Darle sentido a la vida: Las apariencias y el resultado final
agosto 5, 2011
Enviado por María Fontaine
Darle sentido a la vida: Las apariencias y el resultado final
¿A veces te sientes fracasado? Quizá las cosas no resultaron como tú pensabas o querías. Tus expectativas se han visto defraudadas. No has alcanzado tus metas. Tienes la tentación de creer que es porque tú fallaste, o tal vez porque otros fallaron. Pero has sido leal al Señor. Le has sido fiel. Hiciste lo que te pidió lo mejor que pudiste. Te esforzaste por ganar almas para Él. Has dedicado tu vida a ayudar y amar a los demás.
Déjame que te cuente de un hombre que tenía sobrados motivos para sentirse fracasado.
Era enfermizo, y a menudo se deprimía tanto que perdía todas las ganas de vivir. A los 14 años se había quedado huérfano de padre y madre. Fue expulsado de la universidad, con lo que se fue al traste su sueño de hacer estudios superiores y su ambición de ser aceptado como ministro del Evangelio. La mayor parte del tiempo se sentía solo y aislado. Luchaba contra el temor a la muerte. Murió joven, pobre, muy enfermo, habiendo logrado poco.
Él mismo se consideró un fracasado, y así lo consideraron también muchos coetáneos suyos. A pesar de todo, su nombre ha pasado a la historia, y su vida ha motivado a muchos misioneros y siervos de Dios, de antes y de ahora. Sus conversos testificaron a otras personas, y su obra misionera influyó en muchos. Su diario de oraciones ha sido una fuente de inspiración para generaciones de cristianos.
Murió pensando que no había conseguido nada, salvo un puñado de conversos. Solo alcanzó renombre después de su muerte.
Precisamente fueron sus batallas en esta Tierra, sus presuntos fracasos, en forma de dudas, depresión y angustia de espíritu, las que han ayudado a muchos misioneros y los han animado y fortalecido en su labor.
¿Fue lo suyo verdaderamente un fracaso? ¿O quería Dios servirse de su vida como una vela —por poca luz que diera y por poco tiempo que brillara antes de apagarse— que iluminara y alentara a futuras generaciones de servidores de Dios?
¿Su nombre? David Brainerd.
¿Sabe Dios bien lo que hace, o se equivocó? ¿Hizo algo mal David Brainerd? ¿Metió la pata en algún momento y por eso no alcanzó sus objetivos? ¿Crees que es posible dar la impresión de ser un fracasado y aun así gozar de gran aprobación delante de Dios? Piénsalo bien. ¿Cabe la posibilidad de que el Señor esté más interesado en animar a otras personas por medio de nuestras dificultades e incluso errores que con nuestra buena imagen, o nuestra satisfacción personal, o permitiendo que disfrutemos de un flujo continuo de éxitos evidentes?
Aquí tienes un breve resumen de su vida, compilado y condensado a partir de varios libros y páginas web.
David Brainerd, misionero entre los indios de Norteamérica. Nació el 20 de abril de 1718. Murió el 9 de octubre de 1747, a los 29 años.
Él mismo reconoció que tenía un temperamento melancólico. Quedó huérfano de padre a los 8 años, y de madre a los 14.
A los 21 años había aceptado al Salvador y había resuelto dar testimonio de Él. En septiembre de 1739 se matriculó en la Universidad Yale. Dicha institución estaba pasando por un período de transición. Cuando Brainerd llegó allí, le consternó la indiferencia religiosa que observó; pero al poco tiempo se sintió el impacto del evangelizador George Whitefield y del Primer Gran Despertar. De la noche a la mañana se fundaron grupos de oración y de estudio de la Biblia, lo cual por lo general desagradó a las autoridades universitarias, que temían el entusiasmo religioso. Fue en ese ambiente en el que el joven Brainerd hizo un comentario inconveniente sobre uno de los tutores, diciendo que «no tenía más gracia que una silla» y tildándolo de hipócrita. El comentario llegó a oídos de los directores de la institución, y David fue expulsado después que se negó a disculparse en público por lo que había dicho en privado.
Brainerd persistió en su intención de predicar el Evangelio, a pesar del hecho de que según casi todos los criterios por los que se rigen las juntas misioneras modernas, su candidatura a misionero presentaba sus riesgos. Tenía una constitución débil, a menudo se enfermaba o sufría ataques de depresión, y necesitaba frecuentes períodos de descanso.
En 1742 obtuvo un encargo de misionar entre los indios. Su primer año como misionero no fue particularmente exitoso. No sabía hablar el idioma de los nativos ni estaba preparado para las dificultades de la vida en el monte. Su intérprete nativo tenía debilidad por la bebida, no se convirtió y no entendía las cuestiones espirituales. Brainerd se sintió solo y profundamente triste. Escribió:
Se me cayó el alma a los pies. […] Me parecía que nunca tendría éxito entre los indios. Estaba cansado de vivir. Ansiaba tremendamente morir.
Vivo en el desierto más solitario y desolado que pueda haber. […] Me alojo con un pobre escocés, cuya esposa casi no habla inglés. Mi dieta consiste en harina cocida, maíz hervido y pan hecho sobre ascuas. […] Mi vivienda es un montoncito de paja colocada sobre unas tablas. Mi trabajo es sumamente exigente y difícil.
En su primer invierno en el monte sufrió penalidades y enfermedades. En cierta ocasión se perdió por un tiempo en el bosque. En otra, se quedó empapado y a la intemperie después de caerse en un río.
Su segundo año como misionero fue para él totalmente perdido, y sus esperanzas de evangelizar a los indios se desvanecieron. Consideró seriamente la posibilidad de renunciar a su labor.
En el tercer año se trasladó a otra zona, donde vivía un grupo de indios más receptivos. Sus reuniones comenzaron a atraer hasta a setenta indios a la vez, algunos de los cuales recorrían hasta 60 kilómetros para escuchar el mensaje de salvación. Empezaron a verse señales de un despertar religioso. Después de un año y medio, el predicador ambulante tenía unos 150 conversos, algunos de los cuales se pusieron a testificar a otros.
El primer viaje de Brainerd para evangelizar a una tribu muy fiera desembocó en un milagro que hizo que entre los indios lo veneraran como a un profeta de Dios. Acampado en las afueras de un asentamiento indio, Brainerd tenía pensando entrar en él a la mañana siguiente para predicar. Sin que él lo supiera, todos sus movimientos eran observados por guerreros que habían sido enviados para matarlo. F. W. Boreham relata el incidente:
«Cuando los pieles rojas se acercaron a la carpa de Brainerd, vieron al rostro pálido de rodillas. Mientras él oraba, de pronto una serpiente cascabel se situó a su lado, levantó su fea cabeza, lista para atacar, agitó su lengua bífida casi delante mismo de la cara de Brainerd y luego, sin motivo aparente, desapareció rápidamente entre la maleza. “¡El Gran Espíritu está con el rostro pálido!”, exclamaron los indios. Y así fue como lo recibieron como a un profeta».
Ese incidente no solo es una muestra de las muchas intervenciones divinas en su ministerio; también ilustra la importancia y la intensidad de la oración en su vida. En página tras página de Vida y diario de David Brainerd, uno lee frases como las siguientes:
Una vez más, Dios me facultó para luchar por multitudes de almas, y cumplí el dulce deber de la intercesión con mucho fervor.
Esta mañana dediqué unas dos horas a mis deberes privados, y se me facultó más de lo normal para interceder con pasión por las almas inmortales. Aunque era temprano por la mañana, y el sol apenas brillaba, mi cuerpo estaba empapado de sudor.
Estuve un rato considerable orando en el bosque. Me pareció elevarme por encima de las cosas de este mundo.
Por la mañana estuve casi continuamente orando.
Se me facultó para orar mucho durante todo el día.
Dediqué este día a ayunar en secreto y orar, de la mañana hasta la noche.
Llovía, y los caminos estaban enlodados; pero sentí un deseo tan intenso que me arrodillé a un costado del sendero y se lo conté todo a Dios. Le dije en oración que mis manos deberían trabajar para Él y mi lengua hablar por Él, si Él quisiera valerse de mí como un instrumento Suyo. Y de pronto la oscuridad de la noche se iluminó, y supe que Dios había oído y respondido mi oración.
Aquí estoy. Envíame; envíame a los confines de la Tierra; envíame a los paganos rudos y salvajes del monte; envíame lejos de todo lo que se llama comodidad en la Tierra, incluso a la misma muerte, si es a Tu servicio y para propagar Tu reino.
En los silencios que hago en medio de la agitación de la vida tengo encuentros con Dios. De esos silencios salgo reanimado y con un renovado sentido de poder. Oigo una voz en los silencios, y me vuelvo cada vez más consciente de que es la de Dios.
Esto vi: que cuando un alma siente por Dios un amor supremo, sus intereses se funden con los de Dios. Poco importa cuándo, adónde o cómo me envíe Cristo, o las pruebas con las que me ejercite, si estoy preparado para hacer Su obra y Su voluntad. […] ¡Ojalá fuera una llama de fuego para la causa de mi Maestro! […] No me importaría dónde ni cómo viviría, ni las penalidades por las que pasaría, con tal de ganar almas para Cristo. Mientras dormía, soñé con esto; y al despertar, lo primero que me vino al pensamiento fue esta gran obra. Lo único que deseé fue la conversión de los paganos, y todas mis esperanzas estaban puestas en Dios.
Después de todas las dificultades que soportó, perdió la salud. Se le diagnosticó una tuberculosis incurable. Terminó yendo a vivir a la casa del teólogo Jonathan Edwards, donde fue atendido por la hija de este, Jerusha, que contaba entonces diecisiete años y con la que Brainerd había tenido la ilusión de casarse.
Murió el 9 de octubre de 1747. Cuatro meses más tarde falleció Jerusha también de tuberculosis, enfermedad que por lo visto contrajo mientras cuidaba de él.
Su abnegada devoción, su celo y su entrega a la oración inspiraron a otros misioneros, como Henry Martyn, William Carey, Jonathan Edwards, Adoniram Judson y John Wesley. La influencia que ejerció después de su muerte fue mayor que los resultados que logró en vida. Su diario se convirtió en un clásico que ha animado a muchos a misionar. El influjo que ha tenido es prueba de que Dios puede valerse de cualquier vasija, por frágil y delicada que sea, que esté totalmente entregada a las almas y al Salvador.