Parábolas de Jesús: Los dos deudores, Lucas 7:36–50

julio 27, 2013

Enviado por Peter Amsterdam

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La parábola de los dos deudores —o del fariseo y la mujer pecadora, como se la llama a veces— se encuentra en Lucas 7:36–50. Se trata de un hermoso relato de amor, misericordia y gratitud. Un erudito del Nuevo Testamento la describe como «uno de los tesoros religiosos del mundo occidental»[1]. La parábola en sí es muy corta. Son apenas dos versículos en medio de la acción y el diálogo que se producen con ocasión de la visita y comida de Jesús en la casa de Simón el fariseo. Aunque la parábola es breve, pone de relieve el perdón de Dios y cuál debe ser nuestra actitud frente a él.

El relato comienza del siguiente modo:

Un fariseo invitó a Jesús a comer. Entró en casa del fariseo y se reclinó en el sofá para comer[2].

Da la impresión de tratarse de una descripción de hechos anodinos. No obstante, uno de los aspectos centrales del relato es precisamente lo que no sucede. Los presentes debieron de percibir enseguida que se había incurrido deliberadamente en una tremenda falta de decoro.

En aquel entonces era costumbre que, cuando entraba en la casa un invitado, el anfitrión lo saludara con un beso en la mejilla o en la mano. Seguidamente se traía agua y aceite de oliva para lavarle las manos y los pies. En aquella época el aceite de oliva se usaba, entre otras cosas, como jabón. En algunos casos, el anfitrión ungía con aceite la cabeza de su invitado. Simón no tuvo con Jesús ninguna de esas muestras de cortesía. Eso fue una gran falta de educación y buenos modales.

Los fariseos consideraban que la mesa del comedor era como el altar del templo y se esmeraban por mantener en su casa y entre sus comensales el estado de pureza ritual que se requería de los sacerdotes en el templo. Solo comían con los que estaban, como ellos, en un estado de pureza ritual. La invitación que le hizo Simón a Jesús para que comiera con él pone en evidencia que consideraba que Jesús se encontraba en dicho estado[3].

Más adelante en este mismo relato él llama maestro a Jesús. Según antiguos escritos judíos, invitar al hogar a un maestro o erudito se consideraba un honor. Por el hecho de haber sido convidado a la casa de Simón, lo menos que podía esperar Jesús era que él lo saludase con un beso y le diera agua para los pies y aceite de oliva para lavarse las manos. Sin embargo, no se le ofreció nada de eso, y los demás invitados debieron de notarlo. En vista de ello, Jesús habría estado en todo su derecho de pensar que no era bien recibido y marcharse molesto; pero no lo hizo. A pesar de que la falta de hospitalidad de Simón podría haberse considerado una afrenta, Jesús hizo caso omiso de ella y se reclinó junto a la mesa sin haberse lavado las manos ni los pies[4].

El hecho de que se reclinara en un sofá indica que se trataba de una comida formal. En una comida de esa naturaleza los comensales se recostaban sobre sofás, comúnmente dispuestos en forma de U alrededor de una mesa central. En las comidas formales era habitual que se abordaran temas importantes de interés mutuo. En este caso, por celebrarse la comida en casa de un fariseo, cabía esperar que la conversación girara en torno a las Escrituras[5].

A continuación se nos describe la siguiente escena:

Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume; y estando detrás de Él a Sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas Sus pies, y los secaba con sus cabellos; y besaba Sus pies y los ungía con el perfume[6].

La mujer —que era una conocida pecadora en la ciudad— se enteró de que Jesús iba a comer en casa de Simón aquel día y ya estaba presente cuando llegó el Maestro. La interpretación más aceptada es que seguramente era una prostituta. Ahora bien, ¿cómo es que se le permitió asistir a la comida en casa de Simón? Ningún fariseo la convidaría, como evidencia el hecho de que a Jesús se lo criticó por comer con pecadores[7]. La presencia de una prostituta y su posterior comportamiento eran extremadamente ofensivos para el fariseo y sus demás invitados. No obstante, se le permitió estar allí.

Un autor explica:

En las comidas tradicionales de pueblo del Medio Oriente, los parias de la comunidad no son excluidos. Se sientan calladamente en el suelo contra la pared, y al final de la comida se les da de comer. Su presencia es un halago para el anfitrión, cuya nobleza queda de manifiesto por el hecho de que hasta alimenta a los marginados de la sociedad. Los rabinos insistían en que se dejara abierta la puerta durante las comidas para que no hubiese escasez (es decir, para no dejar fuera las bendiciones de Dios)[8].

La mujer no estaba allí como invitada, sino como una de esas personas a quienes se les permitía observar la comida sin participar en ella. Pero ¿por qué estaba allí? ¿Cuál era el motivo por el que había ido? Seguramente porque había escuchado hablar a Jesús con anterioridad y Sus palabras la habían transformado. Todos los estudios que he leído con relación a esta parábola explican que la mujer, antes de esta comida, debió de tener un encuentro con Jesús que la cambió. Aunque esto no está indicado específicamente en la Biblia, es algo que se infiere y se va aclarando a medida que progresa el relato.

Lo más probable es que tanto Simón como la mujer oyeran hablar a Jesús durante la visita que Él hizo a su ciudad. Simón lo invito a comer, lo cual fue un gesto normal de cortesía para con un maestro o rabino que estaba de paso. La mujer preguntó dónde iba a estar Jesús y, cuando supo que lo habían invitado a comer en casa de Simón, se dirigió hacia allí. Más adelante en el relato Jesús le dice a Simón: «Desde el momento en que llegué, no ha cesado de besar Mis pies», lo cual muestra que ella ya estaba allí cuando Él llegó, o que llegó a tiempo para presenciar la descortés recepción que le dispensaron a Él.

Puede que ella hubiera oído hablar de que a Jesús no le importaba juntarse con pecadores. Probablemente lo escuchó hablar del perdón de los pecados, de que Dios la amaba a ella y a sus semejantes, y de que la gracia divina estaba a su disposición por muy pecadora que fuese. Ella aceptó Sus palabras y se transformó. Estaba contenta de que sus pecados hubiesen sido perdonados y de haber sido liberada, y fue a la casa para manifestar su gratitud para con la persona que le había dado a conocer esa buena noticia.

Dice que trajo un frasco de alabastro con perfume. El alabastro es una piedra blanda que se utilizaba para elaborar pequeños recipientes en los que se guardaban aceites aromáticos. En algunas versiones dice ungüento en vez de perfume. Las mujeres llevaban colgado del cuello, a la altura del busto, un frasquito con aceites aromáticos, por una parte para refrescar el aliento, y por otra como perfume[9]. Tales perfumes eran muy costosos en aquella época. Cuando la mujer se enteró de dónde iba a estar Jesús, tomó su aceite perfumado para ungirle los pies, como expresión de gratitud por lo que había hecho Él por ella.

No obstante, se entristeció mucho al presenciar la fría y más bien insultante recepción que le tributó Simón a Jesús. Quien la había liberado con Su mensaje sobre el amor y el perdón de Dios estaba recibiendo un trato humillante[10]. Simón no le había lavado los pies a Jesús, lo que constituía una señal clara de que lo consideraba inferior. Ni siquiera le había ofrecido agua para que se lavara los pies Él mismo. Tampoco lo saludó con un beso. Al ver eso, la mujer llora. ¿Qué puede hacer para compensar esa evidente falta de hospitalidad para con el hombre que ha transformado su vida?

Imaginémonos la escena. Jesús está reclinado sobre un costado junto a la mesa, apoyado en Su codo izquierdo y comiendo con la mano derecha. Sus pies están en el otro extremo del sofá, apuntando hacia fuera, cerca de la mujer, dado que ella está sentada contra la pared. Percatándose de que Sus pies no han sido lavados, ella decide hacer lo que Simón no ha hecho y le moja los pies con sus lágrimas. Como no tiene una toalla para enjugárselos, se suelta el cabello para secárselos con él. Seguidamente se los besa. El término griego que se tradujo aquí como besar significa besar repetidamente, una y otra vez. Lo que hizo fue llenarle los pies de besos.

Los comensales están horrorizados ante semejante demostración de afecto. Les parece mal por diversos motivos. Para una mujer, soltarse el pelo era un gesto íntimo, que nunca debía hacer delante de nadie que no fuese su marido. Según algunos escritos rabínicos, que una mujer se soltara el cabello en público era motivo suficiente para conceder el divorcio. En este caso se trata de una mujer inmoral, que lo hace en presencia de comensales masculinos. Para colmo de males, está tocando a un hombre que no es familiar suyo, algo que ninguna mujer moral haría. Para Simón y sus invitados, aquello era completamente inaceptable.

A continuación, en un hermoso gesto de gratitud, emplea el aceite perfumado de su frasco de alabastro para ungir los pies de Jesús. Pareciera que ese fue el motivo por el cual se dirigió a la casa donde Jesús estaba comiendo, dado que quería demostrarle su agradecimiento. El acto de lavarle los pies con sus lágrimas y secárselos con su cabello muy probablemente fue una respuesta espontánea ante la falta de civilidad del anfitrión para con Jesús. Como no le habían dado agua para lavarse los pies, ella se los lavó con sus lágrimas y se los secó con su cabello. En vista de que no lo habían recibido con un beso, ella le besó los pies reiteradamente.

Besarle los pies a Jesús fue una muestra pública de gran humildad, devoción y gratitud. En el Talmud hay una historia de un hombre acusado de homicidio que le besa los pies al abogado que obtiene su absolución y le salva la vida[11].

La mujer está profundamente agradecida por el perdón de sus pecados; se ha arrepentido y su vida se ha transformado. Trae aceite perfumado muy costoso y con él le unge los pies a Jesús, para agradecerle lo que Él ha hecho por ella. Dolida por el trato que se le ha dado, va más allá en su demostración pública de gratitud y honor. Los presentes ven sus gestos como escandalosos, propios de una mujer inmoral. No tienen ni idea de que ha sido perdonada; la ven como una pecadora sin valor alguno. No pueden creer que Jesús permita que una mujer de tan mala reputación le haga esas cosas. Sin embargo, Él la deja.

El relato continúa:

Cuando vio esto el fariseo que lo había convidado, dijo para sí: «Si este fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que lo toca, porque es pecadora»[12].

A Simón no parece afectarle en lo más mínimo que sus faltas como anfitrión hayan quedado en evidencia. Todo lo contrario: está criticando en silencio a Cristo. Habiéndolo escuchado predicar y enseñar, probablemente se ha estado preguntando si Jesús es o no un verdadero profeta. Por lo visto está descartando que pueda serlo, pues según su modo de pensar, si Él fuera profeta sabría que la mujer que lo toca es inmoral y por lo tanto lo está contaminando.

Quizá Simón invitó a Jesús a comer con la intención de ponerlo a prueba, para ver si realmente era profeta. Después de presenciar esa escena y tomar nota mentalmente de lo que él percibió como una profunda falta de discernimiento por parte de Jesús, es probable que se convenciera de que este no reunía las cualidades espirituales que debía tener un profeta de Dios. Ningún siervo de Dios toleraría el comportamiento de aquella mujer.

Pero Simón se equivoca. Jesús conoce el estado espiritual de la mujer. Sabe que ha sido una pecadora, porque más adelante dice que «sus pecados son muchos». También sabe que se le han perdonado esos pecados porque haber creído por fe las palabras que le escuchó decir sobre el perdón de Dios. Además, Jesús demuestra que es profeta al discernir los pensamientos de Simón. Sin que este los verbalice, Jesús le responde.

Entonces, respondiendo Jesús, le dijo: «Simón, una cosa tengo que decirte». Y él le dijo: «Di, Maestro»[13].

La expresión «una cosa tengo que decirte» es un clásico giro idiomático del Medio Oriente para anunciar una declaración directa que al oyente le puede resultar desagradable. Eso es precisamente lo que sucede a continuación[14].

En ese momento Jesús procede a contar la breve parábola de los dos deudores.

«Un acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro, cincuenta. No teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos lo amará más?»[15]

Un denario era el jornal por un día de trabajo común y corriente. Por lo tanto, uno de los deudores de la parábola debía al prestamista 500 jornales y el otro 50. ¡Menuda diferencia! El prestamista generosamente condona ambas deudas al ver que los deudores no pueden pagarle.

El escritor Kenneth Bailey afirma:

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, las locuciones «cancelar una deuda» y «perdonar una deuda/un pecado» son intercambiables y en ciertas ocasiones se expresan con las mismas palabras[16].

En este caso, el verbo que se traduce como perdonar tiene su origen en la palabra griega charis, que suele traducirse como gracia. A lo largo del Nuevo Testamento, el verbo perdonar se utiliza como término financiero —refiriéndose a perdonar una deuda— y también como término religioso, cuando se alude al perdón de los pecados. En la parábola Jesús se refiere a una deuda financiera, pero tal como observaremos, la imagen del acreedor y el deudor se utiliza con relación a Dios y el perdón de los pecados.

En respuesta a la pregunta sobre quién amará más al prestamista que perdonó las deudas:

Respondiendo Simón, dijo: «Pienso que aquel a quien perdonó más». [Jesús] le dijo: «Rectamente has juzgado»[17].

Al darse cuenta de que la parábola viene a ser una trampa verbal en la que ha quedado atrapado, Simón responde sin mucha convicción: «Pienso que…» Jesús, a pesar de no haber recibido un trato digno por parte de él, lo elogia por haber respondido bien.

La moraleja de la parábola es que el amor es la reacción correcta ante la gracia, ante el favor no merecido; que aquel a quien se le perdonó la deuda mayor amará más y demostrará mayor gratitud. Habiendo dejado eso claro, Jesús se dirige a Simón sin rodeos.

Entonces, mirando a la mujer, dijo a Simón: «¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para Mis pies; pero ella ha regado Mis pies con lágrimas y los ha secado con sus cabellos. No me diste beso; pero ella, desde que entré, no ha cesado de besar Mis pies. No ungiste Mi cabeza con aceite; pero ella ha ungido con perfume Mis pies. Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; pero aquel a quien se le perdona poco, poco ama»[18].

Aunque Jesús dirigió esas palabras a Simón, se giró hacia la mujer mientras las pronunciaba. Le preguntó a Simón si veía a la mujer, procurando que la viera como una persona, no como una pecadora. Quería que Simón viera con otros ojos a aquella mujer, y por ende al común de las personas.

Simón consideró ofensivos los actos de la mujer. Le pareció que estaban fuera de lugar y que correspondían a la mala opinión que tenía él de ella como pecadora y prostituta. No entendía que era una persona perdonada a quien Dios amaba. Jesús quiso ayudarlo a verla como Él la veía: como una persona a quien mucho se le había perdonado y que por ende amaba mucho, y que demostraba su amor y gratitud por medio de sus acciones. Quería que Simón comprendiera y aceptara que los pecados de ella habían sido perdonados y que ya no era una prostituta; porque si él y los demás comensales aceptaban eso, ella podría reinsertarse en la comunidad, ya no como una pecadora, sino como hija de Dios.

Jesús verbalizó los fallos de Simón, lo que había omitido hacer, los aspectos en que no había estado a la altura de las circunstancias. Contrastó las omisiones de Simón con las nobles acciones de la mujer, acciones que fueron mucho más allá de lo que Simón hubiera debido hacer, acciones extravagantes, motivadas por su amor y gratitud. Luego Jesús relacionó el gran amor de la mujer con la multitud de pecados que le habían sido perdonados.

Entonces Jesús le dijo a la mujer: «Tus pecados han sido perdonados»[19].

Jesús no dijo que le perdonara los pecados en ese momento, sino más bien que sus pecados ya habían sido perdonados. El amor que ella manifestó y sus efusivas muestras de gratitud fueron en respuesta al perdón que ya había recibido al escucharlo hablar anteriormente. Por lo que Él dijo, queda claro que ella entendió que la gracia y el perdón de Dios se obtienen por fe y no por buenas obras. Al darse cuenta de que Dios perdona magnánimamente los pecados aunque la persona necesitada de perdón no sea santa ni religiosa, sintió gran gozo y libertad.

La mujer reaccionó con profundo agradecimiento. Lo único que quería era ver a Jesús, que le había comunicado aquel mensaje tan hermoso, para expresarle su sentido aprecio.

Los demás invitados no entendieron nada. Su atención estaba puesta en otra cosa, y malinterpretaron lo que había dicho Jesús.

Los que estaban juntamente sentados a la mesa, comenzaron a decir entre sí: «¿Quién es este, que también perdona pecados?»[20]

Aunque en los Evangelios consta que Jesús perdonaba los pecados de la gente —algo que los líderes religiosos consideraban blasfemia—, no le perdonó los pecados a la mujer en ese momento, sino que ya le habían sido perdonados.

Pero Él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado; ve en paz»[21].

Su fe la salvó. Creyó en la gracia de Dios y la aceptó. Sabía que no se la merecía y que sus pecados eran muchos. No había nada que pudiera hacer para merecer su salvación. Creyó y aceptó lo que el Señor le había dicho: que su fe y su aceptación eran suficientes.

Así termina el relato. No hay indicio alguno sobre la reacción de Simón. ¿Entendió su error? ¿Se dio cuenta de que su opinión de la mujer estaba mal? ¿Aceptó que a ella se le habían perdonado muchos pecados y por lo tanto amaba mucho? ¿Se vio a sí mismo como alguien que amaba poco? ¿Entendió que él también era un deudor, un pecador que necesitaba el amor y el perdón de Dios, o solo se fijó en los pecados de la mujer? ¿Reconoció que la mujer había sido perdonada, que había cambiado, y la aceptó nuevamente en la comunidad? Esas preguntas quedan sin respuesta. Después de leer el relato, cada cual puede reflexionar y sacar sus propias conclusiones.

Al pensar en lo que sucedió en la casa de Simón me surgen algunos interrogantes con relación a cómo trato al Señor y a los demás. Hace bien reflexionar sobre estos temas. Podemos hacernos preguntas como: ¿Somos capaces de aceptar que los que han pecado mucho puedan ser perdonados y cambiar, convirtiéndose en nuevas criaturas en Cristo? ¿Seguimos sintiéndonos agradecidos por nuestra propia salvación? ¿Alabamos a Dios y le agradecemos nuestra redención? ¿Recordamos lo que le costó a Jesús sobrellevar el castigo de nuestros pecados? ¿Hemos perdido el gozo y la capacidad de asombro ante nuestra salvación?

Habiendo invitado a Jesús a participar de nuestra vida, ¿cómo lo tratamos? ¿Como Simón, con frialdad, irrespetuosamente? ¿O le damos el honor y el respeto que se merece, ofreciéndole nuestro tiempo, nuestra atención y nuestro amor? ¿Nos hacemos tiempo para escuchar Sus palabras y asimilarlas? ¿Las aplicamos? ¿Las obedecemos? ¿Le retribuimos mediante nuestros diezmos y ofrendas lo que ha hecho por nosotros, compadeciéndonos de los pobres y los necesitados?

La mujer tenía ese gozo profundo que surge cuando uno se da cuenta de que sus pecados han sido perdonados. Su aprecio se manifestó por medio de sus actos. ¿Es tal la gratitud que nosotros sentimos que actuamos sobre la base del conocimiento del perdón y la salvación que hemos recibido, tanto internamente con alabanzas como externamente con obediencia?

¿Miramos a los demás del modo en que lo hizo Jesús, reconociendo que Él también murió por ellos y quiere que reciban el gran regalo de la salvación? En agradecimiento por el perdón de nuestra deuda, ¿nos sentimos motivados a ayudar a otros a descubrir ese mismo perdón? ¿Los amamos, les hablamos, nos sacrificamos y les dedicamos nuestro tiempo, esfuerzos y energías para conducirlos a la salvación, indistintamente de que sean pobres, ricos, jóvenes, ancianos, incultos, intelectuales, desagradables, encantadores, pecadores, piadosos, marginados o aceptados? Jesús desea salvarlos. ¿Cómo contribuimos a que así sea?

¿Nuestro amor y gratitud se traducen en acciones? A todos se nos ha perdonado mucho. ¿Amamos mucho?


Los dos deudores, Lucas 7:36–50 (BLA 2005, RVR 95, NBLH)

36 Un fariseo invitó a Jesús a comer. Entró en casa del fariseo y se reclinó en el sofá para comer.

37 Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume;

38 y estando detrás de Él a Sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas Sus pies, y los secaba con sus cabellos; y besaba Sus pies y los ungía con el perfume.

39 Cuando vio esto el fariseo que lo había convidado, dijo para sí: «Si este fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que lo toca, porque es pecadora».

40 Entonces, respondiendo Jesús, le dijo: «Simón, una cosa tengo que decirte». Y él le dijo: «Di, Maestro».

41 «Un acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro, cincuenta.

42 No teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos lo amará más?»

43 Respondiendo Simón, dijo: «Pienso que aquel a quien perdonó más». Él le dijo: «Rectamente has juzgado».

44 Entonces, mirando a la mujer, dijo a Simón: «¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para Mis pies; pero ella ha regado Mis pies con lágrimas y los ha secado con sus cabellos.

45 No me diste beso; pero ella, desde que entré, no ha cesado de besar Mis pies.

46 No ungiste Mi cabeza con aceite; pero ella ha ungido con perfume Mis pies.

47 Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; pero aquel a quien se le perdona poco, poco ama».

48 Entonces Jesús le dijo a la mujer: «Tus pecados han sido perdonados».

49 Los que estaban juntamente sentados a la mesa, comenzaron a decir entre sí: «¿Quién es este, que también perdona pecados?»

50 Pero Él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado; ve en paz».


Notas

A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.


[1] Montefiore, C. G.: The Synoptic Gospels, 2ª edición, Macmillan, Londres, 1927, 2:437, citado en Snodgrass, Klyne: Stories with Intent, William B. Eerdmans, Grand Rapids, 2008, p. 77.

[2] Lucas 7:36 (BLA 2005).

[3] Green, Joel B., y McKnight, Scot: Dictionary of Jesus and the Gospels, InterVarsity Press, Downers Grove, 1992, p. 796.

[4] Bailey, Kenneth E.: Jesús a través de los ojos del Medio Oriente, Grupo Nelson, 2012.

[5] Green, Joel B., y McKnight, Scot: Dictionary of Jesus and the Gospels, InterVarsity Press, Downers Grove, 1992, p. 799.

[6] Lucas 7:37,38.

[7] Lucas 15:2.

[8] Bailey, Kenneth E.: Jesús a través de los ojos del Medio Oriente, Grupo Nelson, 2012.

[9] Edersheim, Alfred: La vida y los tiempos de Jesús el Mesías, tomo I, Libros CLIE, Terrassa, 1988, p. 622.

[10] Bailey, Kenneth E.: Jesús a través de los ojos del Medio Oriente, Grupo Nelson, 2012.

[11] Bailey, Kenneth E.: Poet and Peasant y Through Peasant Eyes, edición combinada, William B. Eerdmans, Grand Rapids, 1985, p. 10.

[12] Lucas 7:39.

[13] Lucas 7:40.

[14] Bailey, Kenneth E.: Poet and Peasant y Through Peasant Eyes, edición combinada, William B. Eerdmans, Grand Rapids, 1985, p. 12.

[15] Lucas 7:41,42.

[16] Bailey, Kenneth E.: Jesús a través de los ojos del Medio Oriente, Grupo Nelson, 2012.

[17] Lucas 7:43.

[18] Lucas 7:44–47.

[19] Lucas 7:48 (NBLH).

[20] Lucas 7:49.

[21] Lucas 7:50.

Traducción: Felipe Mathews y Jorge Solá.