Vivir el cristianismo: Los Diez Mandamientos (Autoridad, 3ª parte)
febrero 19, 2019
Enviado por Peter Amsterdam
Vivir el cristianismo: Los Diez Mandamientos (Autoridad, 3ª parte)
Autoridad gubernamental (continuación)
[Living Christianity: The Ten Commandments (Authority, Part 3). Governmental Authority (Continued)]
Si bien la Escritura enseña que Dios ha dispuesto que exista un gobierno civil y que los cristianos deben sujetarse a él[1], también hace hincapié en que el gobierno tiene la obligación de asegurar y salvaguardar los derechos humanos y el libre albedrío. El libre albedrío es un componente esencial del ser humano y parte del concepto de que fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios.
A lo largo de la Escritura descubrimos que Dios constantemente ampara la facultad de elegir del ser humano. Quizá desapruebe ciertas decisiones y preferencias de las personas y en última instancia las castigue por hacer uso de su libre albedrío para rebelarse contra Él y oprimir a los demás; sin embargo, no las priva de su libertad para tomar sus propias decisiones. Los gobiernos que resguardan los derechos humanos elementales y otorgan a su pueblo la libertad para elegir soberanamente —sin vulnerar los derechos de los demás— reflejan este aspecto de Dios, mientras que los que niegan a sus ciudadanos esos derechos humanos elementales los despojan de parte de su humanidad.
Naturalmente que los gobiernos coartan hasta cierto punto la libertad de sus ciudadanos promulgando leyes que prohíben a las personas hacer daño a sus semejantes. Se puede decir que, por ejemplo, leyes contra el robo, el asesinato y el secuestro vulneran la facultad de elección de quienes quieren cometer esas maldades; no obstante, esas leyes son convenientes y necesarias para la protección de la vida y el bienestar de los demás. Los castigos aplicados por el gobierno tienen por objeto la disuasión, ya que la gente sabe que será castigada por quebrantar la ley; la protección, puesto que la amenaza de castigo evita que la gente cometa delitos que lesionan a los demás; la sanción, hacer que los delincuentes paguen por el delito cometido, y la reforma, ya que el castigo entraña la esperanza de que quien cometió el delito pueda reformarse, de modo que no vuelva a repetir su mala acción. Es lícito castigar a quienes quebrantan la ley, porque con ello se protege a los inocentes, se disuade a los posibles infractores de cometer delitos y se impone una sanción al malhechor.
A lo largo de la Escritura veterotestamentaria (del Antiguo Testamento) el pueblo hebreo adoptó la «teocracia» como forma de gobierno, es decir que se consideraba a toda la nación «pueblo de Dios». Como tal, las leyes que regían al pueblo incluían algunas que hoy se considerarían de índole secular, como el robo, el homicidio y el asesinato, amén de leyes que versaban sobre asuntos religiosos, tales como el método correcto de rendir culto a Dios o de ofrendarle animales.
Ya para la época en que vivió Jesús la nación de Israel se encontraba bajo la autoridad secular de Roma y por ende estaba obligada a obedecer las leyes romanas. Pese a que Jesús refrendó el concepto de gobierno, lo que abarcaba el pago de impuestos, Él también hizo una distinción entre las esferas de influencia del gobierno y del «pueblo de Dios». Le plantearon la pregunta:
—Dinos, pues, ¿qué te parece? ¿Es lícito dar tributo al César o no?
Pero Jesús, entendiendo la malicia de ellos, les dijo: —¿Por qué me prueban, hipócritas? Muéstrenme la moneda del tributo.
Ellos le presentaron una moneda. Entonces Él les dijo: —¿De quién es esta imagen y esta inscripción?
Le dijeron: —Del César.
Entonces Él les dijo: —Por tanto, den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios[2].
Al hacer una distinción entre las cosas que atañen al Estado y las que atañen a Dios, Jesús reconoció un cambio fundamental del concepto veterotestamentario de que el gobierno y las autoridades religiosas eran en esencia una misma cosa. El Estado y la religión ya no eran un solo ente, sino dos entidades distintas.
Según esa declaración, la Iglesia y el Estado tienen distintos ámbitos y cada uno debe respetar la autoridad del otro. La Iglesia no debería tener potestad sobre las decisiones y acciones del Estado, y el Estado no debería interferir en la libertad de culto de sus ciudadanos. En el Nuevo Testamento no hay indicios de que los dirigentes de iglesias de las ciudades tuvieran cargos en el gobierno civil. Más bien había una clara distinción entre los funcionarios de gobierno y los dirigentes de la Iglesia. Leemos que Jesús se negó a mediar en un conflicto económico entre hermanos, ya que ello recaía bajo la jurisdicción del Estado y el sistema legal.
Le dijo uno de la multitud: —Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia.
Y Él le dijo: —Hombre, ¿quién me ha puesto como juez o repartidor sobre ustedes?[3]
Las enseñanzas de Jesús dan a entender implícitamente que la Iglesia no tiene la función de gobernar sobre el Estado. De ello se infiere que el poder político ejercido por la Iglesia en la Edad Media, por ejemplo, cuando varios papas intentaron imponer su autoridad sobre el régimen civil de reyes y emperadores, era improcedente, puesto que no recaía dentro del ámbito eclesial. Eso no significa que esté prohibido para los cristianos tratar de influir en las normas de actuación del gobierno a fin de que reflejen los principios del cristianismo, ni que sea inapropiado que trabajen para un gobierno o que incluso lo encabecen; significa más bien que no está dentro del ámbito de la Iglesia ejercer supremacía sobre el gobierno civil, ya que esos asuntos corresponden a lo que es del César.
De la misma manera, el régimen civil no debiera gobernar lo que es de Dios. De ello se deduce que los gobiernos deben permitir la libertad de culto de modo que cada persona pueda seguir la religión que prefiera. Cuando Jesús nombró a los doce discípulos no consultó con las autoridades gubernamentales romanas ni obtuvo permiso de ellas[4]. La iglesia primitiva tampoco recurrió al gobierno civil cuando eligió a sus superiores.
Escojan, pues, hermanos, de entre ustedes a siete hombres que sean de buen testimonio, llenos del Espíritu y de sabiduría, a quienes pondremos sobre esta tarea[5].
El apóstol Pablo instruyó tanto a Tito como a Timoteo para que nombraran líderes dentro de la Iglesia y estableció los criterios para quienes reunieran las condiciones[6]. El gobierno civil no se inmiscuyó en el nombramiento de la dirigencia de la Iglesia. Eso reflejaba la enseñanza de Jesús en el sentido de que los gobiernos eclesiales y civiles constituyen dos sistemas distintos que ejercen autoridad en ámbitos distintos. Por ende, el régimen civil no debiera gobernar a la Iglesia, sino permitir que esta se rija a sí misma.
Desgraciadamente eso no siempre ha sido así en el curso de la Historia. Hubo épocas en el pasado cuando los cristianos pensaron erróneamente que el gobierno debería obligar a la gente a creer de determinada manera. Ello derivó en guerras religiosas entre católicos y protestantes en los siglos XVI y XVII. Asimismo llevó a iglesias estatales protestantes de tradición reformada y luterana a perseguir y matar a miles de anabaptistas por discrepancias teológicas. Dichos afanes por forzar u obligar a otros a sostener ciertas creencias eran erróneos y contrarios a las enseñanzas de Cristo. Felizmente hoy en día la mayoría de cristianos del mundo no creen que el gobierno civil deba coaccionar a sus ciudadanos para que se adhieran a una fe en particular.
Jesús nos dio un ejemplo de no obligar a otros a creer en Él. Mientras viajaba a Jerusalén con Sus discípulos:
Envió mensajeros delante de Él, y ellos se fueron y entraron en una aldea samaritana para prepararle todo; pero los de allí no lo recibieron porque se dieron cuenta de que su intención era ir a Jerusalén. Al ver esto, Sus discípulos Jacobo y Juan dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos que caiga fuego del cielo, como hizo Elías, para que los destruya?» Pero Jesús se volvió y los reprendió[7].
Jesús repudió el concepto de obligar a otros a creer en Él.
El ejemplo de Jesús demuestra que la actitud del cristiano debe ser una de respeto por el libre albedrío de la gente. Mediante Sus enseñanzas hizo un llamado a la gente para que optara por seguirle.
Vengan a Mí, todos los que están fatigados y cargados, y Yo los haré descansar. Lleven Mi yugo sobre ustedes, y aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallarán descanso para su alma. Porque Mi yugo es fácil, y ligera Mi carga[8].
Después de Su resurrección vemos que los apóstoles se concentraron en enseñar a las personas, en razonar con ellas y solicitarles que de motu proprio optaran por creer en Jesús y seguirle.
El apóstol Pablo, al hablar con los dirigentes judíos de Roma, no intentó forzarlos a creer; más bien razonó con ellos, les enseñó sobre el reino de Dios y les solicitó que optaran voluntariamente por creer en Jesús.
Habiéndole señalado un día, vinieron a Él muchos a la posada, a los cuales les declaraba y les testificaba el reino de Dios desde la mañana hasta la tarde, persuadiéndolos acerca de Jesús, tanto por la Ley de Moisés como por los Profetas. Algunos asentían a lo que se decía, pero otros no creían[9].
En el libro del Apocalipsis también leemos sobre la invitación a tomar una decisión soberana de fe:
El Espíritu y la Esposa dicen: «¡Ven!» El que oye, diga: «¡Ven!» Y el que tiene sed, venga. El que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida[10].
Según la Escritura cada individuo es libre de elegir sus creencias religiosas.
Si bien la Iglesia no dirige el gobierno civil, eso no quiere decir que los creyentes no deban influir sobre el gobierno y sus normativas. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento ofrecen ejemplos de creyentes que influyeron positivamente sobre el régimen civil; además, dichas actividades se presentan de manera favorable. En el Antiguo Testamento leemos sobre José, uno de los hijos de Jacob, que llegó a ser un alto funcionario del gobierno egipcio bajo el faraón y cuya influencia ayudó a los israelitas a sobrevivir a siete años de hambre[11]. Asimismo el profeta judío Daniel se desempeñó en un alto cargo en la corte de Nabucodonosor.
Entonces el rey engrandeció a Daniel, le dio muchos honores y grandes dones, y lo hizo gobernador de toda la provincia de Babilonia y jefe supremo de todos los sabios de Babilonia[12].
En ese puesto tuvo ocasión de influir en la política del gobierno, así como también en el mismo rey, aconsejándolo en los caminos de Dios.
Por tanto, oh rey, acepta mi consejo: redime tus pecados con justicia, y tus iniquidades haciendo misericordias con los oprimidos, pues tal vez será eso una prolongación de tu tranquilidad[13].
El profeta Jeremías aconsejó al pueblo judío sometido a cautiverio y reasentado en Babilonia que ejerciera una influencia positiva sobre la ciudad.
Así ha dicho el SEÑOR de los Ejércitos, Dios de Israel: «A todos los que están en la cautividad, a quienes hice llevar cautivos de Jerusalén a Babilonia: Edifiquen casas y habítenlas. Planten huertos y coman del fruto de ellos. Contraigan matrimonio y engendren hijos e hijas. Tomen mujeres para sus hijos y den sus hijas en matrimonio, para que den a luz hijos e hijas. Multiplíquense allí y no disminuyan. Procuren el bienestar de la ciudad a la cual los hice llevar cautivos. Rueguen por ella al SEÑOR, porque en su bienestar tendrán ustedes bienestar»[14].
Otros creyentes veterotestamentarios desempeñaron cargos de gobierno y por tanto pudieron ejercer cierta influencia en él. Nehemías, que fue copero del Rey Artajerjes I de Persia, estuvo en una posición que le dio acceso al rey[15]. En el libro de Ester leemos que Mardoqueo el judío era segundo en jerarquía después del Rey Asuero.
Mardoqueo era grande en la casa del rey y su fama se había extendido por todas las provincias. Así, día a día se engrandecía Mardoqueo[16].
La reina Ester también influía positivamente en el rey Asuero[17].
En el Nuevo Testamento encontramos que Juan Bautista habló contra las deficiencias morales de Herodes Antipas, un gobernante nombrado por el emperador romano.
Herodes había prendido a Juan, lo había encadenado y metido en la cárcel, por causa de Herodías, mujer de su hermano Felipe, porque Juan le decía: «No te está permitido tenerla»[18].
Entonces Herodes, el tetrarca, era reprendido por Juan a causa de Herodías, mujer de Felipe su hermano, y por todas las maldades que Herodes había hecho. Sobre todas ellas añadió además ésta: encerró a Juan en la cárcel[19].
Leemos también que el apóstol Pablo habló con Marco Antonio Félix, gobernador romano de Judea, y que disertaba de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero[20]. Es muy probable que Pablo, cuando habló con ese funcionario de gobierno, abordó temas de moral y criterios personales sobre el bien y el mal.
Aunque los primeros cristianos no formaban parte del gobierno civil, hicieron todo lo posible por influir positivamente en él. En calidad de cristianos, nosotros también debemos poner de nuestra parte para ejercer una influencia positiva sobre el gobierno civil y la sociedad en general mediante nuestro modo de vida, testimonio cristiano, ejemplo, amor y compasión por los demás.
Nota
A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de las versiones Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995, y Reina Valera Actualizada (RVA-2015), © Editorial Mundo Hispano. Utilizados con permiso.
[1] Vivir el cristianismo: Los diez mandamientos: Autoridad (2ª parte).
[2] Mateo 22:17–22.
[3] Lucas 12:13,14.
[4] Mateo 10:1–4.
[5] Hechos 6:3.
[6] 1 Timoteo 3:1–13, Tito 1:3–9.
[7] Lucas 9:51–55 (RVC).
[8] Mateo 11:28–30.
[9] Hechos 28:23,24.
[10] Apocalipsis 22:17.
[11] Génesis 41:37–45; 42:6; 45:8,9,26.
[12] Daniel 2:48.
[13] Daniel 4:27.
[14] Jeremías 29:4–7.
[15] Nehemías 1:11.
[16] Ester 9:4.
[17] Ester 5:1–8; 7:1–6; 8:3–13; 9:12–15, 29–32.
[18] Mateo 14:3,4.
[19] Lucas 3:19,20.
[20] Hechos 24:25.