Más como Jesús: Santidad (1ª parte)

septiembre 6, 2016

Enviado por Peter Amsterdam

[More Like Jesus: Holiness (Part 1)]

(El presente artículo está basado en puntos esenciales del libro En pos de la santidad, de Jerry Bridges[1].)

Uno de los pasajes bíblicos clave citados en esta serie es Efesios 4:22-24:

En cuanto a su pasada manera de vivir, despójense de su vieja naturaleza, la cual está corrompida por los deseos engañosos; renuévense en el espíritu de su mente, y revístanse de la nueva naturaleza, creada en conformidad con Dios en la justicia y santidad de la verdad (RVC).

A quienes somos nuevas criaturas[2] este pasaje nos insta a revestirnos de la nueva naturaleza creada en conformidad con Dios y expresada aquí con los términos justicia y santidad de la verdad. Para muchos la palabra santidad o el concepto de ser santo evoca una obediencia legalista o la desagradable actitud del que se cree más santo que los demás. No es eso a lo que se refiere el apóstol Pablo[3].

La santidad es uno de los atributos de Dios, parte de Su esencialidad. Él es bien diferenciado, singularizado, mayor que cualquier otra cosa o ser que exista y distinto de estos; es además moralmente puro. Su santidad es ausencia de mal, una perfecta libertad de todo mal. Los seres humanos, por nuestra condición, no somos capaces de eso. En 1 Juan 1:5 leemos: Dios es luz y no hay ningunas tinieblas en Él. Este uso que se da en la Escritura a las palabras luz y tinieblas tiene un significado mucho más amplio que el referido a la luz del día y la oscuridad de la noche. Juan nos expresa que Dios es absolutamente libre de todo mal en sentido moral y que Él mismo constituye la esencia de la pureza moral[4].

Dios siempre está en perfecta conformidad con Su propio carácter y en Sus actos siempre es consecuente con Su carácter santo. Dado que es santo, todas sus acciones son también santas. Por tanto, podemos estar seguros de que las acciones que realiza en relación a nosotros son perfectas y justas. Dios no puede ser injusto nunca; de serlo contravendría Su naturaleza esencial.

Ya que Dios es santo, también a nosotros se nos llama a ser santos. El apóstol Pedro escribió:

Como hijos obedientes, no se conformen a los deseos que antes tenían en su ignorancia, sino que así como Aquél que los llamó es Santo, así también sean ustedes santos en toda su manera de vivir. Porque escrito está: «Sean santos, porque Yo soy santo»[5].

El vocablo griego traducido en este pasaje con la frase manera de vivir entraña también el concepto de conducta, comportamiento, proceder y el modo de gobernarse una persona. En otras partes la Escritura nos exhorta: Seguid la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor[6].

Dado que Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo— es santo, quien desee estar a tono con Dios o imitar a Cristo debe ser santo. Naturalmente que es imposible para nosotros ser enteramente santos, ya que somos humanos y pecamos. No obstante, la santidad es parte de nuestro andar con el Señor y del proceso de llegar a parecernos más a Él.

Santidad tiene dos significados. La primera alude a separación o apartamiento. En el Antiguo Testamento, a Israel se lo denominaba pueblo santo, porque pertenecía exclusivamente a Dios y se hallaba separado de otras naciones. Guardaba un paralelismo con la separación que Dios mantiene respecto a todas las cosas creadas. El concepto de pueblo santo también se puede apreciar en el Nuevo Testamento:

Ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a Su luz admirable[7].

El pueblo de Dios es santo en virtud de que pertenece singularmente a Él.

El segundo significado de santo se refiere a pureza y limpieza. El Antiguo Testamento abarca mucho el tema de la santidad ritual, que incluye la limpieza ceremonial y distinciones entre alimentos puros y alimentos impuros. También alude a quedar limpio de pecado:

Ese día se hará expiación por ustedes, y así delante del Señor quedarán limpios de todos sus pecados[8].

En el Nuevo Testamento Jesús descartó la pureza ritual/ceremonial y se enfocó en la pureza interior, la pureza moral y la pureza del corazón[9].

Por medio de la salvación nos santificamos[10]. Somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre[11]. Y, sin embargo, aunque se nos han perdonado nuestros pecados, de ninguna manera estamos sin pecado. Si bien el pecado ya no reina en nuestra vida, sigue presente dentro de nosotros. Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros[12]. Evidentemente que todavía cometemos pecados; no obstante, si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad[13].

El pecado no tiene sobre nosotros el mismo dominio que tenía antes de la salvación; así y todo, aún lidiamos con él. En cierto sentido, somos santificados en el momento de la salvación; pero también tiene lugar un proceso transformacional que dura el resto de nuestra vida, un crecimiento en santidad. El apóstol Pablo lo expresó de esta manera:

Nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor[14].

Crecer en santidad no es algo que se produzca automáticamente; demanda un esfuerzo, como se advierte en la alegoría de la carrera atlética:

Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante[15].

A lo largo de la carrera de la vida tiene lugar un continuo despojarse del pecado. Jamás lograremos una plena semejanza con Cristoni podremos erradicar el pecado de nuestra vida terrenal. Así y todo, aunque sabemos que eso no sucederá cabalmente hasta la vida venidera, se nos convoca a esmerarnos por ello en nuestra presente vida.

Amados, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal como Él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en Él, se purifica a sí mismo, así como Él es puro[16].

Las palabras purifica y puro en la última oración tienen ambas el mismo sentido que el vocablo griego empleado para expresar santidad y santo.

Debemos esforzarnos por conformar la totalidad de nuestra persona a la imagen de Dios: nuestro corazón, emociones, mente, alma y espíritu. A medida que estos se vayan transformando progresivamente, las acciones de nuestro cuerpo reflejarán esa transformación interior; nuestros actos, nuestras palabras, nuestra interacción con los demás serán reflejo de Cristo. Pablo escribió al respecto:

Como tenemos estas promesas, queridos hermanos, purifiquémonos de todo lo que contamina el cuerpo y el espíritu, para completar en el temor de Dios la obra de nuestra santificación[17].

El autor J. Rodman Williams escribió:

En el terreno del espíritu es indudable que buena parte del creyente precisa una continua limpieza. Puede que haya orgullo y soberbia que se deban reducir a humildad; amargura de espíritu que necesite un endulzamiento del Espíritu de Dios; un espíritu moralista y censor que deba refinarse por obra del amor; un espíritu ansioso que haya que renovar con serenidad y paz. A estos quizás haya que añadir particularmente un espíritu reacio a perdonar que se deba liberar de la dureza y la ingratitud[18].

La Escritura destaca la necesidad de transformación mediante una continua renovación de la mente: No se adapten a este mundo, sino transfórmense mediante la renovación de su mente[19]. Se nos ruega que desarrollemos una disposición de ánimo acorde con la Escritura para que nuestros valores, deseos y moral se basen en las enseñanzas de la Biblia y no en las normas de la sociedad.

Llegar a ser más como Jesús significa que nuestros sentimientos, emociones, deseos y pasiones también deben guardar similitud con Cristo: Nos enseña que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente[20]. De ahí que la ira, la envidia, la codicia, la lujuria y los celos deben transformarse en sentimientos afines a Cristo.

La piedad y la devoción también requieren que nuestra voluntad se transforme de tal manera que se ajuste a Su voluntad tal como nos ha sido revelada en la Escritura. Nuestras preferencias, decisiones y acciones están en armonía con Su voluntad y naturaleza revelada en Su Palabra. La gracia de Dios nos ayuda a decidir con acierto ante las alternativas morales que se nos presentan.

La transformación en semejanza a Cristo es holística en el sentido de que muda la totalidad de nuestra persona. Es un proceso que empieza en el momento de nuestra salvación y continúa a lo largo de la vida. Se logra mediante la gracia de Dios y la obra transformativa del Espíritu Santo. Eso, sin embargo, no significa que Dios nos transmute en semejanza a Cristo sin ningún esfuerzo de nuestra parte. Cuando asumimos seriamente el cometido de imitar a Cristo, sin duda oramos para que el Señor nos cambie, pero a la vez tomamos decisiones que nos impulsen hacia la santidad y somos consecuentes con esas decisiones.

El acto de despojarnos del viejo yo y revestirnos del nuevo, tal como se expresa en Efesios 4:20-24, alude a transformación y a santidad, toda vez que esos dos actos exigen que nos despojemos del pecado y nos revistamos de la justicia o integridad. El apóstol Pablo lo puntualiza muy bien en Colosenses 3:

Hagan morir todo lo que es propio de la naturaleza terrenal: inmoralidad sexual, impureza, bajas pasiones, malos deseos y avaricia, la cual es idolatría. [...] Ahora abandonen también todo esto: enojo, ira, malicia, calumnia y lenguaje obsceno. Dejen de mentirse unos a otros, ahora que se han quitado el ropaje de la vieja naturaleza con sus vicios, y se han puesto el de la nueva naturaleza, que se va renovando en conocimiento a imagen de su Creador[21].

Enseguida Pablo expone los aspectos positivos:

Por lo tanto, como escogidos de Dios, santos y amados, revístanse de afecto entrañable y de bondad, humildad, amabilidad y paciencia, de modo que se toleren unos a otros y se perdonen si alguno tiene queja contra otro. Así como el Señor los perdonó, perdonen también ustedes. Por encima de todo, vístanse de amor, que es el vínculo perfecto. Que gobierne en sus corazones la paz de Cristo, a la cual fueron llamados en un solo cuerpo. Y sean agradecidos[22].

Para alcanzar una mayor similitud con Cristo es imperativo que nos disciplinemos y asumamos una postura clara contra las acciones, impulsos y pensamientos negativos que en nuestra mente y corazón nos inducen al pecado; y que por otra parte abracemos las virtudes, valores y preceptos morales que reflejan la naturaleza divina. Los siguientes artículos versarán sobre el pecado: el aspecto de la santidad relacionado con despojarse, es decir, las cosas que debemos eliminar de nuestra vida a fin de ser más como Jesús. Luego de esa parte, nos centraremos en la contraparte, la que tiene que ver con revestirse, es decir, cultivar dentro de nosotros las cosas que promueven una mayor afinidad con Cristo en nuestra vida.


Nota

A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.


[1] Jerry Bridges, En pos de la santidad (Unilit, 1995).

[2] 2 Corintios 5:17.

[3] Para una explicación más amplia de la santidad de Dios, véase Lo esencial: Naturaleza y personalidad de Dios.

[4] Bridges, En pos de la santidad.

[5] 1 Pedro 1:14–16 (NBLH).

[6] Hebreos 12:14.

[7] 1 Pedro 2:9 (NVI).

[8] Levítico 16:30 (RVC).

[9] Mateo 5:8.

[10] La palabra griega hagios y sus parientes se han traducido en el Nuevo Testamento con los términos santo, santidad, santificar y santificación.

[11] Hebreos 10:10.

[12] 1 Juan 1:8.

[13] 1 Juan 1:9.

[14] 2 Corintios 3:18.

[15] Hebreos 12:1.

[16] 1 Juan 3:2,3.

[17] 2 Corintios 7:1 (NVI).

[18] J. Rodman Williams, Renewal Theology, Book 3 (Grand Rapids: Zondervan, 1996), 93–94.

[19] Romanos 12:2 (NBLH).

[20] Tito 2:12.

[21] Colosenses 3:5, 8–10 (NVI).

[22] Colosenses 3:12–15 (NVI).