Más como Jesús: Lealtad a Dios

marzo 1, 2016

Enviado por Peter Amsterdam

[More Like Jesus: Loyalty to God]

Si deseamos volvernos más como Jesús, es lógico que el punto de partida sea tener las mismas creencias que Él, llevarlas dentro, incorporarlas a nuestro ser. Está claro que Jesús creía y vivía lo que Su Padre había revelado en las Escrituras, la revelación de Dios en el Antiguo Testamento.

Una de las enseñanzas más significativas que Él impartió mediante Sus palabras y Su forma de vivir fue la suprema importancia de Dios en nuestra vida. Para Jesús, Su Padre lo era todo. Estaba totalmente entregado a Su Padre, dependía por entero de Él, y enseñó a Sus seguidores a vivir de esa manera. El primer paso para crecer en devoción a Dios y emular a Cristo consiste en aceptar a Dios como una Persona viva y todopoderosa que creó todo lo que hay y que ama y cuida a todos los seres humanos. No es un ente distante que creó el universo, le dio cuerda como si fuera un reloj y se marchó, dejando que funcionara por sí solo.

Todo el Antiguo Testamento habla de la interacción de Dios con la humanidad, y en particular con los descendientes de Abraham, el pueblo por medio del cual Él escogió revelarse. A través de lo que narra el Antiguo Testamento sobre el trato de Dios con la humanidad entendemos que Él está vivo, que es una persona, un espíritu, santo, recto, justo, paciente, misericordioso, amoroso, que existe por Sí mismo, eterno, omnisciente, omnipotente y omnipresente. Como Él es nuestro creador y el sustentador de nuestro ser, es lo más importante de nuestra vida, y nuestra relación con Él es también la más importante. Se merece nuestro amor, adoración, devoción, obediencia y lealtad.

En los evangelios se evidencia el amor, la adoración, la devoción, la obediencia y la lealtad de Jesús para con Su Padre. Eso nos muestra que todo afán de emular a Cristo parte fundamentalmente de un compromiso personal con Dios. La expresión sucinta y a la vez general de ese compromiso está en el primero de los diez mandamientos que dio Dios a los israelitas después de librarlos de la esclavitud en Egipto:

Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás dioses ajenos delante de Mí[1].

Cuando le preguntaron a Jesús cuál era el mayor mandamiento, expresó el mismo concepto con otras palabras:

Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas[2].

No tener otros dioses delante de Él significa no anteponer nada a Dios en nuestra vida. No quiere decir que no amemos otras cosas o que no nos importen; claro que las amamos, y mucho. Pero lo que tiene prioridad absoluta es amar a Dios por encima de todo. A fin de cuentas, Él es el creador de todas las cosas, Él ha hecho todo lo que amamos: a nuestros padres, a nuestro cónyuge, a nuestros hijos, hermanos, amigos, mascotas, etc. En las palabras de Jesús y en todo el Antiguo Testamento se trasluce la expectativa de que nuestro anhelo de Dios, nuestro deseo de amarlo y servirlo, debe perseguirse con todo el corazón y toda el alma.

¿Qué pide de ti el Señor, tu Dios, sino que temas al Señor, tu Dios, que andes en todos Sus caminos, que ames y sirvas al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma?[3]

El Señor, tu Dios, te manda hoy que cumplas estos estatutos y decretos; cuida, pues, de ponerlos por obra con todo tu corazón y con toda tu alma[4].

Si obedecen con todo el corazón y con toda el alma los mandatos que te entrego hoy, entonces el Señor tu Dios te devolverá tu bienestar[5].

Solamente que con diligencia cuidéis de cumplir el mandamiento y la ley que Moisés, siervo del Señor, os ordenó: que améis al Señor, vuestro Dios, y andéis en todos Sus caminos; que guardéis Sus mandamientos, lo sigáis y lo sirváis con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma[6].

Solamente temed al Señor y servidle de verdad con todo vuestro corazón, pues habéis visto cuán grandes cosas ha hecho por vosotros[7].

Debemos ser leales a Dios y a Su Palabra. Tal expectativa de lealtad se aprecia en el Antiguo Testamento y tiene su base en la alianza que hizo Dios con los israelitas, según la cual Él sería su Dios, y ellos Su pueblo. Por ser Su pueblo, debían guardar Sus mandamientos. Dios por Su parte les daría una tierra propia donde vivir, los cuidaría y proveería para ellos.

La misma expectativa de lealtad a un pacto se expresa en el Nuevo Testamento. Al derramar Su sangre por nosotros, Jesús estableció entre Dios y Su pueblo una nueva alianza, mejor, eterna. «Esta copa es el nuevo pacto en Mi sangre, que por vosotros se derrama»[8]. «Jesús es hecho fiador de un mejor pacto»[9]. «Cristo es mediador de un nuevo pacto»[10]. «Nuestro Señor Jesús, el gran Pastor de las ovejas, […] ratificó un pacto eterno con Su sangre»[11].

Jesús también nos comunica esa expectativa de amor y fidelidad a Él al decir que le debemos más lealtad que a la familia. «El que ama a padre o madre más que a Mí, no es digno de Mí; el que ama a hijo o hija más que a Mí, no es digno de Mí»[12]. El principio por el que Él se rigió y que enseñan las Escrituras es que amar a Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) de todo corazón tiene prioridad absoluta. A Él lo amamos sobre todo y ante todo; y en segundo lugar amamos a nuestros padres, cónyuge, hijos, familia, etc. El amor a Dios no merma el profundo amor que sentimos por otras personas, pero sí lo pone en su debido lugar.

Amar a Dios por encima de todo es una manera de emular a Jesús, ya que eso era lo que Él hacía, hasta el punto de que se sometió a la voluntad de Su Padre y fue a la cruz para que pudiéramos convertirnos en hijos de Dios, en miembros de Su familia.

Adoración

La consecuencia natural de amar a quien nos creó, nos ama y nos cuida, al objeto de nuestra lealtad, es adorarlo. Lo adoramos por lo que es y por lo que ha hecho.

Dad al Señor la gloria debida a Su nombre; adorad al Señor en la hermosura de la santidad[13].

Venid, adoremos y postrémonos; arrodillémonos delante del Señor, nuestro hacedor, porque Él es nuestro Dios; nosotros, el pueblo de Su prado y ovejas de Su mano[14].

En el Antiguo Testamento, la adoración incluía oración, pero se centraba más que nada en los sacrificios que se ofrecían en el templo, sacrificios de animales y también de harina, aceite y vino. En el curso de Su conversación con la samaritana, Jesús habló de un cambio que se avecinaba, de un tiempo en que el lugar donde se adorara carecería de importancia. En vez de adorar en un lugar sagrado —como el templo para los judíos o el monte Gerizim para los samaritanos—, el creyente se convertiría en morada del Padre, Jesús y el Espíritu Santo[15].

El que me ama, Mi palabra guardará; y Mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada con él[16].

Jesús le dijo: «Mujer, créeme que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque también el Padre tales adoradores busca que lo adoren. Dios es Espíritu, y los que lo adoran, en espíritu y en verdad es necesario que lo adoren»[17].

Lo que adoramos —tanto si es una persona como una cosa— está íntimamente ligado con lo que ocupa en nuestra vida el primer lugar y goza de nuestra lealtad. Cuando Satanás tentó a Jesús, trató de convencerlo para que transfiriera Su lealtad, quiso seducirlo con las riquezas y la gloria de este mundo:

Lo llevó el diablo a un monte muy alto y le mostró todos los reinos del mundo y la gloria de ellos, y le dijo: «Todo esto te daré, si postrado me adoras». Entonces Jesús le dijo: «Vete, Satanás, porque escrito está: “Al Señor tu Dios adorarás y solo a Él servirás”»[18].

Una manera de emular a Jesús es tomar como modelo Su lealtad para con Su Padre. Debemos adorar solo a Dios y no anteponerle nada.

El Padre

En los evangelios, Jesús alude a Su Padre más de 100 veces. Con ello transmite la importancia de creer bien en Dios, entenderlo bien y relacionarse bien con Él. En el Antiguo Testamento, Dios reveló Su naturaleza y personalidad a Su pueblo[19]; y Jesús, mediante lo que dijo e hizo en los años en que vivió en la Tierra, nos reveló más aún.

Jesús nos ayudó a entender más a fondo la relación que podían establecer con Dios los seres humanos. Enfatizó el concepto de que Dios es nuestro Padre y nosotros Sus hijos, por lo que podemos relacionarnos con Él como hijos Suyos. Con ello volvió más personal nuestro trato con Dios. Somos Sus hijos, y Él nos ama y cuida. Podemos confiarle total y absolutamente toda faceta de nuestra vida. Podemos dejar de preocuparnos porque Él nos conoce, nos ama y es consciente de lo que necesitamos.

Vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad antes que vosotros le pidáis. […] No os angustiéis, pues, diciendo: «¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos?», porque […] vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas [estas cosas]. Buscad primeramente el reino de Dios y Su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas[20].

Si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?[21]

Si alguno me sirve, Mi Padre lo honrará[22]. El Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que Yo salí de Dios[23]. Subo a Mi Padre y a vuestro Padre, a Mi Dios y a vuestro Dios[24].

Si bien en varios pasajes del Antiguo Testamento se describe a Dios como un padre[25], nunca nadie se dirige a Él de esa manera. Jesús introdujo la palabra Padre como fórmula íntima para dirigirse a Dios. Empleó el vocablo arameo Abba, que era un término cariñoso para referirse al papá de uno. Con su introducción, quiso comunicar el concepto de intimidad y afecto. Mostró que el Padre nos ama y nos trata como a hijos, y que podemos gozar con Él de intimidad familiar, como la que se tiene con un padre amoroso.

El apóstol Pablo señala:

Ustedes no recibieron un espíritu que de nuevo los esclavice al miedo, sino el Espíritu que los adopta como hijos y les permite clamar: «¡Abba! ¡Padre!» El Espíritu mismo le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios[26].

Ustedes ya son hijos. Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de Su Hijo, que clama: «¡Abba! ¡Padre!» Así que ya no eres esclavo sino hijo; y como eres hijo, Dios te ha hecho también heredero[27].

Aunque Jesús es Hijo de Dios de una manera particular, también nosotros somos hijos Suyos, y el Padre nos ama como tales, nos cuida y nos tiene a todos en estima. Nuestra relación con Él no debería ser distante y fría, ni estar teñida por el miedo, sino ser una relación de mucho amor y confianza.

Sabiendo la clase de relación que deberíamos tener con nuestro Padre celestial, debería resultarnos más fácil llegar al conocimiento y convencimiento de nuestra valía como personas. Para Dios somos valiosos, pues somos hijos Suyos; por consiguiente, nosotros también deberíamos reconocer nuestro propio valor.

Jesús nos reveló la relación que tenía Él con Su Padre, una de amor y confianza, que Él puso como ejemplo de la relación que debemos tener nosotros con Dios. Emular a Jesús significa tomarnos en serio aspectos como cultivar nuestra relación con Dios, amarlo, serle leal y ponerlo y mantenerlo en primer lugar en nuestra vida y en nuestros afectos. La conciencia de que Dios es nuestro creador y de que nos ama aun siendo infinitamente mayor que nosotros debería motivarnos a alabarlo, adorarlo, amarlo, guardar Sus mandamientos y desear hacer lo que lo glorifica.

Jesús estaba centrado en Dios y llevó una vida de completa sumisión a la voluntad de Su Padre. Reflejó a Su Padre en todo lo que hizo. Como seguidores de Jesús deseosos de imitarlo, también nosotros debemos procurar estar centrados en Dios, esforzarnos por amarlo y adorarlo desde lo más profundo de nuestro ser, guardar Su Palabra y conducirnos de una manera que refleje Sus atributos y lo glorifique.


Nota

A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.


[1] Éxodo 20:2,3.

[2] Marcos 12:30.

[3] Deuteronomio 10:12.

[4] Deuteronomio 26:16.

[5] Deuteronomio 30:2,3 (NTV).

[6] Josué 22:5.

[7] 1 Samuel 12:24.

[8] Lucas 22:20.

[9] Hebreos 7:22.

[10] Hebreos 9:15.

[11] Hebreos 13:20 (NTV).

[12] Mateo 10:37.

[13] Salmo 29:2.

[14] Salmo 95:6,7.

[15] Craig S. Keener, The Gospel of John, A Commentary, Vol. 1 (Grand Rapids: Baker Academic, 2003), 617.

[16] Juan 14:23.

[17] Juan 4:21–24.

[18] Mateo 4:8–10.

[19] Para entender más a fondo la manera de ser de Dios, consulta los artículos sobre la Naturaleza y personalidad de Dios de la serie Lo esencial.

[20] Mateo 6:8,31–33.

[21] Mateo 7:11.

[22] Juan 12:26.

[23] Juan 16:27.

[24] Juan 20:17.

[25] Deuteronomio 32:6; 2 Samuel 7:14; 1 Crónicas 17:13, 22:10, 28:6; Salmo 68:5, 89:26; Isaías 63:16; Jeremías 3:4,19; Malaquías 1:6, 2:10.

[26] Romanos 8:15,16 (NVI).

[27] Gálatas 4:6,7 (NVI).