Parábolas de Jesús: El fariseo y el cobrador de impuestos, Lucas 18:9–14

junio 25, 2013

Enviado por Peter Amsterdam

Duración del video: 19:12

Descargar archivo de video: Alta resolución (128MB) Baja resolución (64.8MB)

Duración del audio: 19:08

Descargar archivo de audio (18.4MB)

(Es posible que para descargar los videos en tu computadora tengas que hacer clic con el botón derecho sobre los enlaces y seleccionar «Guardar enlace como» o «Guardar destino como».)


La parábola del fariseo y el recaudador de impuestos figura únicamente en el capítulo 18 del libro de Lucas, versículos 9–14. Entre otras cosas, trata del elemento fundamental de la salvación. Comencemos por estudiar a los dos personajes de la parábola, ¿de acuerdo?

El fariseo

Los fariseos eran miembros de la sociedad judía que tenían convicciones muy fuertes acerca de observar tanto las leyes de Moisés como las tradiciones recibidas de sus antepasados. Tales tradiciones no formaban parte de la ley mosaica, pero los fariseos las ponían al mismo nivel.

El término fariseo significa «separados».

Se esforzaban por cumplir la ley de Moisés, sobre todo los mandamientos que tenían que ver con el diezmo y la pureza. Muchos judíos no observaban las leyes sobre los alimentos, la preparación de los mismos y el lavado de manos; por eso los fariseos eran cuidadosos a la hora de comer con otras personas, a fin de no volverse ritualmente impuros. Algunos criticaron a Jesús por comer con pecadores, y menospreciaron a Sus discípulos por ingerir alimentos sin haberse lavado las manos[1]. También censuraron a Jesús más de una vez por quebrantar las leyes sobre el sábado[2].

En asuntos religiosos, los fariseos tenían fama de pasarse de la raya. La Ley escrita solo requería el ayuno una vez al año, en el Día de la Expiación; no obstante, algunos fariseos ayunaban dos veces a la semana, el segundo y el quinto día, es decir, los lunes y los jueves, como acto de piedad voluntario. Diezmaban todo lo que adquirían, lo cual también era más de lo que exigía la Ley.

La mayoría de los judíos no observaban la ley mosaica tan rigurosamente como los fariseos; por eso los judíos de la época de Jesús consideraban a los fariseos muy justos y piadosos.

El cobrador de impuestos

Veamos ahora el cobrador de impuestos. Los romanos, que gobernaban Israel en tiempos de Jesús, exigían tres tipos de impuestos: el impuesto territorial, la capitación y los derechos de aduana. Los impuestos se empleaban para pagar tributo a Roma, que había conquistado Israel en el año 63 a. C.

Lo más probable es que el recaudador de impuestos de la parábola estuviera vinculado al sistema aduanero. En todo el Imperio romano había un sistema de peajes y gabelas que se recolectaban en los puertos, en las oficinas de impuestos y en las puertas de las ciudades. Las tarifas oscilaban entre el dos y el cinco por ciento de los bienes transportados de una ciudad a otra. En viajes largos, una persona que transportara artículos podía ser gravada múltiples veces. El valor de los artículos lo determinaba el cobrador[3].

El sistema aduanero y de recaudación de impuestos funcionaba mediante lo que se conoce como arriendo. Se hacía de la siguiente manera: ciertas personas adineradas hacían ofertas sobre cuánto pagarían a Roma por el privilegio de recaudar impuestos en una zona. El mejor postor se convertía en arrendador y pagaba la suma que había sido aceptada por Roma en la puja; de esa manera Roma percibía los impuestos por adelantado. Luego el arrendador recaudaba los impuestos por medio de cobradores de la localidad. El arrendador y las personas a las que contrataba para recaudar los impuestos se ganaban la vida con los tributos que percibían. Cobraban todo lo que podían en impuestos dentro de ciertos límites legales, pues sus ingresos venían determinados por la cantidad de dinero que lograban reunir por encima de lo que ya habían pagado a Roma. En pocas palabras, la recaudación de impuestos era un negocio.

Los arrendadores contrataban a cobradores del lugar para que llevaran a cabo la labor de recaudar los impuestos. Tales cobradores evaluaban la mercancía y seguidamente fijaban la suma a pagar. Aunque existía cierto control, con frecuencia los recaudadores, para obtener ganancias, tasaban los artículos en mucho más de su valor real. Detenían a los viajeros en los caminos y exigían esos tributos, que se podían pagar en moneda o renunciando a una parte de los artículos. Los contribuyentes consideraban que eso era robo institucional[4].

Cuando unos recaudadores de impuestos fueron donde Juan el Bautista para ser bautizados y le preguntaron qué debían hacer, él respondió: «No exijáis más de lo que os está ordenado»[5], una clara indicación de que cobraban de más para su propio beneficio.

Los recaudadores de impuestos eran despreciados. Eran calificados de extorsionistas e injustos. Según la ley judía, no existía obligación de decirles la verdad.

Se los consideraba religiosamente impuros; por consiguiente, su casa y toda casa en la que entraran también era considerada impura. Con frecuencia se metía en el mismo saco a los detestados cobradores de impuestos, los pecadores y las prostitutas[6]. Los tildaban de ladrones, y la gente respetable los rehuía. Desde luego el recaudador de la parábola no es una persona íntegra; es un sinvergüenza, y él es consciente de ello, como se evidencia por sus acciones en el Templo y su oración.

La parábola

Habiendo entendido esto, pasemos a la parábola.

A unos que confiaban en sí mismos como justos y menospreciaban a los otros, [Jesús] dijo también esta parábola[7]:

Lucas hace una introducción para explicar que la parábola es acerca de las personas que piensan que pueden alcanzar la justicia por méritos propios. Jesús cuenta la parábola a unos que tienen mucha confianza en sí mismos, se estiman muy rectos y consideran a otros inferiores e indignos de respeto.

Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano [cobrador de impuestos][8].

Las palabras subir y, más adelante en la parábola, descender hacen referencia a la elevación del Monte del Templo, que era el punto más alto de la ciudad. Era costumbre orar dos veces al día, una en la mañana y otra en la tarde, los dos momentos del día en que se ofrecían en el Templo sacrificios de expiación.

Esta es la explicación que da un escritor:

Los únicos cultos cotidianos que tenían lugar en el recinto del Templo eran los sacrificios de expiación que se realizaban al amanecer y a las tres de la tarde. Los cultos se iniciaban fuera del santuario, en el gran altar principal, sacrificando por los pecados de Israel un cordero cuya sangre se esparcía sobre el altar siguiendo un detallado ritual. En medio de las oraciones sonaban unas trompetas de plata y unos címbalos y se leía un salmo. El sacerdote que oficiaba pasaba entonces a la parte exterior del santuario, donde ofrecía incienso y despabilaba las lámparas. En el momento en que el sacerdote se metía en el edificio y desaparecía, los fieles que asistían al culto podían elevar a Dios oraciones personales. Muchos judíos piadosos, cuando no asistían al Templo, hacían oraciones en privado a la hora en que sabían que se ofrecía el incienso en el Templo[9].

Las primeras personas que oyeron esta parábola debieron de suponer que el fariseo y el cobrador de impuestos subían al Templo para asistir a uno de los sacrificios diarios de expiación y orar.

El fariseo se puso de pie aparte de los demás, y empezó a orar: “Oh, Dios, te doy gracias porque no soy como los demás. No soy como los ladrones, los injustos y los que cometen el pecado de adulterio. Te doy gracias porque tampoco soy como este cobrador de impuestos. Ayuno dos veces a la semana y doy la décima parte de todo lo que gano”[10].

El fariseo oró apartado de los demás; se separó de los demás fieles. Si su ropa tocaba la de una persona impura, él también quedaba impuro. Y no iba a hacer eso una persona que se preocupaba mucho por conservarse pura y santa. Oró de pie, mirando hacia arriba, como era habitual entre los judíos.

También era costumbre rezar en voz alta, así que había bastantes posibilidades de que otros oyeran su oración. Quizá pretendía hacer una oración sermoneadora —ya saben a qué me refiero—, en la que uno reza con la intención de sermonear a los demás en vez de dirigirse verdaderamente al Señor.

Teniendo en cuenta que las oraciones judías en el siglo I eran por lo general confesiones de pecados, expresiones de gratitud por favores recibidos o peticiones para uno mismo o para los demás[11], es probable que su intención fuera más sermonear que rezar. No confiesa ningún pecado, no da gracias a Dios por ninguna bendición, ni pide nada para sí ni para otras personas. Da la impresión de estar señalándoles a los demás lo malos que son, despreciándolos, y proclamando su rectitud y su observancia de la Ley. Se compara con los demás y recalca lo aplicado que es él en su religiosidad al lado de ellos.

Ayuna dos veces a la semana, o sea, 104 veces al año, cuando la Ley exigía un solo ayuno anual. La Ley hablaba de diezmar los frutos de la tierra y los animales que uno cuidaba; pero él diezma todo lo que adquiere, por si acaso la persona que se lo vendió no lo diezmó como era su obligación.

El fariseo no es hipócrita. Seguro que se abstiene de cometer los pecados que enumera y que ayuna y diezma más de lo que se le exige. Pero se siente satisfecho de sí mismo y moralmente superior. Desprecia a los que no guardan la Ley como él. Los desdeña, le repugnan, y da gracias a Dios por no ser como ellos. Se cree la rectitud personificada, y el primer público que oyó la parábola lo debió de ver así.

Totalmente distintas son la conducta y la oración del cobrador de impuestos.

Pero el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “Dios, sé propicio a mí, pecador”[12].

El cobrador de impuestos se queda lejos de los demás, no porque él sea recto, sino porque se sabe pecador. No levanta la vista al cielo porque se siente indigno. Extorsiona a la gente y le cobra de más. Es un estafador. No le parece que merezca estar con el pueblo de Dios, y se considera indigno de conversar con Dios.

Se siente tan afligido por lo pecador que es que se golpea el pecho, a la altura del corazón. Un comentarista escribió:

Eso solo ocurre en una ocasión más en la Biblia: la muchedumbre que presenció la crucifixión, muy afectada por lo ocurrido, se golpeó el pecho al final, justo después de la muerte de Jesús (Lucas 23:48). Si es preciso un espectáculo tan desgarrador como la crucifixión de Jesús para que las personas se golpeen el pecho, entonces claramente el cobrador de impuestos de esta parábola está profundamente angustiado[13].

Está apartado de los demás, golpeándose el pecho, y reza: “Dios, sé propicio a mí, pecador”.

La palabra griega que se tradujo como «sé propicio» es hilaskomai, que quiere decir «hacer propiciación»[14]. No es el mismo vocablo griego que se suele emplear para expresar el concepto de «tener misericordia», el cual es eleeo, que significa socorrer al afligido o al que pide ayuda.

El cobrador de impuestos pide propiciación por sus pecados, expiación. En algunas de las antiguas versiones al armenio y al siríaco de los primeros siglos esto se tradujo como «haz expiación por mí»[15]. No le ruega a Dios misericordia en general; pide expiación, que se le perdonen sus pecados.

El escritor Kenneth Bailey expresa de una forma muy bella la situación del cobrador de impuestos:

Uno casi siente el acre olor del incienso, oye el estruendo de los címbalos y ve la gran nube de denso humo que se eleva desde el holocausto. Allí está el cobrador de impuestos. Se queda lejos, preocupado de que no lo vean, sintiéndose indigno de pararse junto a los demás asistentes. Está desconsolado y anhela participar en todo eso. Le gustaría estar con «los justos». Tan profundo es su remordimiento que se golpea el pecho y clama arrepentido y esperanzado: «¡Oh Dios! ¡Que me sirva a mí! ¡Haz expiación por mí, que soy pecador!» En el Templo, ese hombre humilde, consciente de su pecado y de su poca valía, sin méritos propios que sean dignos de elogio, suspira por poder beneficiarse del gran y dramático sacrificio expiatorio[16].

Y resulta que lo consigue. Jesús termina así la parábola:

Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro, porque cualquiera que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido[17].

Ese final dejó asombrados a los primeros oyentes. El fariseo habría sido tenido por una persona justa y respetable, puesto que no solo cumplía lo que mandaba la Ley, sino que hacía incluso más. Por otra parte, el cobrador de impuestos habría sido considerado un pecador, odiado y vilipendiado por prácticamente todo el mundo, y con razón. De ninguna manera habría sido tenido por justo.

Sin embargo, ¿quién dice Jesús que fue a su casa justificado, es decir, hecho justo? ¿El que confiaba en su justicia a causa de sus buenas obras, o el que le suplicó a Dios misericordia? ¿El que era considerado santo por los demás? ¿El que menospreciaba a los otros porque no eran tan religiosos como él y se apartaba de los que eran impuros y pecadores? ¿O el que se sabía pecador y se humilló, consciente de que todas las buenas obras que hiciera no lo iban a salvar, y genuinamente arrepentido le pidió a Dios misericordia, perdón y salvación?

Así funciona la gracia salvífica de Dios: recibe salvación quien reconoce humildemente su necesidad de Dios, no el que tiene una opinión muy elevada de sí mismo y confía en que sus buenas obras y su religiosidad lo van a salvar. No me vayan a malinterpretar: hacer buenas obras que ayuden a los demás es estupendo; pero esas obras no nos salvan. Uno no consigue de esa manera un montón de puntos a favor que compensen los puntos en contra. No podemos ganarnos a pulso la salvación o el perdón de nuestros pecados. Es simplemente un bello regalo que Dios nos ofrece.

Es cierto que la parábola muestra la necesidad de ser humildes cuando nos presentamos ante Dios en oración y nos advierte que no nos consideremos moralmente superiores por hacer buenas obras y desdeñemos, despreciemos o censuremos a los demás; no obstante, el tema principal es la gracia de Dios. El mensaje es que nuestras obras no nos salvan; nos salva la gracia de Dios. Por causa de Su gran amor, misericordia y gracia, Dios dispuso una forma de que se nos perdonaran nuestros pecados y pudiéramos establecer una buena relación con Él. Somos justos delante de Él porque nuestros pecados han sido expiados, no por nuestra observancia de las leyes religiosas.

Jesús dice a los oyentes que es por el amor y la gracia de Dios que uno se justifica y que sus pecados son expiados, concepto que, después de la muerte de Jesús, el apóstol Pablo enunció de la siguiente manera:

Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios. No por obras, para que nadie se gloríe[18].

Aunque la cuestión de la salvación por gracia y no por obras es el principal mensaje de esta parábola, también se pueden sacar otras enseñanzas de ella:

  • Las oraciones o sermones en que nos jactamos de nuestros logros o menospreciamos a los demás por sus defectos no están bien.
  • Es posible que Dios mire a los demás con ojos muy distintos de los nuestros; por consiguiente, no debemos ser criticones[19]. Recordemos que «el Señor no mira lo que mira el hombre, pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero el Señor mira el corazón»[20].
  • El fariseo se imaginaba que podía ser obediente a Dios al tiempo que desdeñaba a los que consideraba menos santos que él, como el cobrador de impuestos. Suponía que por guardar los mandamientos él era mejor que la mayoría, y por tanto menospreciaba a los demás. Para él, practicar su religión era más importante que ver a los demás con amor; pero en otros pasajes Jesús dice claramente que el amor es más importante que la religiosidad, y que después de amar a Dios, lo principal es amar a los demás[21].

La parábola revela que a Dios no le impresionan los actos piadosos ni los sentimientos de superioridad, sino que Él es un Dios misericordioso que reacciona ante las necesidades, las sinceras oraciones y el arrepentimiento de las personas[22]. Como dice en Isaías 66:2: «Yo miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu y que tiembla a Mi palabra».

  • Considerarse moralmente superior, ser orgulloso, tener una opinión elevada de uno mismo y menospreciar a los demás son señales de una actitud que no armoniza con la forma en que Dios mira a las personas. Una manera eficaz de corregir un concepto exageradamente bueno de uno mismo es comparar la propia conducta con la grandeza y perfección de Dios, no con las presuntas faltas y pecados de los demás.

Dios es amor y misericordia. Ama a la humanidad y ha dispuesto una forma de que nos salvemos mediante la muerte sacrificial de Jesús. Anhela ardientemente salvar a todos, incluso a los que para el mundo son los peores pecadores, como el cobrador de impuestos de esta parábola.

Como cristianos, debemos hacer todo lo posible por ayudar a otros a conocerlo, viviendo de una manera que ponga de relieve el amor, la misericordia y la comprensión que nuestro amoroso Salvador nos ha manifestado a todos; y además debemos comunicar la maravillosa noticia de que para conocer a Dios basta con aceptar el regalo que nos ofrece, la salvación por gracia.

¿Amén? Hagámoslo, ¿de acuerdo? Que Dios los bendiga.


El fariseo y el cobrador de impuestos, Lucas 18:9–14

9 A unos que confiaban en sí mismos como justos y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola:

10 «Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano.

11 El fariseo se puso de pie aparte de los demás, y empezó a orar: “Oh, Dios, te doy gracias porque no soy como los demás. No soy como los ladrones, los injustos y los que cometen el pecado de adulterio. Te doy gracias porque tampoco soy como este cobrador de impuestos (PDT).

12 Ayuno dos veces a la semana y doy la décima parte de todo lo que gano” (PDT).

13 Pero el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “Dios, sé propicio a mí, pecador”.

14 Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro, porque cualquiera que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido».


Notas

A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.


[1] Le preguntaron, pues, los fariseos y los escribas: «¿Por qué Tus discípulos no andan conforme a la tradición de los ancianos, sino que comen pan con manos impuras?» (Marcos 7:5).

[2] Los fariseos, al verlo, le dijeron: «Tus discípulos hacen lo que no está permitido hacer en sábado» (Mateo 12:2).
     Había allí uno que tenía seca una mano. Para poder acusar a Jesús, le preguntaron: «¿Está permitido sanar en sábado?» (Mateo 12:10).
     Entonces los fariseos le dijeron: «Mira, ¿por qué hacen en sábado lo que no es lícito?» (Marcos 2:24).
     El alto dignatario de la sinagoga, enojado de que Jesús hubiera sanado en sábado, dijo a la gente: «Seis días hay en que se debe trabajar; en estos, pues, venid y sed sanados, y no en sábado» (Lucas 13:14).
     Por esta causa los judíos perseguían a Jesús e intentaban matarlo, porque hacía estas cosas en sábado (Juan 5:16).

[3] Green, Joel B., y McKnight, Scot: Dictionary of Jesus and the Gospels, InterVarsity Press, Downers Grove, 1992, p. 809.

[4] Green, Joel B., y McKnight, Scot: Dictionary of Jesus and the Gospels, InterVarsity Press, Downers Grove, 1992, p. 806.

[5] Lucas 3:13.

[6] Vino a vosotros Juan en camino de justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y las rameras le creyeron. Pero vosotros, aunque visteis esto, no os arrepentisteis después para creerle (Mateo 21:32).
     Aconteció que estando Jesús a la mesa en casa de él, muchos publicanos y pecadores estaban también a la mesa juntamente con Jesús y Sus discípulos, porque eran muchos los que lo habían seguido (Marcos 2:15).
     Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírlo, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este recibe a los pecadores y come con ellos» (Lucas 15:1,2).

[7] Lucas 18:9.

[8] Lucas 18:10.

[9] Bailey, Kenneth E.: Jesús a través de los ojos del Medio Oriente, Grupo Nelson, 2012.

[10] Lucas 18:11,12 (PDT).

[11] Bailey, Kenneth E.: Jesús a través de los ojos del Medio Oriente, Grupo Nelson, 2012.

[12] Lucas 18:13.

[13] Bailey, Kenneth E.: Jesús a través de los ojos del Medio Oriente, Grupo Nelson, 2012.

[14] La acepción primaria de propiciación es «ofrenda que aplaca la ira». Este concepto está relacionado con la ira de Dios, en el sentido de que, por Su santidad y justicia, Él se ve obligado a juzgar y castigar el pecado. Sin embargo, la ofrenda sacrificial de la muerte de Cristo —como sucedía con los sacrificios que se realizaban en el Antiguo Testamento— propicia o aplaca la ira de Dios. A causa de Su amor por nosotros, Dios concibió un medio de perdonar nuestros pecados, permaneciendo al mismo tiempo fiel a Su naturaleza. (V. Lo esencial: La salvación.)

[15] Bailey Kenneth E.: Poet and Peasant y Through Peasant Eyes, edición combinada, William B. Eerdmans Publishing Company, Grand Rapids, 1985, p. 154.

[16] Kenneth E. Bailey: Jesús a través de los ojos del Medio Oriente (Grupo Nelson, 2012), Poet and Peasant y Through Peasant Eyes, William B. Eerdmans Publishing Company, Grand Rapids, 1985.

[17] Lucas 18:14.

[18] Efesios 2:8,9.

[19] Criticón: Que lo censura todo, sin perdonar lo más mínimo (Diccionario Clave).

[20] 1 Samuel 16:7.

[21] Jesús le dijo: «“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”» (Mateo 22:37–39).

[22] Snodgrass, Klyne: Stories With Intent, William B. Eerdmans Publishing Company, Grand Rapids: 2008, p. 474.

Traducción: Jorge Solá y Antonia López.