cristo, por amor a mis hermanos, por los de mi propia raza[26].

Huelga decir que no sabemos a ciencia cierta si alguien a quien consideramos incrédulo no haya decidido en algún momento de su infancia o previo a su muerte aceptar que Cristo es su salvador. Suele suceder que quienes tienen conciencia de la proximidad de su muerte recuerdan el testimonio de salvación de una persona, del cual se habían enterado en el pasado, o el momento en que alguien les testificó explícitamente, a lo que antes se habían resistido, pero que ya en las postrimerías de su vida aceptaron. O que retornen a la fe infantil que habían albergado cuando chicos, pero que después les disgustó o la repelieron.

Cuando ha muerto una persona que no es cristiana es mejor no hacer afirmaciones en el sentido de que se ha ido al cielo, ya que eso puede llevar a conclusiones erróneas o inducir a una falsa seguridad. Cuando alguien ha fallecido, con frecuencia sus más cercanos reflexionan sobre su propia vida e inmortalidad, y tal vez quieran hablar con un amigo cristiano sobre su propia mortalidad, lo que puede ofrecer la oportunidad de hablar con ellos sobre Jesús y la otra vida y llevarlos a recibir al Señor.

(Continuará en la 2ª parte)


Nota

A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de las versiones Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995, y Reina Valera Actualizada (RVA-2015), © Editorial Mundo Hispano. Utilizados con permiso.


[1] Grudem, Wayne, Christian Ethics (Wheaton: Crossway, 2018).

[2] Génesis 2:15–17.

[3] Génesis 3:19.

[4] Génesis 5:5.

[5] Romanos 5:12.

[6] 1 Corintios 15:21,22.

[7] Romanos 8:1,2.

[8] 2 Corintios 12:7–10.

[9] 2 Corintios 4:16–18.

[10] Santiago 4:8.

[11] 1 Corintios 15:25,26.

[12] 2 Corintios 5:2.

[13] Romanos 8:23.

[14] 1 Corintios 15:42,43.

[15] 2 Corintios 5:8.

[16] Filipenses 1:21–23.

[17] Apocalipsis 14:13.

[18] Romanos 8:39.

[19] Juan 11:35.

[20] Juan 11:36.

[21] Juan 11:38.

[22] Hechos 8:2.

[23] Hechos 7:55,56.

[24] 1 Tesalonicenses 4:13.

[25] 1 Tesalonicenses 5:9,10.

[26] Romanos 9:1–3 (RVC).