Darle sentido a la vida: Atravesar la burbuja

mayo 14, 2011

Enviado por María Fontaine

En mi último post hablé de lo impactante que puede ser para alguien escuchar palabras de ánimo y que por lo general tenemos de enunciarlas con fe, creyendo que «la palabra dicha como conviene» dará el resultado deseado.

A menudo, la persona a quien dirigimos esas palabras no hace ningún comentario. Y en la mayoría de los casos no conoceremos todo el efecto que nuestras palabras tuvieron en la vida de alguien. A veces, sin embargo, a fin de animarnos el Señor permite que veamos los resultados de nuestras oraciones, interés, palabras y actos compasivos.

Me han contado varias historias de personas que estaban a punto de suicidarse. Ya no tenían voluntad de vivir y se encontraban en una depresión tan grande que les parecía que no había una salida. Entonces, Dios envió a alguien que les dijo precisamente lo que necesitaban para animarse y salir de la desesperación, algo que los motivó a hacer un giro y les  devolvió la esperanza.

Eso me deja muy asombrada, que las palabras de una persona, cuando las guía el Espíritu de Dios, sean lo bastante poderosas como para efectuar un gran milagro en la vida de alguien. No le costó mucho a quien dio esas palabras. Él o ella hicieron algo que les pareció bastante pequeño; sin saberlo, ese detalle fue lo que necesitaba tanto la persona con quien hablaban. ¡Ese es el poder de las palabras cuando llevan el interés y el amor de Dios!

Para la mente humana puede parecer poco realista que unas cuantas palabras de ánimo marquen una diferencia drástica en la vida de alguien, a menos que se tome en cuenta lo que esa persona atraviesa y cuánto puede anhelar reconocimiento, aprecio, esperanza o hallarle un sentido a la vida.

Este es solo un ejemplo, escrito por una joven que se llama Marcie Dixon, y que claramente demuestra el poder de las palabras sinceras de alguien y los resultados trascendentales que tuvieron.

Escribió:

Atravesaba por una época tumultuosa, escuchaba mucha música heavy metal, lo que parecía expresar la ira, la frustración, la tristeza y la confusión que sentía en mi interior. Un día fui a una cafetería. Quise estar sola en mi oscuridad y desesperación.

Me agobiaba la desesperanza y la depresión. Me había preguntado cuál era la razón de mi vida y mi futuro y la única respuesta que encontré fue un gran cero. Pensamientos y sensaciones oscuros y negativos me habían rodeado como un remolino de espesa y profunda oscuridad, amenazándome con succionarme en su vórtice. ¿Y si me dejaba llevar por todo eso? ¿Si me rendía, si permitía que me llevara? Había dado vueltas a la idea de acabar con mi vida.

Me preguntaba si Dios —si es que existía— se preocuparía lo suficiente como para detenerme. ¿Qué pensaría —si Dios existía— de que me quitara la vida? De algo estaba segura: Quedaría libre del dolor y tormento implacables que tenía en el corazón y la mente.

Cuando llegó la mesera, pedí un café, mientras garabateaba en la contraportada de uno de mis cuadernos de colegio donde había dibujado algo así como un mosaico: rostros, símbolos, objetos, expresiones; la mayoría oscuros, que expresaban soledad, melancolía y temor. Provenían de mi interior, de mis sentimientos más profundos, además de las expresiones de la música que escuchaba. En medio de toda esa confusión artística, había dibujado una pequeña flor, que apenas se notaba entre todo lo demás.

La mesera volvió con mi café y lo puso frente a mí, me dirigió una cálida sonrisa que parecía llegar a mí y abrazarme traspasando la niebla de depresión que rodeaba mi alma. Era como un pequeño rayo de cálida luz solar en medio de un día nublado. Sin embargo, me había acostumbrado tanto a esconder lo que sentía en mi interior que mi acto reflejo fue fijar la vista en mi cuaderno. Sentí vergüenza y un poco de confusión al ver que alguien centraba su atención en mí. La mesera miró mis dibujos y comentó: «Ah... eres dibujante».

Tomé un sorbo de café y ella hizo una pausa por un momento para echar una mirada a mis garabatos. Luego, señaló la diminuta flor y exclamó: «¡Vaya! Aquí está usted. Esa belleza no se puede esconder, ¡ni siquiera en medio de todo esto!» Levanté la mirada hacia ella y sonrió de nuevo. Y luego, con prontitud se fue a atender otra mesa. Quedé maravillada de que notara esa diminuta flor tan rápidamente. Me parecía que la flor había quedado enterrada en aquella masa de imágenes confusas. Miré a la pequeña flor. ¿De verdad soy esa flor?

Terminé mi café y junté mis cosas para irme. Buscaba en mi bolso el dinero para pagar la cuenta, cuando la mesera volvió, colocó frente a mí una hermosa rosa de tallo largo en la mesa. ¡No sabía qué hacer de la sorpresa! Pero antes de que pudiera reaccionar, la mesera bromeó: «Recuerde, para alguien usted es esa rosa». Luego estiró el brazo para tocarme una mano y añadió: «El café lo pago yo», y luego desapareció para atender otra mesa.

Al caminar por la calle el cielo ya no me parecía tan gris ni sombrío. El aire se sentía fresco y vigorizante. ¿Qué ocurrió en el restaurante? Una desconocida, que no sabía nada de mí ni de lo que pensaba, había atravesado mi burbuja de oscuridad con su calidez, amabilidad y esperanza. ¿Fue Dios? ¿Dios estuvo presente y se preocupó por mí? Me sentía distinta, de eso sí estaba segura y también de que había desaparecido la pesadez que había sentido en mi interior.

Tal vez Dios sí existe. Tal vez le intereso y tiene un propósito para mí. No lo podría afirmar con certeza, pero ese día decidí descubrir si Él tenía un propósito para mí. Una diminuta semilla de esperanza surgió de aquella experiencia; fue un momento decisivo. A la larga, encontré a Jesús y Su amor, esperanza y consuelo. El ánimo que me infundió aquella mesera inició mi travesía que me llevó a Jesús y Su amor eterno.

A nuestro alrededor hay tantas personas que se sienten muy pequeñas y que están abrumadas por la vida como aquella pequeña flor. Cuando la oscuridad es tan grande, ¡hasta un poco de luz puede hacer milagros! Una palabra puede ser la cuerda de salvamento que lleve esperanza que dure toda la vida.


Foto izq. a der.: David y Mike. Fotógrafa: Tina Miles