¡Es un mundo hermoso!

junio 8, 2019

Enviado por María Fontaine

[It’s a Beautiful World!]

En los primeros años de mi adolescencia viví en un pequeño pueblo de unos 500 habitantes. Asistí a un colegio donde los seis grados se repartían en tres aulas, con un profesor para cada dos grados. El profesor enseñaba a la mitad de los alumnos mientras que la otra mitad —que eran del otro grado escolar—, se quedaban sentados en silencio; supuestamente hacían sus deberes escolares (o tal vez aprendían lo que necesitaban para el año siguiente, y así no tendrían que estudiar tanto). Casi toda la vida transcurría de manera lenta y tranquila; la mayor parte de las personas asistían a la iglesia y por lo general se trataban con afabilidad.

En ese pueblo mis padres se sentían a gusto al dejarme andar en la bicicleta que me dieron cuando tenía 12 años. Lo único que les preocupaba era que tal vez yo hiciera algo tonto en la bicicleta y me hiciera daño. Tenían motivos para pensar eso. ¿Quizá tuvieron un presentimiento? El primer fin de semana después de que me dieron la bicicleta y yo estaba aprendiendo a montarla, tenía mucho entusiasmo y quise experimentar la emoción de bajar por una colina prolongada y empinada que había cerca de mi casa; había visto hacerlo a muchos otros chicos.

Mi padre era pastor de una iglesia que estaba en la cima de la colina. Al pie de la colina, por el camino hacia la derecha, estaba mi casa.

Pues bien, esa gran emoción solo duró hasta que llegué al pie de la colina y giré a la derecha en la calle que cruzaba sin poner los frenos, ¡porque no había aprendido a usar los frenos! Los neumáticos patinaron en la gravilla mientras yo trataba de dar vuelta; caí al suelo y la bicicleta quedó encima de mí.

Gracias al Señor por Su misericordia, pues no me hice mucho daño. Me llevó solo unos minutos volver a levantarme; probablemente porque sentía mucha vergüenza de que alguien me hubiera visto. Logré levantarme. Caminé con mi bicicleta dos o tres cuadras hasta llegar a mi casa, y todo ese rato me preocupaba que quizá había estropeado mi nueva bicicleta.

Cuando llegué a mi casa, mis padres no estaban. Me miré al espejo para evaluar el daño en mi cara. Como en esa primera etapa de mi adolescencia ya tenía un caso grave de acné, eso me preocupaba más que mi bicicleta. Quedé atónita al ver un bulto gigantesco, del tamaño y forma de un huevo, que tenía en la sien, en el lado derecho de la cabeza. Nunca había visto nada parecido, ni me había pasado nada igual.

Como es obvio, ¡me asusté tanto que por largo tiempo recordé esa experiencia! De hecho, se me quedó grabada en la memoria. Es una de las experiencias que recuerdo con más claridad. Fue una advertencia para evitar ser tan imprudente, irresponsable y orgullosa de mí misma; ¡trataba de demostrar que podía manejar mi nueva bicicleta sin haber aprendido a hacerlo!

Ese es un simple comentario al margen, acerca de la vida en aquel pequeño pueblo. Algo que me gustaba hacer, aún más que andar en bicicleta, era caminar por dos campos que estaban detrás de mi casa y por un pequeño camino de tierra por el que no pasaba casi nadie. Ese camino llevaba a un cementerio viejo y abandonado.

Por mucho tiempo no habían tocado ni mantenido el cementerio. Los que estaban enterrados allí probablemente habían sido olvidados hacía mucho tiempo. Lo asombroso era que aunque parecía desatendido, de todos modos el lugar era hermoso al encontrarse en un estado casi silvestre. El pasto no se había cortado en mucho tiempo y parecía una colorida alfombra, con violetas pequeñas y otras flores silvestres bajo los árboles muy majestuosos que daban sombra a todo el cementerio.

Me gustaba andar entre las lápidas, que aunque estaban deterioradas, todavía eran visibles los nombres y fechas de los que estaban enterrados allí. Me divertía imaginándome quiénes eran y cómo habían vivido, cómo eran aquellos días de antaño, cómo pasaban el tiempo los niños y si les gustaba estar afuera y disfrutar de la creación de Dios, como lo hacía yo.

Probablemente la mayoría de ellos eran los antepasados de los habitantes de mi pueblo. Muchas lápidas tenían hermosas frases cristianas y pensamientos o versículos de la Biblia, con un homenaje a la persona que había partido. En ese espacio había una magnífica atmósfera, la sentía a mi alrededor; y a pesar de que nunca tuve experiencias espirituales, digámoslo así, me encantaba el lugar. Era mi sitio favorito para estar a solas con Jesús. Muchos años después, el Señor me reveló que algunos de los que habían muerto me apacentaron de diversas formas mientras estaba acostada en la hierba y oraba o leía mi Biblia u otros relatos de misioneros o libros cristianos de ficción.

A mis padres no les preocupaba que yo estuviera sola. Sabían que era responsable y confiaban en los habitantes de nuestro pueblo. Dios me guardó y me protegió. Nunca tuve problemas en ese entorno.

Otra cosa que me encantaba hacer era ir con unos amigos a dar un paseo por la naturaleza. No quedaba lejos de nuestro pequeño pueblo. Era un lugar seguro donde caminábamos por los bosques, a la orilla de un arroyo grande, donde el agua pasaba susurrando sobre las rocas. Los pájaros gorjeaban en los árboles y las ardillas correteaban frente a nosotros mientras caminábamos. Había rocas cubiertas de un musgo de color verde oscuro y morado que parecía de terciopelo. Y también había troncos en descomposición esparcidos por aquí y por allá, como si Dios los hubiera puesto en el lugar perfecto para que pudiéramos sentarnos y disfrutar de una comida campestre cuando quisiéramos. Diría que era casi como que Alguien había pasado por delante de nosotros para preparar las cosas de la manera que nos gustaría que fueran.

Nunca he perdido el amor por los bosques y por los enormes árboles que dan una hermosa sombra y que proveen hogares felices para los pájaros y las ardillas. ¡Esos siempre han sido mis paisajes preferidos! Cuando estoy en un bosque así, me siento en casa.

Aunque yo siempre me he sentido incapaz de expresar lo que siento por la naturaleza, algunas personas lo han hecho bastante bien. Sin embargo, nunca pueden expresar plenamente lo indescriptible del Espíritu con lo que Dios ha impregnado Su creación, como por ejemplo la magnitud del amor con el que Él ha diseñado todo para ilustrar Su amor por nosotros. Esta es una cancioncilla que estoy segura que habrán escuchado y que capta mejor que la mayoría un poco de esa gran belleza:

El mundo es de mi Dios, Su eterna posesión.
Eleva a Dios su dulce voz la entera creación.
El mundo es de mi Dios, conforta así pensar.
Él hizo el sol y el arrebol, la tierra, cielo y mar.

El mundo es de mi Dios, escucho alegre son
del ruiseñor que al Creador eleva su canción.
El mundo es de mi Dios y en todo mi redor
las flores mil con voz sutil declaran fiel su amor.

Este mundo es de mi Padre, no hay que olvidar
que aunque muy grande parezca el mal,
no debemos dar lugar a la tristeza.
El Señor es Rey, ¡lo sabemos con certeza![1]

* * *

Al escuchar las expresiones de asombro de otras personas ante la magnificencia y grandeza de las montañas majestuosas y los poderosos océanos, quisiera decir: «¡Sí, y mi Padre creó todo eso!» También me encanta cuando ponen atención a la belleza y valor de las cosas diminutas que Dios ha creado, como las hojas, las flores y los pájaros. Las siguientes frases son de diferentes personas y expresan lo que ellas han encontrado en la creación de Dios. La Biblia dice: «Porque desde la creación del mundo, Sus atributos invisibles, Su eterno poder y divinidad, se han visto con toda claridad, siendo entendidos por medio de lo creado»[2].

La naturaleza es el arte de Dios.  Dante Alighieri (1265–1321, poeta)

La tierra tiene música para aquellos que la escuchan.  William Shakespeare (1564–1616, dramaturgo)

La naturaleza no se apresura; sin embargo, todo se lleva a cabo.  Lao Tzu (601 a. C.–531 a. C., erudito)

Adopta el ritmo de la naturaleza. Su secreto es la paciencia.  Ralph Waldo Emerson (1803–1882, poeta)

Cada mañana me traía una alegre invitación a hacer que mi vida tuviera igual sencillez —y, me atrevo a decir, inocencia— que la de la naturaleza misma.  Henry David Thoreau (1817–1862, escritor)

En todas las cosas de la naturaleza hay algo de lo prodigioso.  Aristóteles (384 a. C.–322 a. C., filósofo)

Estoy perdiendo días valiosos. Estoy degenerando en una máquina de hacer dinero. No estoy aprendiendo nada en este mundo trivial de los hombres. Debo separarme, dirigirme a las montañas para enterarme de las noticias.  John Muir (1838–1914, naturalista)

Voy a la naturaleza para calmarme y curarme, y poner en orden mis sentidos.  John Burroughs (1837–1921, naturalista)

Que tus senderos sean tortuosos, serpenteantes, solitarios, peligrosos, que lleven a más vista más increíble. Que tus montañas se eleven hacia y por encima de las nubes.  Edward Abbey (1927–1989, ensayista)

Es saludable y necesario volver a dirigir la mirada a la tierra y —al contemplar sus bellezas— conocer el asombro y la humildad.  Rachel Carson (1907–1964, ecologista)

A mí me parece que a Dios le molesta que pases por un campo donde existe el color púrpura y no lo notes.  Alice Walker (nacida en 1944, escritora y novelista)

Las personas de un planeta que no tenga flores pensarían que siempre estamos locos de alegría por tener estas cosas a nuestro alrededor.  Iris Murdoch (1919-1999, novelista y filósofa)

En realidad, nunca entendí la palabra «soledad». En lo que a mí respecta, estuve en una orgía con el cielo, el océano y la naturaleza.  Björk (nacida en 1965, cantante y compositora)

El jardín nos hace pensar en que podría haber un lugar donde podemos encontrar la naturaleza a mitad de camino.  Michael Pollan (nacido en 1955, escritor)

De todos los caminos que tomes en la vida, asegúrate de que algunos de ellos sean caminos de tierra.  John Muir (1838–1914, naturalista)

Sé una persona solitaria. Eso te deja tiempo para hacerte preguntas, para buscar la verdad. Ten una santa curiosidad. Haz que tu vida valga la pena.  Albert Einstein (1879–1955, físico teórico)

El hombre es la especie más desquiciada; adora a un Dios invisible y destruye una naturaleza visible, sin darse cuenta de que esa naturaleza que destruye es [un regalo del] Dios que venera.  Hubert Reeves (nacido en 1932, astrofísico)

Mi profesión consiste en estar siempre alerta para encontrar a Dios en la naturaleza; conocer los lugares por los que suele andar, asistir a todos los oratorios, las óperas, en la naturaleza.  Henry David Thoreau (1817-1862, escritor)

Una flor de campanilla en mi ventana me da más satisfacción que la metafísica de los libros.  Walt Whitman (1819–1892, poeta y escritor)

A todo el mundo le gustan los pájaros. ¿Qué criatura salvaje es más accesible a nuestros ojos y oídos, tan cercana a nosotros y a todos, y tan universal como un pájaro?  David Attenborough (nació en 1926, comunicador y naturalista)

Todavía no sabemos siquiera una milésima parte del uno por ciento de lo que la naturaleza nos ha revelado.  Albert Einstein (1879–1955, físico teórico)


[1] This Is My Father’s World, Maltbie D. Babcock (1901).

[2] Romanos 1:20 (NBLH).