Efectos del cristianismo (2ª parte)

abril 16, 2019

Enviado por Peter Amsterdam

[The Effects of Christianity (Part 2)]

(Los argumentos presentados en este artículo se han tomado del libro How Christianity Changed the World, de Alvin Schmidt[1].)

En esta temporada de Pascua seguimos examinando los profundos efectos que ha tenido el cristianismo en el devenir de la historia de la humanidad desde la muerte y resurrección de Jesús. Este artículo se centrará en el cambio fundamental que introdujo el cristianismo en cuanto a la dignidad y el estatus de la mujer.

En el Imperio romano, las mujeres vivían sometidas a la ley de la patria potestas, que establecía que el paterfamilias (el jefe de sexo masculino de la familia) ejercía absoluta autoridad sobre sus hijos, aunque estos fueran adultos. La mujer casada permanecía bajo la autoridad de su padre a menos que el matrimonio fuera un matrimonio con manus; en ese caso dejaba de estar sometida a la autoridad de su padre y pasaba a estar controlada por su marido. En virtud de ello, este podía castigarla físicamente al amparo de la ley. Si ella cometía adulterio, podía matarla; si incurría en alguna otra falta grave, por lo general se le exigía que obtuviera el consentimiento del clan familiar antes de matarla. Un matrimonio con manus le daba al marido autoridad total sobre su esposa, la cual apenas tenía el estatus jurídico de una hija adoptiva.

A las mujeres no se les permitía hablar en lugares públicos. Todos los cargos de autoridad —en los concejos municipales, en el senado y en los tribunales— estaban reservados a los hombres. Si una mujer tenía una pregunta o queja de índole legal, debía comunicársela a su marido o a su padre, el cual presentaba el caso a las autoridades pertinentes en nombre de la mujer, ya que a estas se les exigía que guardaran silencio en tales asuntos. Por lo general, se tenía un concepto muy bajo de ellas.

En la cultura judía, durante todo el período rabínico (del 400 a. C. al 300 d. C.) hubo también fuertes prejuicios en contra de la mujer. No se les permitía declarar como testigos ante un tribunal, ya que su testimonio se consideraba poco fiable. También se les prohibía hablar en público. No se les permitía leer la Torá en voz alta en la sinagoga. Una enseñanza rabínica consideraba «vergonzoso oír una voz femenina en público entre los hombres»[2]. El culto en la sinagoga era dirigido por hombres. Las mujeres presentes estaban separadas de ellos por una partición.

Algunas mujeres judías estaban confinadas a su hogar, y ni siquiera se acercaban a la puerta de la calle. Las jóvenes permanecían en las partes de la casa reservadas a las mujeres, para evitar ser vistas por los hombres, y cuando venían visitas (otras mujeres), las recibían exclusivamente en esas habitaciones. En las zonas rurales las mujeres tenían algo más de libertad de movimiento, ya que ayudaban a sus maridos con las labores agrícolas. Sin embargo, se consideraba inapropiado que trabajaran o se desplazaran solas. Todo ingreso que percibiera una mujer casada, aunque fuera una herencia, era para su marido.

En los evangelios se aprecia que Jesús tenía para con las mujeres una actitud muy distinta de la que era habitual en Su tiempo, una que les reconocía más categoría. Mediante Sus enseñanzas y Sus acciones rechazó las creencias y prácticas corrientes que ponían a la mujer en una posición de inferioridad al hombre. Un ejemplo de ello es Su forma de tratar a la samaritana en el Evangelio de Juan. En aquella época, los judíos no se hablaban en absoluto con los samaritanos; aun así, Él le pidió a la samaritana que le diera agua del pozo. Ella se sorprendió y le preguntó por qué le pedía que le diera de beber, «porque judíos y samaritanos no se tratan entre sí»[3]. Jesús no solo pasó por alto el hecho de que ella era samaritana, sino que se puso a hablar con una mujer en público, algo que contravenía la ley oral (los preceptos religiosos judíos que no estaban entre las leyes originales de Moisés, sino que se fueron añadiendo a lo largo de siglos): «Todo el que busca conversación con las mujeres [en público] se hace mal a sí mismo»[4]. Una enseñanza rabínica similar decía que un hombre «no debe conversar con una mujer en la calle»[5].

En los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas consta que había mujeres que seguían a Jesús, algo totalmente insólito en aquel tiempo, ya que los demás maestros y rabinos judíos no tenían discípulas.

Lo acompañaban los doce y algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malos y de enfermedades: María, que se llamaba Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Chuza, intendente de Herodes, Susana y otras muchas que ayudaban con sus bienes[6].

También había algunas mujeres [cuando lo crucificaron] mirando de lejos, entre las cuales estaban María Magdalena, María la madre de Jacobo el menor y de José, y Salomé, quienes, cuando Él estaba en Galilea, lo seguían y le servían; y otras muchas que habían subido con Él a Jerusalén[7].

Después de Su resurrección, Jesús se apareció primero a unas mujeres y les mandó que dijeran al resto de Sus discípulos que había resucitado.

Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro. […] Pero el ángel dijo a las mujeres: «No temáis vosotras, porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, como dijo». […] Jesús les salió al encuentro, diciendo: «¡Salve!» Y ellas, acercándose, abrazaron Sus pies y lo adoraron. Entonces Jesús les dijo: «No temáis; id, dad las nuevas a Mis hermanos, para que vayan a Galilea, y allí me verán»[8].

La iglesia primitiva siguió el ejemplo de Jesús y no hizo caso de las normas culturales con respecto a las mujeres. Estas desempeñaron un importante papel en la iglesia, como se sabe por las epístolas de Pablo que hablan de que tenían iglesias en las casas. En la Epístola a Filemón, Pablo se dirige a la «hermana Apia, a Arquipo, nuestro compañero de milicia, y a la iglesia que está en tu casa»[9]. Ninfas era una mujer que tenía una iglesia en su casa de Laodicea[10]. También habló de Priscila y su marido Aquila, que tenían una iglesia en su casa, y los llamó «mis colaboradores en Cristo Jesús»[11].

En la Epístola a los Romanos, Pablo escribió: «Os recomiendo, además, a nuestra hermana Febe, diaconisa de la iglesia en Cencrea»[12]. El término griego traducido como «diaconisa» es diákonos, que en las epístolas se traduce unas veces como «diácono» o «diaconisa» y otras como «ministro». En sus cartas, Pablo se llama a sí mismo diákonos en numerosas ocasiones. «[El] evangelio, del cual yo fui hecho ministro por el don de la gracia de Dios»[13]. Pablo utilizó esa misma palabra griega, diákonos, para referirse a sus colaboradores y colíderes. Habló de Tíquico, fiel ministro en el Señor[14], y Epafras, fiel ministro de Cristo[15]. De modo que cuando recomendó a Febe como diákonos de la iglesia, todo parece indicar que la reconocía como diaconisa o ministra de la iglesia.

Pablo dejó bien claro que en el cristianismo «no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús»[16]. Jesús, Pablo y la iglesia primitiva se opusieron al concepto de que se tuviera a la mujer recluida, callada, sometida y segregada en el culto.

El mensaje de salvación de Jesús encontró eco entre las mujeres de la iglesia primitiva, tanto así que los historiadores que han estudiado ese período sostienen que en general ellas eran más activas en la iglesia que los hombres. En el siglo IV, S. Juan Crisóstomo dijo:

Las mujeres de aquellos días eran más enérgicas que los leones.

El historiador W. E. H. Lecky declaró:

En las épocas de persecución, las figuras femeninas ocupan muchos de los primeros lugares y filas del martirologio[17].

El alemán Leopold Zscharnack, historiador de la iglesia y teólogo, escribió:

La cristiandad no debe olvidar que fue principalmente el sexo femenino el que generó una gran parte de su rápida expansión. Fue el celo evangelizador de las mujeres en los primeros tiempos de la iglesia, y en otros posteriores, lo que conquistó a débiles y poderosos[18].

En los primeros siglos, había más mujeres que hombres en la iglesia, por lo que algunas se casaron con hombres no creyentes. Cuando lo hicieron, «la inmensa mayoría de los hijos de esos matrimonios mixtos se criaron en el seno de la iglesia»[19].

En los primeros 150 años del cristianismo, las mujeres fueron muy importantes y estaban muy bien consideradas dentro de la iglesia. Lamentablemente, a partir de entonces algunos dirigentes de la iglesia comenzaron a adoptar nuevamente las prácticas y actitudes de los romanos con respecto a las mujeres, y poco a poco se las fue excluyendo de las funciones directivas dentro de la iglesia. En los tres siglos que siguieron, los líderes eclesiásticos incorporaron el concepto de la inferioridad de la mujer en la cosmovisión cristiana general.

Clemente de Alejandría (m. 215) enseñó que «toda mujer debería ruborizarse por ser mujer»[20]. Tertuliano (m. 220) dijo:

Tú [Eva] eres la puerta por la que entra el diablo. […] Con qué facilidad destruiste a la imagen de Dios, el hombre. Por lo que tú te merecías, esto es, la muerte, hasta el Hijo de Dios tuvo que morir[21].

El obispo Cirilo de Jerusalén (m. 386) sostuvo que en la iglesia las mujeres solo debían mover los labios al orar. Escribió:

Que ore y mueva sus labios, pero no se oiga su voz[22].

Tales actitudes fueron desacertadas y erróneas.

A pesar de esa visión distorsionada de las mujeres, en muchos aspectos ellas estaban en un plano de igualdad con los hombres en la iglesia de la época. Por ejemplo, recibían la misma instrucción que ellos al unirse a la iglesia, eran bautizadas de la misma manera, participaban como ellos en la eucaristía y oraban con ellos en el mismo lugar de culto[23].

Aunque a lo largo de los siglos hubo discrepancias con lo que enseñaba el Nuevo Testamento, hubo también importantes cambios positivos en cuanto al estatus jurídico de la mujer en todos los territorios controlados por el Imperio romano. En el año 374 d. C., menos de medio siglo después que se legalizara el cristianismo, el emperador Valentiniano I derogó la patria potestas, que llevaba mil años vigente, con lo que el paterfamilias dejó de tener autoridad absoluta sobre su esposa y sus hijos.

A las mujeres se les concedieron básicamente los mismos derechos que a los hombres en cuanto al control de sus bienes. […] También obtuvieron el derecho de tutela sobre sus hijos, que anteriormente solo tenían los hombres[24].

Eso también significó que las mujeres podían escoger con quién casarse sin que su padre les escogiera marido, como se había hecho en la Antigüedad. Por ende, podían casarse más tarde. A raíz de las enseñanzas de Pablo, los hombres comenzaron a ver a su esposa como una compañera, tanto en lo espiritual como en lo práctico. Hoy en día, en el mundo occidental las mujeres ya no son forzadas a casarse con nadie contra su voluntad, ni pueden ser obligadas legalmente a contraer matrimonio siendo niñas, como todavía ocurre en algunas partes del mundo.

En tiempos de Jesús y antes, muchas sociedades antiguas, especialmente en Oriente Medio, permitían la poliginia (que un hombre estuviera casado simultáneamente con más de una mujer). Muchos patriarcas y reyes judíos, como Abraham, Jacob, David, Salomón y otros, tuvieron múltiples esposas. Si bien Jesús llegó a un mundo que aceptaba la poliginia, cuando Él habló del matrimonio fue invariablemente en un contexto de monogamia.

El hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne[25].

De cierto os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o padres o hermanos o mujer…[26]

S. Pablo parece favorecer también el concepto de monogamia cuando escribe que los obispos/supervisores deben ser maridos de una sola mujer.

Es necesario que el obispo sea irreprochable, marido de una sola mujer[27].

La traducción literal de la expresión «marido de una sola mujer» es «hombre de una mujer». Aunque existen otras maneras de entender lo que escribió Pablo, la interpretación tradicional se inclina hacia el matrimonio monógamo. Varios de los primeros padres de la iglesia de los siglos III y IV se opusieron en sus escritos al matrimonio polígamo. Cuando se habla del matrimonio en el Nuevo Testamento, se entiende que se refiere al matrimonio monógamo. La visión cristiana del matrimonio como relación monógama ha quedado plasmada en las leyes de la sociedad occidental.

En los evangelios se aprecia que Jesús se compadeció de las viudas. Resucitó al hijo de una viuda[28], denunció a los fariseos que se aprovechaban económicamente de ellas[29] y elogió a una viuda pobre que se sacrificó para entregar al templo una ofrenda de dos blancas[30]. El apóstol Pablo, en una de sus epístolas a Timoteo, mandó a la iglesia de Éfeso que honrara a las madres viudas, y en la Epístola de Santiago dice:

La religión pura y sin mancha delante de Dios el Padre es esta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y guardarse sin mancha del mundo[31].

A principios del siglo II, Ignacio, obispo de Antioquía, escribió:

Que no se descuide a las viudas. Después del Señor sé tú su protector[32].

Más tarde, fue frecuente escoger a viudas como diaconisas de la iglesia.

La vida, muerte y resurrección de Jesús y la salvación que Él trajo a los que creyeron en Él produjeron cambios monumentales que han afectado a un sinnúmero de personas a lo largo de los siglos. Su ejemplo y Sus enseñanzas hicieron que Sus discípulos y la iglesia primitiva le concedieran más dignidad, libertad y derechos a la mujer. A consecuencia de ello, hoy en día las mujeres que viven en países en los que se ha sentido la influencia del cristianismo tienen, por lo general, más libertad, oportunidades y valor humano que las de países que no han conocido dicha influencia.


Nota

Todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.


[1] Alvin J. Schmidt, How Christianity Changed the World (Grand Rapids: Zondervan, 2004).

[2] Berajot 24a.

[3] Juan 4:9.

[4] Pirkei Avot 1.5.

[5] Berajot 43b.

[6] Lucas 8:1–3.

[7] Marcos 15:40,41.

[8] Mateo 28:1,5,6,9,10.

[9] Filemón 1:1,2.

[10] Colosenses 4:15.

[11] Romanos 16:3. V. también 1 Corintios 16:19.

[12] Romanos 16:1.

[13] Efesios 3:7.

[14] Efesios 6:21.

[15] Colosenses 1:7.

[16] Gálatas 3:28.

[17] W. E. H. Lecky, History of European Morals: From Augustus to Charlemagne (Nueva York: D. Appleton, 1927), 73.

[18] Leopold Zscharnack, Der Dienst der Frau in den ersten Jabrhunderten der christlich Kirche (Gotinga: n.p., 1902), 19.

[19] Rodney Stark, La expansión del cristianismo. Un estudio sociológico (Madrid: Trotta, 2009).

[20] El pedagogo 3.11.

[21] El adorno de las mujeres 1.1.

[22] Procatequesis 14.

[23] Schmidt, How Christianity Changed the World, 110.

[24] William C. Morey, Outlines of Roman Law (Nueva York: G. P. Putnam’s Sons, 1894), 150,151.

[25] Mateo 19:5.

[26] Lucas 18:29.

[27] 1 Timoteo 3:2.

[28] Lucas 7:11–15.

[29] Marcos 12:40.

[30] Lucas 21:2,3.

[31] 1 Timoteo 5:3,4, Santiago 1:27.

[32] Carta a Policarpo, capítulo 4.