El relato

febrero 7, 2012

Enviado por Peter Amsterdam

En este artículo quiero hablar del trasfondo del mensaje del Evangelio, del relato que lo inspira. Se trata de una historia que ya conocen y que transformó su vida. Si bien la trama y el guión no han cambiado, hay muchas formas de contar el relato, y me pareció que si hago un resumen del mismo, a lo mejor les traiga a la memoria detalles o aspectos en los que quizá no hayan pensado en un buen tiempo. Ello también podría serles útil cuando sientan la necesidad de personalizar el mensaje para alguien o de relatarlo de manera que lo entiendan las personas a las que se dirijan.

Como relatan los libros del Antiguo Testamento, escritos por Moisés, en el principio del tiempo Dios creó el universo y dentro del universo creó el mundo y todo lo que hay en él. Creó al ser humano a Su propia semejanza. En un próximo artículo de la serie Lo esencial hablaré de cómo lo hizo. Por ahora basta con entender que lo hizo.

Los primeros seres humanos, Adán y Eva, vivieron en un mundo muy distinto al de hoy en día. Era un mundo en el que no tenían que trabajar para comer, en el que estaban en armonía el uno con el otro, con la creación y con Dios. Vivían en un mundo hermoso en el que todo era «muy bueno»[1]. No conocían el mal y si bien tenían libre albedrío al igual que nosotros, tenían la habilidad de no pecar nunca. En algún momento de su vida idílica en el jardín del Edén, fueron tentados por Satanás y dudaron de lo que Dios les había dicho, lo cual los condujo a la desobediencia y posteriormente al pecado. Cuando optaron por desobedecer a Dios, conocieron el mal[2]. A raíz de ello, Dios tuvo que expulsarlos del jardín para que no comieran del árbol de la vida y vivieran eternamente en su condición de desobediencia[3].

Su desobediencia provocó un distanciamiento entre ellos y Dios, la consecuencia natural del pecado, y además alteró la relación que tenían con Él. Su mundo cambio diametralmente. Perdieron la inocencia; habían conocido el mal, y el mal entró a la humanidad. La condición del ser humano y la creación se vio alterada, la tierra fue maldita y la muerte entró al mundo[4].

El pecado produjo una separación entre Dios y el ser humano, como un portón que el hombre no podía abrir ni traspasar. Dios, movido por el amor que le tiene a Su creación, tenía un plan que con el tiempo abriría ese portón, eliminaría la maldición y derrotaría a la muerte.

Pasó el tiempo y Dios eligió a un hombre, Abraham, el cual no tenía hijos, y le prometió que sería el padre de una gran nación, que de su descendencia saldrían reyes y que a través de él todos los pueblos de la Tierra serían bendecidos[5]. Los descendientes de Abraham por parte de su hijo Isaac fueron los hijos de Israel. Dios ratificó este pacto con el nieto de Abraham, Jacob, y cambió su nombre a Israel[6]. A partir de ese momento Dios denominó a los descendientes de Abraham Su pueblo y tuvo una relación extraordinaria con ellos.

Dios protegió a los hijos de Israel y los hizo prosperar. Los trasladó a Egipto para salvarlos de la hambruna. Pasaron unos años y los egipcios los convirtieron en esclavos, pero tras 400 años de esclavitud, Dios hizo surgir a Moisés para que los librara de la esclavitud a través de una serie de milagros increíbles, entre ellos las plagas que descendieron sobre los egipcios, la noche de la Pascua[7], la división de las aguas del Mar Rojo para que los hijos de Israel pudieran escapar de los egipcios, y la destrucción del ejército egipcio cuando el mismo intentó perseguirlos. Una vez que los hijos de Israel iniciaron su viaje de salida de Egipto, la presencia de Dios los acompañó manifestada en un pilar de humo durante el día y un pilar de fuego durante la noche. Poco después, la presencia de Dios se posó sobre el monte Sinaí y Dios le indicó a Moisés que subiera a la montaña, donde le dio Sus palabras y mandamientos, los cuales los hijos de Israel debían observar y obedecer.

Después de 40 años en el desierto, Dios los llevó a la tierra de Canaán, la cual había prometido a los descendientes de Abraham. Antes de que entraran a Canaán, Moisés les habló sobre las leyes de Dios que debían observar en esa tierra. Enumeró las bendiciones que recibirían si guardaban las leyes de Dios y obedecían Sus mandamientos, así como las maldiciones que descenderían sobre ellos si no lo hacían. Una de las maldiciones era que si desobedecían, serían tomados cautivos por otra nación. Otra maldición era que su nación sería destruida y su pueblo dispersado. Con el tiempo, la misma se cumplió.

Los hijos de Israel entraron a la tierra y la conquistaron. Con el paso de los siglos, Dios hizo surgir a profetas, jueces y reyes para guiar y gobernar al pueblo. Hizo un pacto con el rey David, prometiéndole que de su linaje Dios le daría a un hijo que edificaría una casa para Dios y que el trono de David perduraría para siempre[8]. Después de la muerte de David, su hijo Salomón edificó el primer templo, el lugar donde moraría la presencia de Dios entre el pueblo y al que podría acudir para adorarlo.

Tras la muerte de Salomón se produjo una ruptura que dividió al reino en dos, el reino de Israel y el de Judá. El reino de Israel lo conformaban las diez tribus del norte, y el de Judá las dos tribus del sur. Nadie sabe a ciencia cierta lo que les ocurrió a las diez tribus después de que Israel fuera destruido por los asirios de la antigüedad en el año 720 antes de Cristo, pero el reino de Judá siguió existiendo. Debido a su repetida desobediencia a Dios, Él envió un profeta tras otro para advertirles sobre la destrucción que habría de sobrevenirles si no se arrepentían y cambiaban su forma de obrar. En el año 587 aC, de conformidad con las profecías, el ejército babilonio conquistó Judá, destruyó la ciudad y el templo y se llevó a Babilonia al rey, su madre, sus sirvientes, sus oficiales y hombres valientes, a los artesanos y los herreros. Nabucodonosor también se llevó todos los tesoros del templo y después de un tiempo destruyó el templo y los muros de Jerusalén[9]. A este periodo se lo conoce como el cautiverio de Babilonia.

Pasados unos 50 años, y después de que los babilonios fueran conquistados por los persas, a algunos de los judíos se les permitió regresar a su patria. Al cabo de un tiempo construyeron un segundo templo. Fue en esa época que profetizaron los últimos profetas, Ageo, Zacarías y Malaquías, con lo cual llegaron a su fin los escritos del Antiguo Testamento. Siglos más tarde el segundo templo fue renovado por Herodes el grande y llegó a ser conocido como el templo de Herodes.

Durante el tiempo transcurrido entre la edificación del segundo templo y el nacimiento de Jesús, Israel fue conquistado y gobernado por los griegos. Israel se convirtió en parte del imperio seléucida, gobernado por uno de los generales de Alejandro Magno después de la muerte de éste. Aproximadamente un siglo y medio después, posteriormente a la revuelta de los judíos macabeos, Israel fue gobernado por la dinastía asmonea. En el 64 aC, fue conquistado por Roma y gobernado por reyes tributarios judeoromanos.

Los acontecimientos de la historia del pueblo judío siempre apuntaban al cumplimiento de la promesa de Dios, que a través del linaje de Abraham el mundo entero sería bendecido, que a través de Israel Dios haría descender una bendición sobre todas las naciones. Ese momento llegó con el nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de Jesús.

A lo largo del Antiguo Testamento, Dios prometió que la gloria de Israel sería restaurada, que los enemigos de Israel serían derrotados, que el rey de Israel gobernaría el mundo y que Dios moraría con Su pueblo.

En la época del nacimiento de Jesús, Israel era una nación ocupada. Basándose en las promesas dadas en las Escrituras, muchos de los judíos esperaban que Dios hiciera surgir a un rey, a un mesías, que los liberara del yugo romano y restaurara la independencia política de Israel. Tenían la expectativa de que Israel fuera gobernado por un rey justo y que ello los conduciría a una nueva era.

Jesús predicó que el reino estaba cerca. En los Evangelios se hace mención más de 70 veces del «reino de Dios» y el «reino de los cielos». Los judíos del primer siglo entendieron por ello que Jesús lideraría un movimiento que derrotaría a los romanos y haría descender todas las bendiciones de las que habló Dios en el Antiguo Testamento. A juzgar por lo que dicen en los Evangelios, da la impresión de que algunos de los discípulos también pensaban igual.

Pero ese no era el plan de Dios ni mucho menos. De hecho, gran parte de lo que dijo Jesús, de las parábolas que contó y de Sus actos, como la ocasión en que echó del templo a los cambistas y volcó sus mesas, anunciaba juicios sobre Israel, tal como lo hicieron muchos de los profetas del Antiguo Testamento. Jesús enseñó que la antigua manera de expiar los pecados mediante sacrificios en el templo había llegado a su fin, y que el templo físico, los sacrificios y la adherencia estricta a la Torá y a las leyes de Moisés ya no eran necesarios. Enseñó que debido a sus pecados, Israel sería juzgado y destruido. Apenas unas pocas décadas después, en el año 70 dC, los romanos destruyeron el templo y la ciudad y expulsaron a los judíos de Jerusalén, prohibiéndoles que siguieran viviendo en la ciudad. En el 132 dC algunos de los judíos se sublevaron contra Roma, tras lo cual los romanos destruyeron casi 1000 aldeas de Judea central y mataron, esclavizaron o exiliaron a los habitantes de las mismas.

El cumplimiento de la promesa que hizo Dios de que la salvación llegaría al resto del mundo a través de Israel, llegaría de una forma completamente inesperada; mediante el sacrificio de Jesús sobre la cruz. Su mesías daría la impresión de ser un mesías fracasado, alguien que hizo valerosas promesas, pero que al final terminó ejecutado por las autoridades. Sin embargo, ese «mesías fracasado» resucitó de los muertos para no volver a morir, derrotando así a la muerte. Nunca antes hubo alguien que muriera y resucitara, pero sin volver a morir años después. Hubo un par de personas que regresaron de entre los muertos, como Lázaro, pero con el tiempo volvieron a morir. Con Jesús no fue así. Dios hizo algo completamente nuevo con Jesús.

Todo lo predicho en las Escrituras sobre la salvación del mundo llegó a su punto culminante mediante esos acontecimientos. Se produjo un cambio fundamental que marcó el comienzo de una nueva era, conocida como los «postreros días», una era que comenzó con la resurrección de Jesús y que culminará con Su regreso, cuando la victoria sobre la muerte sea total y los que hayan elegido cumplir con la voluntad de Él sean resucitados, en cuerpo y espíritu.

Jesús fue el primero en ser resucitado, incluyendo Su cuerpo, y ahora está en el cielo, en cuerpo y espíritu. Su cuerpo fue transformado. Dios creó un nuevo tipo de cuerpo cuando resucitó a Jesús. Era un cuerpo material en el sentido de que se podía tocar, pero más allá de lo material en el sentido de que podía desaparecer y atravesar muros y puertas. Ese tipo de cuerpo no existía antes, pero ahora existe en Jesús. Es el tipo de cuerpo que poseerán los seres humanos al final de los «postreros días»[10]. Jesús ascendió al cielo en forma corpórea. El Señor resucitado y exaltado existe hoy en día en cuerpo y espíritu. Los que acepten a Jesús como su Salvador serán resucitados de la misma manera, en cuerpo y espíritu.

Con la muerte y resurrección de Jesús se cumplieron las promesas y pactos contenidos en las escrituras judías, ¡y con ello todo cambió!

Tras Su muerte y resurrección, el templo dejó de ser necesario, pues los pecados ya no se perdonaban anualmente mediante un sacrificio en el templo, sino que eran perdonados eternamente y de una vez por todas mediante el sacrificio de la muerte de Jesús. El templo dejó de ser la morada de Dios, pues después de Pentecostés, Dios el Espíritu Santo hizo Su morada en los creyentes.

La Tora fue reemplazada por las palabas de Jesús, quien fue la Palabra hecha carne. Cuando decía: «Han oído decir que… pero Yo les digo…», señalaba que Su palabra tenía mayor autoridad que las leyes de Moisés, que estaba pronunciando una nueva versión de las mismas, y que tenía el derecho de hacerlo.

Cuando Jesús comió Su última cena con Sus discípulos, estaba celebrando la Pascua, el evento que conmemoraba la ocasión en que se roció la sangre de un cordero sobre el dintel de la puerta, lo cual salvó a los primogénitos de los judíos del ángel de la muerte e hizo posible su éxodo de Egipto. No obstante, durante la última cena Jesús enseñó que el sacrificio que estaba a punto de ocurrir representaba un nuevo pacto, un nuevo acuerdo, y que el derramamiento de Su sangre nos salvaría permanentemente del pecado y daría lugar a un nuevo éxodo de las ataduras del pecado y la muerte.

La puerta que se cerró tras el pecado de Adán fue abierta. La separación ya no existe. La oportunidad para formar parte de la familia de Dios ahora está a disposición de todos. Se ha concedido a todo ser humano el derecho de convertirse en hijo de Dios a través de Jesús[11]. El Espíritu de Dios morará dentro de todo el que reciba a Jesús y le infundirá poder.

El factor decisivo de este relato es que la muerte y la resurrección de Jesús dieron inicio a una nueva era, a una nueva creación, a la fundación del reino de Dios sobre la Tierra. Los pueblos del mundo pueden ahora reconciliarse con Dios. El perdón permanente de los pecados está a nuestra disposición sin que tengamos que pagar el precio de la expiación, ya que la muerte de Jesús lo pagó por completo. Somos parte de la nueva creación de Dios. Estamos reconciliados con Él. Hemos recuperado Su aceptación, podemos ser uno de Sus hijos y hemos sido llamados a ayudar a otros a hallar esa misma reconciliación.

Si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo! Todo esto proviene de Dios, quien por medio de Cristo nos reconcilió consigo mismo y nos dio el ministerio de la reconciliación: esto es, que en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo, no tomándole en cuenta sus pecados y encargándonos a nosotros el mensaje de la reconciliación. Así que somos embajadores de Cristo, como si Dios los exhortara a ustedes por medio de nosotros[12].

El relato no termina ahí, pues la muerte misma con el tiempo será derrotada y la creación será restaurada por entero, sin maldición, pecado o maldad[13].

Jesús, Dios Hijo, nació de una mujer y vivió como ser humano. Era la encarnación humana de la naturaleza y el carácter de Dios. Sus actos, Sus palabras, la vida que llevó, manifestaban la naturaleza de Dios, hecha tangible en la vida de Jesús. El amor supremo, la profunda compasión, el odio por el mal, la ira ante la injusticia, la hipocresía y el aprovecharse de los pobres y los débiles, la misericordia y la comprensión; todo ello era manifestación de la personalidad de Dios, representado de una forma que los seres humanos pudiéramos entender.

Jesús era el amor de Dios, la Palabra de Dios, que recorría la Tierra. Fue llamado a pagar el precio más elevado que existe al pagar por los pecados de los habitantes del mundo. Con ese acto hizo posible que nos reconciliáramos con Dios, que nos hiciéramos hijos de Dios, que tuviéramos derecho a recibir la herencia de nuestro Padre, que es la vida eterna.

Por ser miembros de la familia de Dios, Sus hijos adoptivos[14], desempeñamos un papel en el gran relato de Dios, en Su gran amor por la humanidad, Su amor por Sus creaciones. Hemos sido llamados a transmitir este relato a quienes nunca lo hayan oído, a quienes no lo comprendan o a los que les cueste creerlo. Como el Espíritu de Dios mora en nosotros, somos templos del Espíritu Santo. Somos embajadores de Cristo, tenemos una relación personal con Dios y la misión que nos ha encomendado el mismísimo Jesús es que transmitamos el mensaje, contemos el relato y les hagamos saber a los demás que ellos también pueden ser parte de la familia de Dios, que pueden hacerse parte del reino de Dios, de Su nueva creación. Sus pecados pueden ser perdonados, gratuitamente, ya que su entrada a la familia de Dios ya ha sido pagada. Basta con que la pidan.

Conviene recordar la finalidad de todo esto, lo que ofrece Dios, para que lo tengamos claro en nuestro corazón y mente cuando lo ofrezcamos a los demás. Los que se integren a la familia de Dios vivirán para siempre en un lugar de una belleza inimaginable que ha sido preparado como una esposa ataviada para su marido[15], con el resplandor de joyas[16], y un muro construido con piedras preciosas[17]. Un lugar en el que el sol y las estrellas no harán falta, pues Dios mismo será su luz[18]. No habrá muerte, lamentos, lágrimas o dolor[19]. Es un lugar que se encuentra libre de toda maldad[20], un lugar en el que Dios morará con los hombres[21]. ¡Para siempre! El nuestro es un mensaje de alegría, felicidad y la oportunidad de vivir eternamente en el lugar más maravilloso que pueda existir, así como la oportunidad de recibir una vida renovada hoy mismo. No cabe duda de que es el mensaje más importante que pueda existir.

Por ser partícipes de esas bendiciones eternas, por Ser sus embajadores, Sus consejeros, debemos esforzarnos al máximo por llevar una vida que sea un reflejo de Dios y de Su amor, que permita que los demás vean la luz de Dios y sientan su calor a través de nosotros, Sus hijos. Debemos ser mensajeros de la invitación de Dios, que llama a todos, de todas partes, a la fiesta, al reino de Dios[22]. Debemos predicar el Evangelio, las buenas nuevas de que cualquier persona puede convertirse en hijo de Dios, de que Su obsequio está a disposición de todos.

Debemos ser mensajeros de amor, en palabra y de hecho, a fin de transmitirlo a un mundo que necesita con urgencia a Dios, Su amor, Su perdón y Su misericordia[23]. Somos Sus mensajeros, nuestra labor es pasar la invitación, comunicar las buenas nuevas, contar el relato y hacerlo en un lenguaje que los demás puedan entender, con nuestras palabras, actos y amor. ¡Invítalos!

El Espíritu y la Novia dicen: «¡Ven!»; y el que escuche diga: «¡Ven!» El que tenga sed, venga; y el que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida[24].


[1] Dios miró todo lo que había hecho, y consideró que era muy bueno. Génesis 1:31 NVI.

[2] Pero la serpiente le dijo a la mujer: «¡No es cierto, no van a morir! Dios sabe muy bien que, cuando coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y llegarán a ser como Dios, conocedores del bien y del mal.» La mujer vio que el fruto del árbol era bueno para comer, y que tenía buen aspecto y era deseable para adquirir sabiduría, así que tomó de su fruto y comió. Luego le dio a su esposo, y también él comió. En ese momento se les abrieron los ojos, y tomaron conciencia de su desnudez. Génesis 3:4–7 NVI.

[3] Y dijo: «El ser humano ha llegado a ser como uno de nosotros, pues tiene conocimiento del bien y del mal. No vaya a ser que extienda su mano y también tome del fruto del árbol de la vida, y lo coma y viva para siempre.» Entonces Dios el Señor expulsó al ser humano del jardín del Edén, para que trabajara la tierra de la cual había sido hecho. Luego de expulsarlo, puso al oriente del jardín del Edén a los querubines, y una espada ardiente que se movía por todos lados, para custodiar el camino que lleva al árbol de la vida. Génesis 3:22–24 NVI.

[4] A la mujer le dijo: «Multiplicaré tus dolores en el parto, y darás a luz a tus hijos con dolor. Desearás a tu marido, y él te dominará.» Al hombre le dijo: «Por cuanto le hiciste caso a tu mujer, y comiste del árbol del que te prohibí comer, ¡maldita será la tierra por tu culpa! Con penosos trabajos comerás de ella todos los días de tu vida. La tierra te producirá cardos y espinas, y comerás hierbas silvestres. Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado. Porque polvo eres, y al polvo volverás.» Génesis 3:16–19 NVI.

[5] El Señor le dijo a Abram: «Deja tu tierra, tus parientes y la casa de tu padre, y vete a la tierra que te mostraré. Haré de ti una nación grande, y te bendeciré; haré famoso tu nombre, y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan; por medio de ti serán bendecidas todas las familias de la tierra.» Génesis 12:1–3 NVI.

Abram cayó rostro en tierra, y Dios continuó: «Éste es el pacto que establezco contigo: Tú serás el padre de una multitud de naciones. Ya no te llamarás Abram, sino que de ahora en adelante tu nombre será Abraham, porque te he confirmado como padre de una multitud de naciones. Te haré tan fecundo que de ti saldrán reyes y naciones. Génesis 17:3–6 NVI.

[6] El Señor estaba de pie junto a él y le decía: «Yo soy el Señor, el Dios de tu abuelo Abraham y de tu padre Isaac. A ti y a tu descendencia les daré la tierra sobre la que estás acostado. Tu descendencia será tan numerosa como el polvo de la tierra. Te extenderás de norte a sur, y de oriente a occidente, y todas las familias de la tierra serán bendecidas por medio de ti y de tu descendencia. Yo estoy contigo. Te protegeré por dondequiera que vayas, y te traeré de vuelta a esta tierra. No te abandonaré hasta cumplir con todo lo que te he prometido.» Génesis 28:13–15 NVI.

[7] Tomen luego un manojo de hisopo, mójenlo en la sangre recogida en la palangana, unten de sangre el dintel y los dos postes de la puerta, y no salga ninguno de ustedes de su casa hasta la mañana siguiente. Cuando el Señor pase por el país para herir de muerte a los egipcios, verá la sangre en el dintel y en los postes de la puerta, y pasará de largo por esa casa. No permitirá el Señor que el ángel exterminador entre en las casas de ustedes y los hiera. Éxodo 12:22-23 NVI.

[8] Cuando tu vida llegue a su fin y vayas a descansar entre tus antepasados, yo pondré en el trono a uno de tus propios descendientes, y afirmaré su reino. Será él quien construya una casa en Mi honor, y Yo afirmaré su trono real para siempre. Tu casa y tu reino durarán para siempre delante de Mí; tu trono quedará establecido para siempre. 2 Samuel 7:12–13, 16 NVI.

[9] Cuando ya la tenían cercada, Nabucodonosor llegó a la ciudad. Joaquín, rey de Judá, se rindió, junto con su madre y sus funcionarios, generales y oficiales. Así, en el año octavo de su reinado, el rey de Babilonia capturó a Joaquín. Tal como el Señor lo había anunciado, Nabucodonosor se llevó los tesoros del templo del Señor y del palacio real, partiendo en pedazos todos los utensilios de oro que Salomón, rey de Israel, había hecho para el templo. Además, deportó a todo Jerusalén: a los generales y a los mejores soldados, a los artesanos y a los herreros, un total de diez mil personas. No quedó en el país más que la gente pobre. 2 Reyes 24:11–14 NVI.

A los siete días del mes quinto del año diecinueve del reinado de Nabucodonosor, rey de Babilonia, su ministro Nabuzaradán, que era el comandante de la guardia, fue a Jerusalén y le prendió fuego al templo del Señor, al palacio real y a todas las casas de Jerusalén, incluso a todos los edificios importantes. Entonces el ejército babilonio bajo su mando derribó las murallas que rodeaban la ciudad. Nabuzaradán además deportó a la gente que quedaba en la ciudad, es decir, al resto de la muchedumbre y a los que se habían aliado con el rey de Babilonia. Sin embargo, dejó a algunos de los más pobres para que se encargaran de los viñedos y de los campos. 2 Reyes 25:8-12 NVI.

[10] Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde anhelamos recibir al Salvador, el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo miserable para que sea como Su cuerpo glorioso, mediante el poder con que somete a Sí mismo todas las cosas. Filipenses 3:20–21 NVI.

Así sucederá también con la resurrección de los muertos. Lo que se siembra en corrupción, resucita en incorrupción; lo que se siembra en oprobio, resucita en gloria; lo que se siembra en debilidad, resucita en poder; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. Si hay un cuerpo natural, también hay un cuerpo espiritual. Y así como hemos llevado la imagen de aquel hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial. 1 Corintios 15:42–44,49 NVI.

Queridos hermanos, ahora somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que habremos de ser. Sabemos, sin embargo, que cuando Cristo venga seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal como Él es. 1 Juan 3:2 NVI.

Pues sonará la trompeta y los muertos resucitarán con un cuerpo incorruptible, y nosotros seremos transformados. Porque lo corruptible tiene que revestirse de lo incorruptible, y lo mortal, de inmortalidad. Cuando lo corruptible se revista de lo incorruptible, y lo mortal, de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito: «La muerte ha sido devorada por la victoria.» 1 Corintios 15:52–54 NVI.

[11] Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en Su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios. Juan 1:12 NVI.

[12] 2 Corintios 5:17–20 NVI.

[13] Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían dejado de existir, lo mismo que el mar. Él les enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir. El que estaba sentado en el trono dijo: «¡Yo hago nuevas todas las cosas!» Y añadió: «Escribe, porque estas palabras son verdaderas y dignas de confianza.» Apocalipsis 21:1, 4–5 NVI.

[14] Pero cuando se cumplió el plazo, Dios envió a Su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin de que fuéramos adoptados como hijos. Ustedes ya son hijos. Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de Su Hijo, que clama: «¡Abba! ¡Padre!» Así que ya no eres esclavo sino hijo; y como eres hijo, Dios te ha hecho también heredero. Gálatas 4:4–7 NVI.

[15] Vi además la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, procedente de Dios, preparada como una novia hermosamente vestida para su prometido. Apocalipsis 21:2 NVI.

[16] Me llevó en el Espíritu a una montaña grande y elevada, y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, procedente de Dios. Resplandecía con la gloria de Dios, y su brillo era como el de una piedra preciosa, semejante a una piedra de jaspe transparente. Apocalipsis 21:10–11 NVI.

[17] La muralla estaba hecha de jaspe, y la ciudad era de oro puro, semejante a cristal pulido. Los cimientos de la muralla de la ciudad estaban decorados con toda clase de piedras preciosas: el primero con jaspe, el segundo con zafiro, el tercero con ágata, el cuarto con esmeralda, el quinto con ónice, el sexto con cornalina, el séptimo con crisólito, el octavo con berilo, el noveno con topacio, el décimo con crisoprasa, el undécimo con jacinto y el duodécimo con amatista. Las doce puertas eran doce perlas, y cada puerta estaba hecha de una sola perla. La calle principal de la ciudad era de oro puro, como cristal transparente. Apocalipsis 21:18–21 NVI.

[18] La ciudad no necesita ni sol ni luna que la alumbren, porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera. Apocalipsis 21:23 NVI.

[19] Él les enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir. Apocalipsis 21:4 NVI.

[20] Nunca entrará en ella nada impuro, ni los idólatras ni los farsantes, sino solo aquellos que tienen su nombre escrito en el libro de la vida, el libro del Cordero. Apocalipsis 21:27 NVI.

[21] Oí una potente voz que provenía del trono y decía: «Aquí, entre los seres humanos, está la morada de Dios. Él acampará en medio de ellos, y ellos serán Su pueblo; Dios mismo estará con ellos y será su Dios.» Apocalipsis 21:3 NVI.

[22] Entonces el señor le respondió: «Ve por los caminos y las veredas, y oblígalos a entrar para que se llene mi casa.» Lucas 14:23 NVI.

[23] Ahora bien, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán si no hay quien les predique? Romanos 10:14 NVI.

[24] Apocalipsis 22:17 NVI.

Traducción: Cedro Robertson. Revisión: Antonia López