Lo esencial: La humanidad

agosto 7, 2012

Enviado por Peter Amsterdam

A imagen y semejanza de Dios (2ª parte)

En el artículo anterior describimos el cambio que se produjo al entrar el pecado en la humanidad, la degradación de la naturaleza humana en cuanto a su imagen y semejanza a Dios. Con todo, los humanos todavía estamos hecho a imagen de Dios, aunque no lo reflejamos tan plenamente como al principio.

Sabiendo, pues, que individualmente todos los seres humanos están hechos a imagen de Dios, ¿qué implicancia tiene eso en nuestra vida cotidiana? ¿Es importante? ¿Debería afectar nuestra forma de pensar y nuestros actos? La respuesta es sin duda que sí.

El hecho de ser los únicos seres vivientes creados a imagen y semejanza de Dios demuestra que los humanos somos especiales a Sus ojos. La Biblia afirma que la humanidad es la obra cumbre de la creación física y que Dios puso al hombre en la tierra para que la gobernara y la cuidara.

Miro el cielo, obra de Tus dedos, la luna y las estrellas que has fijado, ¿qué es el mortal para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te ocupes? Lo has hecho algo inferior a un dios, lo has revestido de honor y de gloria, lo has puesto al frente de Tus obras, todo lo has sometido a su poder: el ganado menor y mayor, todo él, y también los animales del campo, los pájaros del cielo, los peces del mar y cuanto surca los senderos de los mares.[1]

Creó Dios al hombre a Su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Los bendijo Dios y les dijo: «Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sometedla; ejerced potestad sobre los peces del mar, las aves de los cielos y todas las bestias que se mueven sobre la tierra».[2]

Dios dispuso que los seres humanos fueran diferentes de todas las otras criaturas físicas. Los colocó por encima de ellas y los dotó de características singulares. Echemos un vistazo a lo que significa para nosotros el hecho de haber sido creados a imagen de Dios.

El valor de lo humano

Lo primordial es que nosotros los seres humanos tenemos valor para Dios. Aunque nos creó junto con todo lo demás, al hacernos a Su imagen nos hizo diferentes de las demás criaturas. Nos creó como seres únicos y nos infundió el aliento de vida.

Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz aliento de vida y fue el hombre un ser viviente.[3]

El teólogo y mártir alemán Dietrich Bonhoeffer afirma:

Por la forma en que introduce esta obra, la Biblia expresa la diferencia esencial entre la misma y toda la actividad creativa anterior de Dios. El plural hebreo empleado en este pasaje es indicativo de la importancia y sublimidad de la acción del Creador. Sin embargo, es de notar también que Dios no se limita a crear a la humanidad a partir de su no existencia, como hizo con todo lo demás. En cambio, el hombre se ve de alguna manera incorporado en el propio plan divino, y por ende es consciente de que se está por producir algo nuevo, algo que hasta ese momento no había habido, algo completamente original. Entonces dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza». La humanidad es creada por Dios como obra culminante, como obra nueva, como imagen de Dios en Su obra. Aquí no se produce ninguna transición desde otro elemento; se trata de una creación totalmente nueva.[4]

Somos seres personales creados por Dios con la capacidad de establecer una relación con Él y con otros seres humanos. Al dotarnos de cuerpo y espíritu, nos hizo a la vez seres físicos y espirituales. Y aunque todos los humanos hemos pecado contra Él, nos ama tanto que dispuso de un medio para que la humanidad se reconciliara con Él gracias a la vida, muerte y resurrección de Su Hijo, Jesús. Dios ama a las criaturas hechas a Su imagen; nos valora.

Dado que Dios valora a los humanos, cada uno de ellos tiene un valor intrínseco, esencial. Eso debería motivarnos a estimar a cada ser humano. Todos los humanos —independientemente de su sexo, raza, color de tez o credo— fueron creados iguales. Cada persona lleva en sí la impronta de Dios y debe ser respetada y tratada en consecuencia. Ni la posición social ni la situación económica menoscaban el valor intrínseco de una persona.

Los autores Lewis y Demarest lo explican de la siguiente forma:

El valor y la importancia temporales y eternos de cada persona son inestimables. Siendo criatura de Dios hecha a imagen de Dios, el hombre tiene un valor intrínseco inalienable. Ese valor trasciende con creces el de su extraordinario cuerpo o el hecho de ser el animal superior de la tierra. No se ve mermado cuando por alguna razón y por algún tiempo deja de ser útil a la sociedad, ya sea en el seno de su familia, su iglesia o su país. Todo ser humano viviente tiene un valor intrínseco —independientemente de que sea rico o pobre, hombre o mujer, culto o no, de tez clara u oscura—, pues se trata de una persona espiritual, activa, cuya existencia no tiene fin, como Dios.[5]

Los recién nacidos, los niños, los ancianos, los enfermos, los discapacitados, los que sufren minusvalías mentales, los nonatos, los hambrientos, las viudas, los presidiarios, aquellos con quienes no coincidimos, aun nuestros enemigos —en resumidas cuentas, todos los seres humanos, cualquiera que sea su condición, circunstancias o creencia religiosa— se dignifican por ser portadores de la imagen de Dios y por tanto merecen la misma honra y respeto de parte de los demás seres humanos.

Ver a los demás como portadores de la imagen divina debe librarnos de todo prejuicio racial, religioso o de cualquier otra índole. Debe motivarnos como individuos a ver y tratar a los demás con respeto, cualesquiera que sean nuestras diferencias.

Además debe llevarnos a mirar nuestra propia persona con respeto y dignidad. Tener presente que Dios nos ama y nos valora nos debiera ayudar a valorarnos mental, física y espiritualmente. Debe motivarnos a tener una mirada positiva de nosotros mismos, a cuidarnos físicamente y a nutrir nuestro espíritu con cosas sanas y edificantes. Debe recordarnos la santidad de nuestra propia vida y por ende impedir que nos hagamos daño en modo alguno.

Es preciso que reconozcamos que a pesar de nuestras debilidades o fracasos personales, de cómo percibamos nuestra valía o nuestro aspecto físico, educación o capacidad intelectual, Dios nos valora y por tanto debemos valorarnos a nosotros mismos.

Tener conciencia de que Dios valora a los seres humanos, que nos ama y vela por nosotros, debe impulsarnos a valorar a la humanidad, a reconocer la valía de cada persona, incluida la nuestra, y a hacer lo que podamos por vivir en armonía y paz con los demás. En resumidas cuentas, debemos amar al prójimo y velar por él, pues eso mismo hace Dios.

Además de amar y velar por los demás y por nosotros mismos, debemos entender que en vista de que se nos dio dominio sobre la Tierra, somos responsables de velar por sus recursos y emplearlos sabiamente. Cuando Dios creó la Tierra y todo lo que hay en ella, dice que Él vio que estaba bien. Luego puso al hombre a cargo de ella para que la cuidara. Ya que Dios nos dio potestad sobre esta noble Tierra, es nuestro deber administrar bien el medio ambiente y hacer uso equitativo y prudente de sus recursos para beneficio de toda la humanidad. Debemos valorar la tierra como parte de la creación de Dios y no explotarla codiciosamente o ponerla en peligro, menoscabarla o destruirla.

La salvación y la imagen de Dios

¿La fe en Jesús y la salvación inciden de alguna manera en el creyente con respecto a su imagen y semejanza a Dios? Ya señalamos que el pecado generó un cisma con Dios y trajo aparejado un grave deterioro de la imagen y semejanza de la humanidad con relación a Dios. El pecado afectó negativamente nuestra conciencia, nuestra capacidad de cumplir con la voluntad de Dios, nuestro deseo de alinear nuestra voluntad con la de Dios, nuestros procesos racionales, nuestra facultad de tomar decisiones, nuestras motivaciones, etc. La Palabra de Dios dice que desde que el pecado se instaló en la humanidad, somos esclavos de él. (En posteriores artículos hablaremos más sobre el tema del pecado.) Está claro que estamos muy lejos de lo que fueron Adán y Eva ante de la caída, cuando eran moralmente íntegros, con fundamentos de justicia, sabiduría y santidad, y la capacidad de resistir el pecado.

Por medio de la salvación volvemos a nacer espiritualmente. Nos hace nuevas criaturas en Cristo y afecta profundamente nuestra vida. Para empezar, nos trae al seno de la familia de Dios, nos ofrece el perdón de los pecados, nos exime de culpa por nuestros pecados, implica que viviremos con Dios por toda la eternidad, en espíritu al morir y en cuerpo y espíritu después del regreso de Jesús.

La Salvación nos libera de la esclavitud del pecado; y mediante la infusión del Espíritu Santo, Dios, alojado en nosotros, hace posible que vayamos adquiriendo mayor semejanza a Cristo. Jesús fue la imagen de Dios en la Tierra; en la medida en que nos volvemos más como Él, nuestra imagen y semejanza a Dios se intensifican.

Él nos ha librado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de Su amado Hijo, en quien tenemos redención por Su sangre, el perdón de pecados. Cristo es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación.[6]

El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo. Conforme al terrenal, así serán los terrenales; y conforme al celestial, así serán los celestiales. Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial.[7]

El dios de este mundo les cegó el entendimiento, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios.[8]

Ir pareciéndonos cada vez más a Cristo es un proceso gradual que se va dando progresivamente por obra del Espíritu Santo en nuestra vida.

Por tanto, nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en Su misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor.[9]

Aunque el hecho de ser cristianos no nos exime de pecar, la salvación nos libra del dominio que tiene el pecado sobre nosotros. Morimos al pecado en el sentido de que tenemos la capacidad de superar actos o patrones de comportamiento pecaminoso.[10]

Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro. [...] El pecado no se enseñoreará de vosotros, pues no estáis bajo la Ley, sino bajo la gracia. [...] Pero gracias a Dios que, aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina que os transmitieron; y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia. [...] Pero ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación y, como fin, la vida eterna.[11]

La salvación no nos vuelve inmaculados; sin embargo, a medida que maduramos en la vida cristiana y en nuestra relación con el Señor —proceso que la teología denomina santificación*—, estamos en mejores condiciones de resistir el pecado. En esta vida nadie puede alcanzar un estado de perfección inmaculada, pues el pecado no será completamente erradicado. La santificación, o profundización de nuestra relación con el Señor, es un proceso por el cual una persona regenerada, que depende de la ayuda de Dios, se esfuerza por crecer espiritualmente y por obedecer y aplicar la Palabra de Dios en su vida.[12] A medida que maduramos en sentido espiritual, podemos transformarnos e ir adquiriendo progresivamente mayor semejanza con Dios. A medida que crecemos y maduramos en la fe, exhibimos con mayor intensidad los frutos del Espíritu de Dios en nuestra vida.

El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza.[13]

Según las Escrituras, una de las metas de un cristiano es madurar espiritualmente y progresar en su relación con el Señor.

Él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo. Así ya no seremos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error; sino que, siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en Aquel que es la cabeza, esto es, Cristo.[14]

Los cristianos que maduramos en la fe podemos llegar a ser más como Jesús y por ende manifestar más de la imagen y semejanza de Dios con que fuimos creados. Siendo portadores de Su imagen, deberíamos esforzarnos por ser más como Él. Como testigos Suyos, debemos reflejarlo para que los demás lo vean a Él en nosotros y deseen llegar a conocerlo.

Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.[15]

(*En los artículos sobre la salvación abordaremos más a fondo el tema de la santificación.)


[1] Salmo 8:4–8 (BLPH).

[2] Génesis 1:27–28.

[3] Génesis 2:7.

[4] Dietrich Bonhoeffer, Dietrich Bonhoeffer Works, Volume 3, Creation and Fall (Fortress Press, 1997), p. 61–62.

[5] Gordon R. Lewis and Bruce A. Demarest. Integrative Theology, Vol. 2 (Grand Rapids: Zondervan, 1996), p. 172.

[6] Colosenses 1:13–15.

[7] 1 Corintios 15:47–49.

[8] 2 Corintios 4:4.

[9] 2 Corintios 3:18.

[10] Wayne Grudem, Systematic Theology, An Introduction to Biblical Doctrine (Grand Rapids: InterVarsity Press, 2000), p. 747.

[11] Romanos 6:11, 14, 17, 18, 22.

[12] J. I. Packer, Concise Theology (Tyndale House Publishers, 1993) p. 170.

[13] Gálatas 5:22–23.

[14] Efesios 4:11–15.

[15] Mateo 5:16.

Traducción: Felipe Mathews y Gabriel García V.