Más como Jesús: El ejemplo de Cristo

abril 26, 2016

Enviado por Peter Amsterdam

[More Like Jesus: Christ's Example]

Cuando estamos en búsqueda de caminos que nos lleven a transformar nuestra vida con miras a asimilarnos más a Jesús es natural que nos fijemos en el ejemplo de vida que Él mismo dio, el único ser humano que tuvo plena coincidencia con Dios. Es preciso que busquemos orientación en el modo de vida que practicó e inclusive en cómo interactuó con Su Padre y con los demás. Paralelamente, querremos explorar el resto del Nuevo Testamento para ver cómo vivieron Sus primeros seguidores y cómo enseñaron a otros a imitar Su ejemplo. En el curso de esta serie examinaremos esos dos aspectos.

Para empezar, echemos un vistazo a algunas facetas de la vida de Jesús que nos sirven de indicadores en nuestro empeño de llegar a ser más como Él[1].

Jesús y Su profundo sentido de intimidad con Dios

En el Antiguo Testamento observamos que los seres humanos reaccionaron con pasmo ante Dios, una emoción con matices de sometimiento y temor[2].

La Escritura por ejemplo nos dice que cuando Dios habló, Moisés cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a Dios[3]. Ante la presencia de Dios, el profeta Isaías expresó: ¡Ay de mí, estoy perdido!... he visto con mis propios ojos al Rey, Señor del universo[4].

En comparación, vemos que el trato que Jesús tenía con Dios era distinto. Gozaba de una profunda intimidad con Dios, la que expresaba tratándolo de «Padre». Jesús sabía que contaba con el amor y la aprobación de Su Padre.

Jesús enseñó a Sus discípulos que al dirigirse a Dios ellos también debían llamarlo Padre[5]. Con ello les expresó que Su condición de Hijo hasta cierto punto los englobaba también a ellos. Si bien no eran hijos de Dios de la singular manera en que lo era Jesús, también eran hijos, y como tales eran amados por Él, tenían una relación con Él, formaban parte de Su familia y contaban con Su beneplácito. A lo largo del Sermón de la Montaña Jesús recalcó a Sus discípulos que Dios era su Padre[6].

Comprender que Dios es nuestro Padre y que somos amados de Él forja los cimientos de nuestra relación con Él. Ser hijos de Dios nos da la certeza de que el amor que tiene por nosotros es incondicional. Podemos acceder a Él con una actitud de confianza y con la esperanza de que Él sabe lo que necesitamos y que proveerá para nosotros y nos cuidará.

Jesús expresó el amor y la atención paternales que nos brinda Dios cuando dijo:

Su Padre sabe lo que ustedes necesitan antes de que se lo pidan[7]. ¿Quién de ustedes, si su hijo le pide pan, le da una piedra? ¿O si le pide un pescado, le da una serpiente? Pues si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan![8] No se afanen por lo que han de comer o beber; dejen de atormentarse [...], el Padre sabe que ustedes las necesitan[9].

Considerar Padre a Dios no significa que mantenemos con Él una relación parecida a la que tiene un niño pequeño con su papá. Aunque siempre dependemos de Él para nuestra existencia, también nos ha concedido libre albedrío y autonomía. Además de señalarnos que podemos gozar de seguridad en nuestra relación con el Padre, Jesús también nos enseña que podemos abordar al Padre como lo haría un adulto con otro adulto. Esto se ve reflejado en la oración de Cristo en Getsemaní, cuando Jesús propuso que, de ser posible, el Padre apartara de Él esa copa de sufrimiento. Jesús planteó la pregunta, reflexionó sobre la situación y tomó luego la determinación de amoldar Su voluntad a la del Padre.

Se espera de los que somos hijos de Dios que empleemos nuestra mente y nuestro intelecto, que nos esforcemos en oración, que busquemos la guía de las Escrituras, que conversemos con Dios los temas que nos suscitan dudas, y que escuchemos Su respuesta. Todos estos aspectos inciden en nuestra toma de decisiones y en nuestra relación con Él.

El poder de la humildad

A pesar de que era Dios encarnado y tenía la facultad de curar a los enfermos, resucitar a los muertos y dar de comer a la multitud, Jesús hizo uso de Su poder humildemente. Hubiera podido exigir privilegios, a los que habría tenido todo derecho, dada Su jerarquía en relación a Dios. No obstante, hizo caso omiso de esos privilegios y prestó servicio a Sus semejantes.

Él [Jesús], siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomó la forma de siervo y se hizo semejante a los hombres. Más aún, hallándose en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz[10].

En lugar de aprovecharse de Su poder para ganar fama o ejercer autoridad sobre los demás —Satanás lo tentó con eso—, empleó ese poder a favor de la gente. Al percibir que el pueblo pretendía nombrarlo rey, se retiró al monte Él solo[11]. Dijo:

El Hijo del hombre [...] no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por todos[12].

En repetidas ocasiones exhortó a Sus seguidores a mantener una actitud de humildad y servicio.

Entonces Jesús, llamándolos, dijo: Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Pero entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo[13].

Jesús, el Hijo de Dios, asumió la condición de siervo revestido de humildad; los creyentes debemos seguir Su ejemplo.

Contrapesar distintas exigencias

Jesús enfrentó una serie de obligaciones que pugnaban por Su atención. Entre ellas, las de Su familia[14], las de Sus discípulos y amigos[15], y las de Sus Enemigos y opositores[16]. Pero sobre todo las exigencias de la multitud que recurría desesperadamente a Él. Las muchedumbres lo rodeaban y lo apretujaban[17]. En cierta ocasión comentó: He sentido que ha salido poder de Mí[18]. En un momento hasta corrió peligro de ser atropellado por el gentío[19].

Amén de describir las exigencias a las que estaba sujeto Jesús, los Evangelios también revelan Su modo de responder a esas exigencias. Por norma Él atendía al público —le enseñaba, lo sanaba o debatía con él— y luego compensaba todo aquello con momentos de retiro en compañía de Sus discípulos o a veces a solas para intimar con Su padre y orar. Equilibraba períodos de peligro y conflicto con otros de alejamiento estratégico. Esos alejamientos o retiros le proporcionaban descanso y recreación, una renovación espiritual que le daba vigor.

Cuando Jesús oyó que Juan estaba preso, volvió a Galilea[20]. En otra ocasión, Jesús ya no andaba abiertamente entre los judíos, sino que se alejó de allí a la región contigua al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y se quedó allí con Sus discípulos[21].

De la lectura de los Evangelios también se desprende que Jesús disfrutaba de las comidas con otras personas, en las cuales se consumía vino. Como consecuencia, los fariseos lo tildaron de glotón y borracho.

Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: «Este es un hombre comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores»[22].

Brindar hospitalidad

Una de las mayores demostraciones de hospitalidad es invitar a una persona a comer en tu casa. Eso era un poco distinto en la cultura judía imperante en la época de Jesús. Allá, cuando un personaje ilustre —digamos un rabí o maestro— era convidado a una casa, se consideraba que el que demostraba hospitalidad era el invitado. Aceptar una invitación y ser agasajado en casa ajena otorgaba dignidad, respeto y aceptación a quien ofrecía la invitación y a su hogar y su familia. Un ejemplo de ese tipo de hospitalidad de parte de Jesús salta a la vista cuando le dijo a Zaqueo —el recaudador de impuestos, un hombre odiado por sus compatriotas— que quería alojarse en su casa. La gente murmuró que había acudido de invitado a casa de un pecador[23]. Zaqueo era un marginado de la sociedad por su colaboracionismo con los opresores romanos. Los judíos lo hubieran tenido como enemigo.

Esa no fue la primera vez que Jesús brindó hospitalidad más allá de los límites de lo socialmente aceptado. Otros ejemplos incluyen a la samaritana[24], la mujer que le lavó los pies en la casa del fariseo[25], los recaudadores de impuestos[26] y el centurión romano[27], como también las ocasiones en que tocó y sanó a leprosos y a otros a quienes se los consideraba ritualmente impuros. Todos eran afuerinos y, sin embargo, Jesús los acogió. Con Sus actos los declaró dignos y aceptables, les manifestó un ejemplo del amor y la aceptación que Su Padre tiene por los pecadores, al igual que Su deseo de salvarlos. A lo largo de los Evangelios Jesús dedicó tiempo a los despreciados, los marginados, los mal vistos y los otros.

Si aspiramos a imitar a Jesús, abriremos nuestro corazón y nuestra vida para aceptar y acoger a los que representan la otredad y son distintos a nosotros. Eso puede abarcar a los que abrazan doctrinas religiosas o políticas dispares a las nuestras, a los que tienen una nacionalidad o etnicidad diferente, una situación económica o gustos y disgustos desiguales a los nuestros, es decir los que difieren de nosotros en cualquier aspecto. Demostrar hospitalidad y una actitud acogedora hacia los que no forman parte de nuestro círculo normal rompe barreras y refleja el espíritu de Cristo.

Compasión

La compasión es un sentimiento que nos mueve a actuar; una conciencia de la aflicción ajena junto con el deseo de aliviarla. En el texto de los Evangelios vemos que la compasión es el sentimiento que con mayor frecuencia se atribuye a Jesús. Él se conmovió al ver a los necesitados y realizó actos para aliviarles su situación. Al desembarcar vio una gran muchedumbre, y se compadeció de ella, y curó a todos sus enfermos[28]. Poco antes de dar de comer a la multitud, dijo: Tengo compasión de la gente, porque ya hace tres días que están conmigo y no tienen qué comer[29]. Cuando dos ciegos exclamaron pidiéndole auxilio, Jesús, sintiendo compasión, les tocó los ojos, y en seguida recibieron la vista y lo siguieron[30]. Cuando acudió a María y Marta luego de la muerte del hermano de ellas, Lázaro, Jesús entonces, al verla [María] llorando y a los judíos que la acompañaban, también llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió[31]. Lloró y enseguida levantó a Lázaro de los muertos. En todos esos casos Jesús se conmovió emocionalmente y tuvo compasión para luego actuar a favor de la gente.

La palabra compasión que figura en los Evangelios Sinópticos proviene del vocablo griego splagchnizomai, que significa ser movido desde las entrañas, pues se pensaba que las entrañas o intestinos eran el foco del amor y la piedad. En el Evangelio de Juan, se emplea el vocablo griego embrimaomai para expresar la profunda desazón y conmiseración que sintió Jesús ante la tumba de Lázaro. Esas dos palabras son de tono profundamente físico y conllevan un sentido de indignación ante el sufrimiento y miseria humanos. Cada vez que se describe a Jesús en circunstancias en que abriga esos sentimientos se nos dice que actuó decididamente para remediar la situación.

La compasión es tomar medidas para mejorar la mala situación en que se encuentra una persona. La compasión no puede estar desligada de la acción. Sin acción equivale simplemente lástima y simpatía por la necesidad ajena; o empatía: la capacidad de compartir los sentimientos de alguien. Jesús fue más allá de la simpatía y la empatía; pasó a la acción, algo que Sus seguidores debemos emular. Aunque no podamos actuar del mismísimo modo en que actuó Jesús, sí podemos seguir Su ejemplo y tomar alguna medida práctica a favor de quienes padecen necesidad.

No tomar represalia

En el Sermón del Monte Jesús enseñó el principio de no represalia:

A cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos[32].

Además de predicar la no represalia, vemos que Él también la practicó. Durante Su pasión, cuando los soldados fueron a detenerlo, rechazó la opción de defenderse por la fuerza.

Jesús le dijo [a Pedro]: Vuelve tu espada a su lugar, porque todos los que tomen espada, a espada perecerán. ¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a Mi Padre, y que Él no me daría más de doce legiones de ángeles?[33]

Pedro, Su discípulo y amigo, escribiría más tarde:

Cuando lo maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino que encomendaba la causa al que juzga justamente[34].

Jesús enseñó que Sus discípulos no deben recurrir al desquite y actuar en represalia por daños que les hayan infligido. Exhortó a Sus seguidores a refrenarse de pagar mal por mal, que un yerro no se remedia con otro. Dicho principio se sustenta en la confianza de que Dios es dueño de la situación y juzgará o vengará a los que se lo merecen. En vez de tomar represalia, se nos insta a perdonar a quienes nos han hecho algún agravio. Eso no significa que no habrá consecuencias para los causantes del daño, sino que uno no debe tomar sobre sí la carga de devolver golpe por golpe.

Conclusión

Seguir las pisadas de Cristo desarrollando un profundo sentido de intimidad con Dios, servir a otros con humildad, mantener en la vida un equilibrio acorde con los principios divinos, brindar hospitalidad a los que se diferencian de nosotros, tener compasión para auxiliar a los demás y no tomar represalias cuando nos hayan hecho algún daño, no son conductas que nos surgen automáticamente por el hecho de ser cristianos.

Para proceder como procedió Jesús, cultivar las cualidades asociadas a Dios y manifestar el fruto del Espíritu Santo es preciso una transformación personal. Dicha transformación se produce por medio de la gracia de Dios, concedida a quienes toman la decisión y hacen el esfuerzo por crecer en Él, aplicar Sus enseñanzas y asemejarse más a Él.


Nota

A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.


[1] Los siguientes apartados son una síntesis de The Psychology of Christian Character Formation, de Joanna Collicutt (London: SCM Press, 2015).

[2] Collicutt, Psychology of Christian Character Formation, 31.

[3] Éxodo 3:6.

[4] Isaías 6:5 (BLPH).

[5] Ustedes deben orar así: Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre (Mateo 6:9 BLPH).

Él les dijo: Cuando oren, digan: «Padre, santificado sea Tu nombre. Venga Tu reino» (Lucas 11:2 NVI).

[6] Mateo 5:16, 45, 48; 6:1, 4, 6, 8, 9, 14, 15, 18, 26, 32; 7:11, 21.

[7] Mateo 6:8 (NVI).

[8] Mateo 7:9–11 (RVC).

[9] Lucas 12:29,30 (NVI). Véase también Mateo 6:25–32; 7:7–11; Lucas 11:11–13; 12:22–30.

[10] Filipenses 2:6–8.

[11] Juan 6:15.

[12] Mateo 20:28. Además: Marcos 10:45; Lucas 22:27.

[13] Mateo 20:25–27. Además: Mateo 23:11; Marcos 9:35; 10:43,44; Lucas 22:26; Juan 13:15,16.

[14] Mateo 12:46,47; Juan 2:2–4; 7:1–7.

[15] Mateo 16:22; 20:20,21; Marcos 10:35–37; Juan 11:21,32.

[16] Mateo 16:1; 19:3; 21:23; 22:16–32; Juan 8:1–11; 10:24.

[17] Lucas 8:45.

[18] Lucas 8:46.

[19] Marcos 3:9.

[20] Mateo 4:12.

[21] Juan 11:54. Asimismo: Mateo 14:13; 15:21; Marcos 7:24; Lucas 9:10; Juan 4:1–3; 7:1.

[22] Lucas 7:34; Mateo 11:19.

[23] Lucas 19:5–7. Además: Mateo 8:8 y Lucas 7:6.

[24] Juan 4:1–42.

[25] Lucas 7:36–50.

[26] Mateo 9:10–13.

[27] Lucas 7:2–9.

[28] Mateo 14:14 (NC).

[29] Marcos 8:2.

[30] Mateo 20:34.

[31] Juan 11:33.

[32] Mateo 5:39–41.

[33] Mateo 26:52,53.

[34] 1 Pedro 2:23.